—De todos modos su defensa es inteligente —dijo Cincinnatus— pero soy un experto en muñecos. No me rendiré.
—Es una pena —dijo M'sieur Pierre herido—. Lo atribuiré a su juventud —agregó tras una pausa—. No, no, no debe ser tan injusto...
—Dígame —dijo Cincinnatus— ¿a usted también lo tienen a oscuras? ¿El funesto palurdo no llegó todavía? ¿Será mañana el gran festín de los descabezados?
—No debe usar esos términos —observó M'sieur Pierre confidencialmente—. Particularmente en ese tono... Hay algo vulgar en ellos, algo indigno de un caballero. Como puede hablar así me sorprende...
—¿Pero dígame, cuándo? —preguntó con ansia Cincinnatus.
—A su debido tiempo —replicó M'sieur Pierre evasivamente—. ¿A qué viene esa tonta curiosidad? Y, en general... No, usted todavía tiene mucho que aprender, esta clase de cosas no dan ningún resultado. Esta arrogancia, estos prejuicios...
—Pero, cómo lo minan a uno —dijo Cincinnatus soñolientamente—. Claro que uno se va acostumbrando... Uno va preparando su alma de un día para el siguiente, y aun así lo tomarán desprevenido. Han pasado ya diez días, y todavía no me he vuelto loco. Y luego, por supuesto siempre existe alguna esperanza... Confusa, como debajo del agua, pero por eso mismo, tanto más atractiva. Usted habló de escapar... Yo pienso, supongo, que hay alguien más que está complicado en esto... Ciertas sugerencias... Pero, ¿y si esto es sólo una mentira, un pliegue en el género que imita una cara humana?...
Suspiró e hizo una pausa.
—Eso sí que es curioso —dijo M'sieur Pierre—. ¿Cuáles son esas esperanzas, y quién es ese salvador?
—Pura imaginación —replicó Cincinnatus—. Y usted, ¿querría escapar?
—¿Qué quiere decir con «escapar»? ¿Adónde? —pre. guntó M'sieur Pierre asombrado. Cincinnatus volvió a suspirar.
—¿Qué importa adonde? Nosotros podríamos, usted y yo... Aunque, no sé, si con ese cuerpo podrá usted correr ligero. Sus piernas...
—Vamos, vamos, ¿qué clase de tontería es ésa? —dijo M'sieur Pierre retorciéndose en la silla—. Sólo en los cuentos de hadas los prisioneros escapan de las cárceles. En cuanto a sus observaciones sobre mi físico, por favor resérveselas.
—Tengo sueño —dijo Cincinnatus. M'sieur Pierre se enrolló la manga derecha. Apareció allí un tatuaje. Debajo de su magnífica piel blanca, sus músculos se combaban y enrollaban. Tomó una postura firme, empuñó la silla con una sola mano, la dio vuelta y; comenzó lentamente a levantarla. Cimbrando por el esfuerzo, la mantuvo un rato en alto, por sobre su cabeza, y la bajó suavemente. Ésta fue sólo la introducción.
Disimulando su respiración dificultosa, se secó larga y concienzudamente las manos con un pañuelo rojo, mientras la araña, como el miembro más joven del circo familiar, realizaba una simple travesura sobre su tela.
Arrojando el pañuelo, M'sieur Pierre lanzó una exclamación en francés, y de repente apareció parado sobre sus manos. Su esférica cabeza fue tomando gradualmente un hermoso color rosado; la pierna izquierda de su pantalón se deslizó para abajo, dejando en exposición su tobillo; sus ojos, con lo de arriba para abajo como sucedería con cualquiera en esa posición, parecían los de un pulpo.
—¿Qué me dice de esto? —preguntó volviendo a ponerse de pie y arreglándose la ropa. Desde el corredor! llegó un tumultuoso aplauso, y luego el payaso comenzó a batir palmas mientras caminaba, antes de llevarse la barrera por delante.
—¿Bueno? —repitió M'sieur Pierre—. ¿Qué le parece esta demostración de fuerza? ¿Y será suficiente mi agilidad? ¿O todavía no le basta?
