Una rasante corriente de aire que se aferraba a los talones, subía del polvoriento piso de piedra; un mezquino y raquítico eco habitaba en algún lugar del techo ligeramente cóncavo, que tenía una luz (con cables empotrados) en su centro —no, no exactamente en el centro: imperfección que irritaba dolorosamente la vista— y, en este mismo sentido, igualmente doloroso era el fracasado intento de pintar la puerta de hierro.
De los tres muebles —catre, mesa, silla— solamente esta última era movible. La araña también se movía. Allá arriba, donde comenzaba el nicho de la ventana, la bien alimentada bestezuela negra había hallado puntas donde soportar una excelente tela con la misma ingeniosidad qual desplegaba Marthe cuando encontraba, en el más ínverosímil de los rincones, un punto donde sujetar una cuerdita para poner a secar la ropa. Con las patas dobladas de modo tal que los peludos codos sobresalían a los costados, miraba con redondos ojos color avellana la mano con el lápiz extendida hacia ella, y comenzaba a retroceder sin apartar la vista. Le interesaba más tomar una mosca o una polilla de los largos dedos de Rodion y ahora, por ejemplo, en el rincón sudeste de la tela, colgaba una solitaria ala posterior de mariposa, roja como una cereza, de un sombreado sedoso y con rombos azules a lo largo de su dentado borde. Temblaba ligeramente por la delicada corriente de aire.
Las inscripciones de la pared: ya habían sido borradas. La lista de reglas había desaparecido. También se habían llevado —o se había roto— el clásico jarro con cavernarias aguas en sus resonantes profundidades. Todo era desnudo, temible y frío en esa cámara donde el carácter de prisión era eliminado por una neutralidad de sala de espera —sea de una oficina, hospital, o de cualquier otra cosa— cuando ya está anocheciendo y uno sólo siente el zumbido de los propios oídos... y el horror de esta espera estaba relacionado de algún modo con el centro incorrecto del techo.
Libros encuadernados en cuero como de zapatos color negro, yacían sobre la mesa que había sido cubierta, ya tiempo ha, por un hule a cuadros. El lápiz, que perdiera su esbelta longitud, estaba todo mordido y descansaba so— bre unas páginas escritas con violencia, y abandonadas en confuso montón. Allí estaba también tirada una carta para Marthe que Cincinnatus completara el día anterior, es decir, al día siguiente de la entrevista; pero no pudo resolverse a enviarla, y la había dejado allí un rato, como esperando de la carta misma el fruto que sus irresolutos pensamientos, que necesitaban otro clima, simplemente no podían lograr.
Ahora nos ocuparemos de la preciosa cualidad de Cincinnatus: su intotalidad carnal; el hecho de que gran parte de sí mismo estaba en un lugar completamente distinto, mientras sólo una porción insignificante de él vagaba perpleja por allí —un pobre, incierto, Cincinnatus, confiado, débil y tonto como es la gente en los sueños. Pero aun durante este sueño —todavía, todavía— su vida real se manifestaba en demasía.
