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Durante toda la mañana Cincinnatus pensó y calculó cómo podría hacer conocer su posición a los ruidos en caso de que éstos se repitieran. Una tormenta de verano, sencilla pero puesta en escena con buen gusto, se representaba afuera: la celda estaba tan oscura como al anochecer, se oían los truenos, ya sólidos y rotundos, ya agudos y crepitantes; y los relámpagos imprimían las sombras de los barrotes de la ventana en los lugares más inesperados. Al mediodía llegó Rodrig Ivanovich.

—Tiene usted compañía —dijo—, pero primero quiero averiguar...

—¿Quién? —preguntó Cincinnatus pensando al mismo tiempo: por favor, ahora no... (es decir, por favor, que no comience el golpeteo ahora).

—Vea usted, las cosas son así —dijo el director—, yo no estoy muy seguro de que usted desee... Vea usted, es su madre, votre mère, parait-il.

—¿Mi madre? —preguntó Cincinnatus.

—Vaya, sí —madre, mamita, mamá—, en resumen la mujer que le dio a usted la vida. ¿La hago pasar? Decídase pronto.

—...sólo la vi una vez en mi vida —dijo Cincinnatus—, y realmente no siento... no, no, no vale la pena. No, no tendría sentido.

—Como usted desee —dijo el director y salió.

Un instante después con un cortés requiebro, introducía en la celda a la diminuta Cecilia C, vestida con un impermeable negro. —Los dejaré solos—, agregó con benevolencia, —aun cuando está en contra del reglamento, a veces hay situaciones... excepciones... madre e hijo... consentiré...

Exit, retrocediendo como un cortesano.

Con su lustroso impermeable negro y sombrero con el ala baja atrás (que le daba la apariencia de un lobo de mar) Cecilia C. se quedó parada en medio de la celda, mirando fijamente a su hijo; se desabrochó el impermeable; se sorbió los mocos ruidosamente y dijo hablando a borbotones como era su costumbre. —Qué tormenta, qué barro, creí que nunca terminaría de subir hasta aquí, arroyos y torrentes viniéndoseme encima por el camino...

—Siéntese —dijo Cincinnatus—, no se quede ahí parada.

—Dirás lo que quieras, pero se está muy bien aquí —continuó ella sorbiendo sin parar y frotándose firmemente debajo de la nariz con el dedo, tal como si éste fuera un rallador de queso, haciendo arrugar y menearse la punta enrojecida. —Te diré una cosa, esto es muy tranquilo y limpio. A propósito, allá en la maternidad no tenemos habitaciones privadas tan grandes como ésta. Oh, qué cama —mi Dios, ¡mira el revoltijo que es tu cama!—. Dejó en el suelo su valija de partera, quitó ágilmente los guantes de algodón negro de sus manos pequeñas y movedizas, y agachándose sobre el catre comenzó a hacer la cama de nuevo. La espalda de su impermeable con lustre de foca, sus medias zurcidas...

—Así, ahora está mejor —dijo enderezándose; luego, con los brazos en jarras, miró interrogadoramente los libros amontonados sobre la mesa.

Tenía apariencia juvenil y todos sus rasgos eran el modelo de los de Cincinnatus, que los había emulado a su manera; el mismo Cincinnatus tenía vaga conciencia de tal parecido al contemplar la cara pequeña de nariz puntiaguda y los ojos saltones, luminosos. Su vestido era abierto en el frente, y dejaba ver un ángulo de piel pecosa tostada por el sol; en general, sin embargo, el integumento era el mismo del cual una vez había sido sacado un pedazo para Cincinnatus: una piel pálida, suave, con venas azul cielo.

—Vaya, vaya, aquí también habría que poner un poco de orden... —parloteó, y con la misma rapidez con que hacía todo lo demás, se ocupó de los libros, apilándolos uniformemente. Al pasar, llamó su atención la ilustración de una revista; pescó dentro del bolsillo de su impermeable un estuche en forma de riñon y, dejando caer las comisuras de los labios, se puso unos quevedos. —Esto es del 26 —dijo riendo—. Hace tanto tiempo, es difícil creerlo.

