Cogió la sumisa silla y la golpeó fuertemente, primero contra el piso, luego varias veces contra la pared, tratando por lo menos, con la ayuda del ritmo, de dar cierto sentido a su golpeteo y, en verdad, quien perforaba la noche se detuvo primero, como dilucidando si los golpes eran amigos o no. Y de pronto reanudó su tarea con un sonido tan jubilosamente animado, que Cincinnatus estuvo seguro de que su respuesta había sido comprendida.
Ahora sabía que alguien se dirigía hacia él; que era a él quien quería rescatar, y, mientras seguía golpeando las partes más sensibles de la piedra, fue repitiendo —en otros registros y claves, más amplios, más complejos, más encantadores— los simples ritmos del principio.
Ya estaba pensando en cómo preparar un alfabeto, cuando notó que no la luna, sino una distinta y no invitada luz, diluía la oscuridad, y apenas lo hubo notado, cesaron los ruidos. Durante bastante rato se escucharon desmoronamientos, pero también esto cesó gradualmente; y era difícil imaginar que tan poco tiempo atrás la quietud de la noche había sido invadida por una persistente actividad, por una criatura resoplante, resollante, con el hocico aplastado, cavando con frenesí como un sabueso tras un tejón.
A través de este frágil ensueño vio entrar a Rodion y ya era pasado mediodía cuando despertó del todo, y pensó, como siempre, que ese todavía no era el día final, pero pudo haberlo sido con tanta facilidad como podría serl el día siguiente. Pero éste estaba todavía demasiado lejos.
Todo el día escuchó con atención el zumbido de su oídos, sobándose las manos como cambiando en silencio con su propio yo un apretón de manos de bienvenida; caminó alrededor de la mesa donde yacía la carta aún sin enviar; recordó la mirada de su visita del día anterior, fugaz, sobrecogedora, como un hiato en esta vida; escuchó con gusto los correteos de Emmie. Bien, por qué no alimentarse con gachas de esperanza, este espeso y dulce líquido... mis esperanzas todavía viven... y aunque por lo menos ahora, por lo menos aquí, donde la soledad merece tan alta estima, podría dividirse en dos partes solamente en lugar de multiplicarse como hacía —ruidosa, múltiple, absurda, de modo que yo ni siquiera podía acercarme a ti y tu terrible padre casi me rompió las piernas con su bastón... por esto es que escribo —éste es mi último intento de explicarte lo que ocurre, Marthe... haz un esfuerzo excepcional y comprende, aunque sea a través de una niebla, aunque sea con un rincón de tu cerebro, pero comprende lo que ocurre, Marthe, comprende que me van a matar— ¿es que es tan difícil? —no te pido largos lamentos de viuda o lilas de duelo, pero te imploro, no necesito tanto —ahora, hoy— simplemente, asústate como un niño porque me van a hacer algo terrible, algo vil que enferma, y te hace gritar tanto en medio de la noche que aunque escuchas aproximarse a la niñera con su shh... shh..., aún sigues gritando; así es como debes tener miedo, Marthe, aunque me ames poco, aun así debes comprender, aunque sea sólo por un instante; y luego puedes volver a olvidar. ¿Cómo puedo sacudirte? Oh, nuestra vida fue horrible, horrible, pero con eso no puedo conmoverte. Al principio traté con todas mis fuerzas, pero, bien lo sabes, nuestros ritmos eran diferentes e inmediatamente quedé atrás. Dime, ¿cuántas manos han palpado la pulpa que ha crecido tan generosamente alrededor de tu almita dura y amarga? Sí, como un fantasma vuelvo a tus primeras traiciones y las recorro aullando, arrastrando mis cadenas. Los besos que espié... los tuyos y los de él, aunque parecían más una especie de alimento asiduo, sucio y ruidoso. O cuando tú, con los ojos apretados devorabas una jugosa pera, y entonces, habiendo terminado, pero tragando todavía, con la boca aún llena, tú, caníbal, tus ojos ahora vidriosos, tus dedos extendidos, tus inflamados