—Bueno —M'sieur Pierre se dirigió a Cincinnatus—, ¿qué dice usted a todo esto?
—¿Qué espera que diga? —dijo éste—. Una tontería pesada e inoportuna.
—Es incorregible —exclamó Rodrig Ivanonich.
—Es sólo pose —dijo M'sieur Pierre con una siniestra sonrisa de porcelana—. Créame, se siente bastante tocado, muy tocado, por toda la belleza del fenómeno que he descrito.
—... Pero no comprende ciertas cosas —intervino llanamente Rodrig Ivanovich—. No comprende que si él ahora admite honestamente que su proceder es equivocado, admite honestamente que le gustan las mismas cosas que a usted y a mí —por ejemplo, la sopa de tortuga como primer plato— dicen que es excepcionalmente buena —es decir, sólo quiero recalcar que si fuera honesto en admitir y se arrepintiera— sí, arrepintiera —ése es mi punto de vista— entonces podría haber una remota, no quiero decir esperanza, pero no obstante...
—Dejé afuera la parte sobre la gimnasia —murmuró M'sieur Pierre consultando su rollito—. ¡Qué pena!
—No, no, habló usted muy bien, muy bien —suspiró Rodrig Ivanovich—. No pudo hacerlo mejor. Despertó en mí ciertos deseos que habían estado dormidos por décadas. ¿Se queda un rato más? ¿O viene usted conmigo?
—Con usted. Hoy está de malas. Ni siquiera lo ve a uno. Le ofrece usted reinos, y él se amodorra. Y yo pido tan poco... una palabra, un gesto. Bueno, no hay nada que hacer. Vámonos, Rodrig.
Poco después que partieron se apagó la luz y Cincinnatus se dirigió al catre a oscuras (¡qué desagradable encontrar las cenizas ajenas, pero no hay otro lugar donde acostarse!) y, liberándose de su melancolía con un crujido de vértebras y cartílagos, se estiró, respiró hondo y contuvo el aliento más de un cuarto de minuto. Quizá no eran más que albañiles. Haciendo reparaciones. Un engaño auditivo: quizá todo ocurre lejos, muy lejos (espiró). Yacía de espaldas, moviendo los dedos de los pies que salían de debajo de la manta, y volviendo su cara ora hacia la salvación imposible, ora hacia la inevitable ejecución. La luz volvió a brillar.
Rascándose por debajo de la camisa el pecho cubierto de vello rojo, Rodion entró a buscar el banquillo. Habiéndolo encontrado se sentó prestamente en él y con un fuerte gruñido, apoyando la cara en sus enormes palmas, pareció dispuesto a echarse un sueñecito.
—¿No ha llegado todavía? —preguntó Cincinnatus. Rodion se levantó al instante y salió con el banco. Click. Oscuro.
Quizá porque hubiera transcurrido ya un período integral de tiempo —dos semanas— desde el juicio, quizá porque los ruidos amigos le prometían un cambio de fortuna, Cincinnatus dedicó esa noche a repasar mentalmente las horas que había pasado en la fortaleza. Cediendo involuntariamente a la tentación de un desenvolvimiento lógico, forjando involuntariamente (¡ten cuidado, Cincinnatus!) una cadena con todas las cosas que eran completamente inocuas mientras permanecieran deseslabonadas, insufló lo insensato con sensatez y lo inanimado con vida. Con la oscuridad de piedra como telón de fondo, permitió que desfilaran iluminados por un reflector todos sus visitantes habituales —era la primera vez que su imaginación se mostraba tan condescendiente con ellos—. Allí estaba su tedioso pequeño coprisionero, con su cara brillante parecida a la manzana de cera que el chacotero cuñado de Cincinnatus le llevara días atrás; allí estaba el inquieto, encorvado abogado, sacando los puños de su camisa fuera de las mangas de la levita; allí estaba el sombrío bibliotecario, y, con su liso tupé negro, el corpulento Rodrig Ivanovich, y Emmie, y toda la familia de Marthe, y Rodion, y otros, confusos guardias y soldados —y al evocarlos— sin creer en ellos, quizás, pero aun así evocándolos, Cincinnatus les confería el derecho a existir, los confirmaba, los nutría con sí mismo. Agregada a todo esto estaba la posibilidad de que, en cualquier momento, los excitantes ruidos pudieran reanudarse, posibilidad que tenía el efecto de un embriagador anticipo musical —de modo que Cincinnatus se encontraba en un extraño, trémulo y peligroso estado— y el reloj distante sonó una especie de creciente exultación... y ahora emergiendo de la oscuridad, las iluminadas figuritas se tomaron de la mano y formaron una rueda, y poniéndose ligeramente de lado, balanceándose, remoloneando, comenzaron un movimiento circular, que primero fue tieso y lento, pero que gradualmente se fue haciendo más firme, libre y rápido, y ahora giraban hombros y cabezas pasaban y volvían a pasar cada vez más rápido por las bóvedas de piedra, y el infaltable payaso de todas las rondas que levantaba sus pies más alto que los demás para divertir a sus compañeros más atildados, lanzaba sobre las paredes los grandes zigzags de sus horribles cabriolas.