(Dos fotografías: en una el Presidente de las Islas, con una sonrisa dental, estrechaba la mano de la venerable bisnieta del último de los inventores en la estación de ferrocarril de Manchester; en la otra, un ternero con dos cabezas que había nacido en una granja del Danubio.)

Suspiró sin causa alguna, empujó el volumen hacia un costado, hizo saltar el lápiz, no lo cogió a tiempo, y dijo:

—¡Oops!

—Déjelo así como está —dijo Cincinnatus—. Aquí no puede haber desorden, sólo está un poco revuelto.

—Toma, te traje esto. (Sacó un paquete del bolsillo arreando al mismo tiempo con el forro.)

—Toma. Unos dulces. Para alegrarte el corazón.

Se sentó y sopló.

—Trepé y trepé, y finalmente llegué. Y ahora estoy cansada —dijo bufando deliberadamente; luego se desentendió de él y se quedó contemplando con vaga ansiedad la tela de araña allá en lo alto.

—¿Por qué ha venido? —preguntó Cincinnatus paseándose por la celda—. No es bueno para usted ni es bueno para mí. ¿Por qué? No por bondad ni por interés. Porque puedo ver perfectamente que usted está representando un papel, tanto como todos y todo aquí.

Y si me obsequian con tan inteligente parodia de una madre... Pero imagínese, por ejemplo, que yo hubiera depositado mis esperanzas en algún sonido lejano.

—¿Cómo puedo confiar en él, si hasta usted es un fraude? ¡Y habla usted de «dulces»! Por qué no «juguetitos» y por qué está mojado su impermeable y sus zapatos secos —ve, es un descuido, dígaselo de mi parte al director de escena. Culpable y precipitadamente, ella dijo:

—Pero tenía botas de goma, las dejé en la oficina, palabra de honor.

—Oh, suficiente, suficiente. No me dé explicaciones. Haga su papel, charle insustancialmente y no se preocupe; las cosas saldrán bien.

—Vine porque soy tu madre —dijo ella suavemente, y Cincinnatus rompió a reír.

—No, no, no lo haga degenerar en farsa. Recuerde, éste es un drama. Un poco de comedia, vaya y pase; aun así no se aleje demasiado de la estación. El drama puede partir sin usted. Haría mejor en... sí, le diré qué hacer: por qué no vuelve a contarme la leyenda sobre mi padre. Puede ser que se desvaneciera en la oscuridad de la noche, y nunca pudiera usted averiguar quién era o de dónde venía, es extraño...

—Sólo su voz, no vi su cara —respondió ella con la misma suavidad de antes.

—Eso es, eso es, represente para mí, creo que quizá pudiéramos hacer de él un marinero desertor —continuó descorazonadamente Cincinnatus chasqueando los dedos y paseando, paseando—, o un rústico salteador. O un avieso artesano, un carpintero... Vamos, pronto, piense algo.

—No comprendes —gritó ella (en su excitación se puso de pie e inmediatamente volvió a sentarse)—. Es verdad, no sé quién era: un vagabundo, un fugitivo, cualquier cosa es posible... Pero, por qué no puedes comprender... sí, era un día de fiesta, el parque estaba oscuro, y yo era aún una niña, pero eso no tiene importancia. Lo importante es que no era posible equivocarse. Un hombre que se quema vivo sabe perfectamente bien que no se está dando un remojón en nuestro Strop. Lo que quiero decir es, uno no puede equivocarse... Oh, ¿no comprendes?

—¿Comprender qué?

—Oh, Cincinnatus, él también era...

—¿Qué quiere decir «él también»?

—Él también era como tú, Cincinnatus...

La mujer bajó rápidamente la cabeza dejando caer los quevedos en el hueco de su mano.