La cara de Cincinnatus, transparente, pálida, con las mejillas hundidas cubiertas de pelusa y un bigote de tan delicada textura, que más parecía un rayo de sol desmelenado sobre su labio superior; la cara de Cincinnatus, pequeña y aún joven a pesar de todos los tormentos, con ojos escurridizos, ojos atemorizados de cambiantes matices, era, con respecto a sus expresiones, algo absolutamente inadmisible según las normas de quienes le rodeaban, especialmente ahora, que había cesado de fingir. La camisa desabrochada, la bata negra que se le abría, las zapatillas demasiado grandes para sus pies delgados, el casquete de filósofo en la punta de la cabeza y el agitar (¡después de todo había una corriente de aire que venía de alguna parte!) de sus cabellos transparentes sobre las sienes, completaban un cuadro cuya total indecencia es difícil de expresar con palabras —producto como era de mil insignificancias acumuladas apenas perceptibles: el suave perfil de sus labios, que parecían no dibujados, sino tocados por un maestro de maestros; la manera como agitaba sus manos vacías y todavía no sombreadas; los rayos ora vueltos a reunir en sus ojos animados; pero aun todo esto, analizado y estudiado, todavía no podía explicar totalmente a Cincinnatus: era como si un lado de su ser pasara a otra dimensión, como toda la complejidad del follaje de un árbol pasa de la sombra a la luz, de modo que no se puede distinguir exactamente dónde comienza la inmersión en el débil resplandor de un elemento diferente. Pa. recia como si en cualquier momento, en el curso de sus movimientos por el limitado espacio de la azarosa celda, Cincinnatus se desplazaría en forma tal que pasaría naturalmente y sin esfuerzo, a través de alguna hendidura del aire, a sus desconocidas bambalinas para desaparecer allí con la misma fácil suavidad con que el relampagueante reflejo de un espejo giratorio se mueve por sobre todos los objetos de la habitación y se desvanece de pronto como más allá del aire, dentro de una nueva dimensión del éter. Al mismo tiempo, todo en él respiraba una delicada, amodorrada, pero en realidad excepcionalmente fuerte, ardiente e independiente vida: sus venas del azul más azul, latían; saliva clara como el cristal, humedecía sus labios; la piel temblaba en sus mejillas y en su nuca, rodeada por desvanecida luz... y todo esto atormentaba a tal extremo al observador que le hacía anhelar hacer pedazos, desgarrar, destrozar totalmente esa descarada y fugaz carne, y todo cuanto ella implicaba y expresaba, toda esa libertad imposible y deslumbradora —basta, basta— no camines más, Cincinnatus, acuéstate en tu catre, así no excitarás, no irritarás... Y en verdad, Cincinnatus recibía el mensaje del ojo voraz que seguía todos sus movimientos desde la mirilla, y se recostaba indolente o se sentaba a la mesa y abría un libro.
La negra pila de libros que había sobre la mesa, comprendía: primero, una novela contemporánea que Cincinnatus no se había molestado en leer durante el período de su existencia en libertad; segundo, una de esas antologías publicadas en innumerables ediciones que condensan resúmenes y extractos de literatura antigua; tercero, ediciones encuadernadas de una vieja revista; cuarto, varios volúmenes pequeños de una obra escrita en un idioma desconocido que le llevaron por error —él no la había pedido. La novela era la famosa Quercus, y Cincinnatus ya había leído una buena tercera parte, alrededor de unas pul páginas. El protagonista era un roble. En el capítulo donde Cincinnatus había detenido la lectura, el roble estaba comenzando recién su tercer siglo; un simple cálculo sugería que hacia el final del libro el roble tendría por lo menos seiscientos años.
La idea de la novela era considerada la cima del pensamiento moderno. Siguiendo el gradual desarrollo del árbol (que crecía solo y poderoso a la orilla de un desfiladero a cuyos pies las aguas no cesaban de aturdir), el autor exponía todos los acontecimientos —o sombras de acontecimientos— de la historia, de los que el roble pudo haber sido testigo; ya era un diálogo entre dos guerreros que desmontaron de sus corceles —uno pinto, el otro oscuro— a fin de reposar bajo el fresco techo de su noble follaje; ya unos bandidos que se detenían allí y el canto de una damisela fugitiva; ya, bajo el azul zig-zag de la tormenta el apurado pasar de un caballero escapando de las iras reales; ya, sobre una capa desplegada, un cadáver temblando aún por el latir de las frondosas sombras; ya un breve drama en la vida de unos villanos. Había un párrafo de una página y media en el cual todas las palabras comenzaban con la letra p. Parecía como si el autor hubiera estado sentado con su cámara entre las más altas ramas del roble, espiando y cogiendo su presa. Varias imágenes de vida iban y venían, deteniéndose entre las verdes máculas de luz. Los períodos normales de inacción eran llenados por descripciones científicas del propio roble, desde el punto de vista de la dendrocronología, ornitología, coleopterología, mitología, o descripciones populares con toques de humor campesino. Entre otras cosas había una lista detallada de todas las iniciales grabadas sobre la corteza, con sus interpretaciones. Y, finalmente, se dedicaba no poca atención a la música de las aguas, la paleta de los atarde» ceres y las variaciones del tiempo.