De un brinco M'sieur Pierre estuvo sobre la mesa, se paró sobre las manos y tomó el respaldo de la silla con los dientes. La música contuvo el aliento. M'sieur Pierre levantaba la silla, firmemente sostenida entre sus dientes; sus tensos músculos temblaban; su mandíbula crujía.
La puerta se abrió suavemente e hizo su entrada —botas grandes y fuertes, un látigo, empolvado y enfocado por una enceguecedora luz violeta— el director del circo. —¡Sensacional! ¡Una representación única!—, murmuró y, quitándose el sombrero de copa, se sentó junto a Cincinnatus.
Algo cedió y M'sieur Pierre, dejando en libertad la silla, pegó un salto mortal y volvió a pararse sobre el piso. Sin embargo, aparentemente algo no andaba bien. Se cubrió la boca con el pañuelo, miró rápidamente debajo de la mesa, luego inspeccionó la silla, y de pronto, al encontrar lo que buscara, intentó, ahogando un juramento, arrancar del respaldo de ésta su dentadura postiza, que había quedado allí empotrada. Exhibiendo magníficamente todos los dientes, estaba prendida con tenacidad de bulldog. Entonces, sin perder la cabeza, M'sieur abrazó la silla y partió con ella.
Rodrig Ivanovich, que no se había dado cuenta de nada, aplaudía salvajemente. La arena, sin embargo, permaneció vacía. Le lanzó una mirada sospechosa a Cincinnatus, aplaudió un poco más, pero sin el ardor inicial, y de pronto, con evidente tristeza, dejó el palco.
Y así terminó la función.
CAPITULO XI
Los periódicos ya no llegaban a la celda: habiéndose dado cuenta de que le quitaban todas las hojas que pudieran contener referencias a la ejecución, Cincinnatus mismo los había rechazado. El desayuno se simplificó: en lugar de chocolate —bien que muy liviano— le llevaban una agua sucia con una flotilla de hojitas de té; la tostada era tan dura que no podía morderla. Rodion no ocultaba que ya estaba aburrido de servir a un prisionero tan silencioso y molesto.
Deliberadamente demoraba cada vez más en la limpieza de la celda. Su llameante barba roja, el torpe azul de sus ojos, su delantal de cuero, sus manos como garras, todo esto se acumulaba por repetición para formar una impresión tan tediosa y deprimente que Cincinnatus se volvía cara a la pared mientras se realizaba la limpieza.
Y así ocurría ese día —solamente la vuelta de la silla con las profundas marcas de los dientes de bulldogen la parte superior del respaldo, dio la pauta de que comenzaba otra jornada. Junto con la silla Rodion le llevó una nota de M'sieur Pierre; escritura enrulada, elegantes signos de puntuación, firma como una danza de los siete velos. En términos jocosos y gentiles, su vecino le agradecía la amistosa charla del día anterior y expresaba su esperanza de que se repetiría pronto. «Permítame asegurarle».-terminaba la carta— «que yo soy físicamente muy, pero muy fuerte (subrayado dos veces con regla), y si aún no está usted convencido de ello, estaré encantado de demostrárselo con otras aún más interesantes (subrayado) muestras de agilidad y sorprendente desarrollo muscular».
Después de esto, durante dos horas, con imperceptibles intervalos de triste apatía, Cincinnatus, ora tirándose del bigote, ora hojeando las páginas de un libro, caminó por la celda. Para este entonces tenía hecho ya un estudio completo de ella —la conocía mucho mejor, por ejemplo, que la habitación donde viviera durante tantos años.
Esto en cuanto a las paredes: inalterablemente eran cuatro; estaban pintadas de uniforme color amarillo; pero, a causa de la sombra que las cubría, el tono básico parecía oscuro y parejo, arcilloso como era, en comparación con el punto mudable donde pasaba el día el brillante reflejo de la ventana: allí, a la luz, quedaban en evidencia todas las pequeñas protuberancias de la gruesa pintura amarilla —hasta la ondulada curva de las marcas dejadas por el pincel— y allí estaba el familiar raspón que el precioso paralelogramo de sol alcanzaba a las diez de la mañana.