CAPÍTULO XV
La mañana pasó tranquilamente, pero a eso de las cinco de la tarde comenzó un ruido de fuerza demoledora; fuera quien fuera trabajaba con ahínco y alborotaba desvergonzadamente; en realidad, sin embargo, no estaba mucho más cerca que el día anterior.
De repente ocurrió algo extraordinario: cierto obstáculo interior cedió, y ahora los ruidos sonaron con tal viva intensidad (habiendo en un instante hecho la transición del foro a la boca del escenario, justo hasta las candilejas), que era obvia su proximidad: allí mismo estaban, detrás de la pared, que se fundía como hielo y que en cualquier momento se quebraría.
Y entonces el prisionero decidió que era tiempo de actuar. Con prisa febril, tembloroso, pero así y todo tratando de controlarse, se levantó y se puso los zapatos de goma, los pantalones de lino y la chaqueta que llevara cuando fuera arrestado; encontró un pañuelo, dos pañuelos, tres pañuelos (una veloz visión de retazos atados unos a otros); por si acaso, se echó al bolsillo un trozo de cuerda que todavía tenía prendida una manijita de maderapara llevar paquetes (no entró entera... la punta quedó colgando afuera); corrió hacia la cama con intención de extender sobre ella la almohada y cubrirla con la manta para que diera la impresión de un hombre dormido; pero no lo hizo; en cambio se abalanzó sobre la mesa con el propósito de apoderarse de sus escritos; pero también ahora cambió de dirección a mitad de camino, pues los triunfantes, locos, demoledores golpes confundían sus pensamientos... Estaba allí parado, recto como una flecha, las manos en las costuras, cuando cumpliéndose sus sueños al pie de la letra, la pared amarilla crujió a una yarda del suelo dibujando un relámpago, se combó inmediatamente por la presión interior, y al instante se desmoronó con enorme estrépito.
Y del negro agujero, en medio de una nube de escombros, pico en mano, todo espolvoreado de blanco, sacudiéndose como un pescado gordo entre el polvo y reventando de risa, salió M'sieur Pierre, y justo detrás suyo, pero a lo cangrejo, el gordo trasero primero, con un rasgón por donde asomaba un penacho de algodón blanco, sin chaqueta, y cubierto también por toda clase de manipostería, también riendo a carcajadas, apareció Rodrig Ivanonich. Habiendo salido del agujero, ambos se sentaron en el piso dominados por una risa incontrolable que abarcaba todas las gamas, desde la carcajada a la risita y vuelta a empezar, con chillidos lastimeros en los intervalos entre explosión y explosión, y dándose todo el tiempo con el codo y cayéndose uno encima del otro...
—Somos nosotros, somos nosotros, somos nosotros —consiguió decir finalmente M'sieur Pierre con gran esfuerzo, volviendo su cara blanca de tiza hacia Cincinnatus, mientras su pequeña peluca amarilla se levantaba con un cómico silbido y volvía a caer.