labios brillantes, tu mentón tembloroso aún cubierto de gotas de nubloso jugo que caían sobre tu pecho desnudo, mientras el Príapo que te había alimentado, de pronto, con un convulsivo juramento volvía su inclinada espalda hacia mí que entraba en la habitación en mal momento. «Todas las grutas son buenas para Marthe», decías con cierta dulce y fangosa humedad en la garganta —y si vuelvo a todo esto es para arrancarlo de mi sistema, para purgarme— y también para que sepas, para que sepas... ¿Qué? Quizás te confunda con otra persona, después de todo, cuando pienso que me comprenderás, como un loco confunde a sus visitantes con galaxias, logaritmos, hienas de ancas bajas —pero también hay locos— y son invulnerables —que se tienen por locos— y aquí se cierra el círculo. Marthe, en uno de esos círculos giramos tú y yo —¡oh, si pudieras salirte por sólo un instante!— luego podrías volver, te lo prometo... Yo no te pido mucho, sólo una pausa, un instante, y que comprendas que me asesinan, que estamos rodeados de muñecos y que tú misma lo eres también. No sé por qué me atormentaban tanto tus traiciones; en realidad sí lo sé, pero no conozco las palabras que debo elegir para hacerte comprender por qué me atormentaban tanto. Tales palabras no vienen en el tamaño pequeño que se adapta a tus necesidades diarias. Y sin embargo probaré nuevamente: «¡Me asesinan!» —está bien, todos juntos otra vez: «¡Me asesinan!»— y otra vez: «¡Asesinan!»... Quiero escribir esto en forma tal que te tengas que tapar las orejas, esas orejas membranosas y simiescas que escondes bajo las hebras de tus hermosos y femeninos cabellos —pero las conozco, las veo, las pellizco, cositas frías, las molesto con mis dedos para caldearlas de alguna forma, darles vida, humanizaras, forzarlas a escucharme. Marthe, quiero que obtengas otra entrevista y, desde luego, ¡ven sola, ven sola! La así llamada vida ha terminado para mí; ante mí se alza el patíbulo y mis carceleros se las han arreglado para llevarme a un estado tal que mi escritura —ves— es la de un borracho —pero no importa, tendré bastantes fuerzas. Marthe, para una conversación tal contigo, como nunca habíamos mantenido, por eso es tan necesario que vuelvas y no pienses que esta carta es falsificada— soy yo, Cincinnatus, quien la escribe; soy yo, Cincinnatus, quien llora, y quien estaba, en realidad, caminando alrededor de la mesa, y quien, cuando Rodion le trajo su cena, dijo:
—Esta carta. Le pido que esta carta... Aquí está la dirección...
—Será mejor que aprenda a tejer como los demás —gruñó Rodion—, así me puede tejer una rodillera. Escritor, ¡ah! ¿Acaba usted de ver a su mujer, no es cierto? —Intentaré preguntárselo, de todos modos —dijo Cincinnatus—. ¿Hay otros prisioneros aquí, además de mí y del bastante molesto Pierre?
Rodion enrojeció pero guardó silencio. —¿Y el verdugo, no ha llegado aún? —preguntó Cincinnatus.
Rodion estaba por cerrar furiosamente la ya chirriante puerta, pero, como el día anterior, apareció, con las chinelas de cuero marroquí crujiendo, el rayado cuerpo de jalea temblorosa, las manos sosteniendo un juego de ajedrez, naipes, otros juegos de salón...
—Mis humildes respetos al amigo Rodion —dijo M'sieur Pierre con su voz de dulzaina, y, sin perder el paso, tembloroso, crujiente, entró en la celda.
—Veo —dijo, sentándose—, que el querido sujeto se llevó una carta. Debe haber sido la que estaba ayer sobre la mesa, ¿eh? ¿Para su esposa? No, no, una simple deducción, no leo las cartas de los demás, aunque es verdad que estaba bien a la vista mientras jugábamos a los naipes. ¿Qué le parece un poco de ajedrez para hoy?
Desplegó un tablero de tela de lana y con su mano gordezuela, doblando el dedo meñique, colocó las piezas, que estaban talladas en pan amasado según la receta de un viejo prisionero, tan duras que hasta una piedra podría envidiarlas.