Cincinnatus leyó durante un largo rato e hizo el libro a un lado. Este trabajo era sin duda alguna el mejor que produjera su época; sin embargo, superó a esas páginas con un sentimiento de melancolía, se afanó a través de ellas con sordo dolor, ahogando la historia en la corriente dé£ su propia meditación: ¿qué me importa todo esto, distante, engañoso, muerto; a mí, que me estoy preparando para morir? O si no comenzaba a imaginar cómo el autor, todavía joven y viviendo, así decían, en una isla del mar del Norte, moriría, y era algo curioso que el autor, con el tiempo necesariamente tenía que morir —era curioso porque la única cosa cruel y genuinamente indiscutible allí era solamente la misma muerte, la inevitable muerte física del autor.
La luz se movió por la pared. Rodion apareció con lo que él llamaba frühstück. Nuevamente se deslizó de entre sus dedos un ala de mariposa, que dejó sobre ellos polvo de color.
—¿Es posible que él no haya llegado? —preguntó Cincinnatus; no era la primera vez que hacía esta pregunta, que enojaba mucho a Rodion, quien otra vez no contestó.
—¿Y otra entrevista, eso me lo concederán? —preguntó Cincinnatus.
Preparándose para la acedía de costumbre, se acostó sobre el catre y, volviéndose hacia la pared, durante un largo, largo tiempo su mente dibujó allí, partiendo de las diminutas ampollitas de la satinada pintura y sus redondas sombritas; descubría, por ejemplo, un pequeño perfil con una gran oreja ratonesca; lo perdía, sin poder reconstruirlo. Este frío ocre olía a tumba, era gredoso y horrible, y sin embargo su vista aún persistía en elegir y correlacionar las minúsculas protuberancias necesarias; tan hambriento estaba de una vaga semblanza de un rostro humano. Finalmente se dio vuelta y, boca arriba, comenzó a examinar con la misma atención las sombras y las grietas del techo.
—De todos modos, han conseguido ablandarme —musitó Cincinnatus—. Me he vuelto tan débil que me lo podrán hacer con un cuchillito.
Durante un rato estuvo sentado en el borde del catre, las manos apretadas entre las rodillas, encorvado. Exhalando un estremecedor suspiro comenzó nuevamente a vagabundear. Es interesante, sin embargo, el lenguaje en que está escrito esto. El tipo ornado y apiñado, con puntos y perifollos dentro de las letras con forma de hoz, parecían ser orientales; traían el recuerdo de las inscripciones en las dagas de los museos. Estos viejos pequeños volúmenes, con sus hojas descoloridas... algunas teñidas con manchones oscuros.
El reloj dio las siete y al punto Rodion apareció con la cena.
—¿Usted está seguro que él todavía no ha llegado? —preguntó Cincinnatus.
Rodion estaba por partir pero se volvió al llegar al umbral.
—Debería darle vergüenza —dijo con un sollozo—, día y noche no hace usted nada..., le alimentan, le cuidan amorosamente, se agotan por su culpa, y usted sólo hace preguntas estúpidas. Debería tener vergüenza. Desagradecido.
El tiempo, susurrando suavemente, continuó corriendo. El aire en la celda se oscureció, y cuando era ya bastante denso la luz se hizo, muy formal, en el centro del techo —una dolorosa señal. Cincinnatus se desnudó y se metió en la cama con Quercus. El autor ya estaba llegando a la época civilizada, a juzgar por la conversación de tres alegres caminantes, Tit, Pud y El Judío Errante, que echaban tragos de vino de sus botas, sobre el frío musgo bajo el negro roble vespertino. —¿Nadie me salvará?—, preguntó de pronto Cincinnatus en alta voz (abriendo sus manos de mendigo, mostrando que nada tenía).
—Es posible que nadie lo haga —repitió Cincinnatus contemplando el implacable amarillo de las paredes con sus vacías palmas todavía extendidas.
La corriente de aire se transformó en una brisa. De la densa oscuridad superior cayó y rebotó sobre la manta una gran bellota falsa, dos veces más grande que la vida, espléndidamente pintada de un amarillo satinado, con su cascarón de corcho encerrándola como un huevo.
CAPITULO XII
Lo despertó un golpeteo sordo, como algo que arañaba y se destrozaba en alguna parte. Como cuando uno, habiéndose dormido sano se despierta febril después de medianoche. Escuchó estos sonidos durante largo rato —trup, trup, tock-tock-tock— sin pensar siquiera qué podrían significar; simplemente escuchaba, porque le habían despertado y porque sus orejas no tenían otra cosa que hacer. Trup, tap, arañar, destrizar —destrizar. ¿adónde? ¿A la derecha? ¿A la izquierda? Cincinnatus se incorporó un poco.
Escuchó —toda su cabeza se convirtió en un órgano auditivo; todo su cuerpo un corazón tenso; escuchó y comenzó a sacar consecuencias de ciertas pistas; la débil destilación de oscuridad dentro de la celda... la oscuridad se había instalado sobre el piso. Más allá de las rejas de la ventana, la noche estaba gris, eso indicaba que serían las tres o tres y media... Los guardias dormían al frío... Los ruidos venían de abajo... no, más bien, de arriba, no, no, de abajo, justo del otro lado de la pared, a ras del suelo, como una enorme rata arañando con garras de hierro.
Cincinnatus se sintió especialmente excitado por la concentrada seguridad de los sonidos, la insistente seriedad con que perseguían, en medio del silencio de la fortaleza, una quizá distante pero no por eso menos accesible meta. La respiración anhelante, con levedad de fantasma, como una hoja de papel de seda, se descalzó y en puntas de pie por el pegajoso, adhesivo —hacia el rincón de donde le parecía— le parecía —pero al acercarse, se dio cuenta de que estaba equivocado— el golpeteo era más a la derecha y más alto; se movió, y otra vez se confundió, chasqueado por la decepción auditiva que se produce cuando un sonido, cruzando en diagonal por la cabeza, es atrapado por el oído equivocado.
Sin darse cuenta, Cincinnatus tropezó contra la bandeja, que estaba en el piso junto a la pared. —¡Cincinnatus!— le reprochó la bandeja; y entonces el ruido cesó con abrupta intempestividad, la que llevó al escucha a un alentador raciocinio; y allí, parado, inmóvil, pisando la cuchara que estaba en la bandeja e inclinando su cabeza vacía, toda oídos, Cincinnatus sintió que el desconocido cavador también permanecía quieto y escuchando atentamente.
Pasó medio minuto y los ruidos, más quedos, más restringidos, pero más expresivos y prudentes, comenzaron otra vez. Volviéndose y quitando con cuidado el talón del cinc, Cincinnatus trató una vez más de acertar con el lugar; a la derecha, si uno está de cara a la puerta... sí, a la derecha, y, de todos modos, a lo lejos... ésta fue la única conclusión a la que pudo llegar después de escuchar largo rato. Finalmente emprendió el regreso al catre en busca de sus chinelas —no podía continuar allí parado descalzo— y asustó a la ruidosa silla, que nunca pasaba la noche en el mismo lugar, y nuevamente los ruidos cesaron, esta vez para siempre; es decir, podrían haberse reanudado después de un cauteloso intervalo, pero ya llegaba la mañana y Cincinnatus vio —con los ojos de su habitual imaginación— a Rodion, todo mojado por la humedad y abriendo en un bostezo su boca rojo vivo mientras se inclinaba sobre la escoba en el vestíbulo.