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—Somos nosotros —dijo Rodrig Ivanovich con insólito falsete, y comenzó otra vez a reírse a carcajadas levantando sus piernas fofas cubiertas con las grotescas polainas a la Auguste.

—¡Oop! —dijo M'sieur Pierre que repentinamente se había serenado; se puso de pie y, dando palmas, contempló el agujero. ¡Vaya trabajito que hemos hecho, Rodrig Ivanovich! Vamos, levántese, amigo mío, ya es suficiente. ¡Vaya trabajo! ¡Oh!, bueno, ahora podemos hacer uso de tan espléndido túnel... Permita usted que le invite, querido vecino a tomar un vaso de té conmigo...

—Si usted insiste... —murmuró Cincinnatus y, como a un lado estaba parado el blanco, sudado M'sieur Pierre, listo para rodearlo con sus brazos y empujarlo dentro, y, en el otro se encontraba Rodrig Ivanovich, también con los brazos abiertos, los hombros desnudos, y con la pechera postiza desprendida y torcida, ambos tomando impulso antes de echársele encima, Cincinnatus siguió el único camino posible, es decir, el que le habían indicado. M'sieur Pierre le empujaba suavemente, ayudándole a arrastrarse dentro de la abertura.

—Reúnase con nosotros —le dijo a Rodrig Ivanovich, pero éste se excusó aduciendo estar mal arreglado.

Aplastado y con los ojos fuertemente cerrados, Cincinnatus se arrastró a cuatro patas; M'sieur Pierre lo seguía, y la oscura boca de lobo, llena de crujidos y desmoronamientos, estrujaba a Cincinnatus por todos lados, le apretaba el espinazo, le pinchaba las palmas y las rodillas; varias veces se encontró en un callejón sin salida, y entonces M'sieur Pierre le tiraba de las pantorrillas haciéndole retroceder, y a cada instante una esquina, algo que sobresalía, cualquier cosa, golpeaba fuertemente contra su cabeza, y constantemente se sentía vencido por tan terrible y dolorosa melancolía que de no tener un resollante compañero embistiéndole de atrás, se habría dejado caer y se hubiera muerto allí mismo. Por fin, sin embargo, después que se arrastraran durante largo rato a través de la estrecha, profunda oscuridad (en un lugar, a un costado, un farol rojo impartía un apagado brillo a la negrura), después del encierro, la ceguera y la falta de aire, una pálida luminosidad se expandía a la distancia: una última vuelta y por fin la salida; torpe y mansamente Cincinnatus se dejó caer en el piso de piedra, dentro de la soleada celda de M'sieur Pierre.

—Bienvenido —dijo su anfitrión saltando detrás de él. Inmediatamente hizo aparecer un cepillo y comenzó diestramente a cepillar al parpadeante Cincinnatus restringiendo y suavizando los golpes en cualquier área que pudiera resultar sensible. Mientras lo hacía se inclinó y continuó dando vueltas alrededor de Cincinnatus como envolviéndolo en una red, mientras éste permanecía perfectamente quieto, pasmado ante cierto pensamiento extraordinariamente simple; pasmado, más bien, no por el pensamiento en sí, sino por el hecho de que no se le hubiera ocurrido antes.

—Con su permiso, me cambiaré —dijo M'sieur Pierre. Y se quitó la polvorienta chaqueta de lana; por un instante, con fingida casualidad, flexionó su brazo, contemplando de lado sus bíceps turquesa y blanco y exhalando su hedor característico. Alrededor de su tetilla izquierda tenía un tatuaje original —dos hojas verdes— de modo que la tetilla misma parecía un capullo de rosa (hecha de mazapán y angélica confitada).

—Siéntese, por favor —dijo poniéndose una bata de brillantes arabescos—. Esto es todo lo que tengo, pero es mío. La habitación, como usted verá, es casi igual a la suya. Sólo que la mantengo limpia y la he decorado..., la he decorado lo mejor posible. (Suspiró ligeramente como presa de incontrolable excitación.)

La he decorado. El calendario de pared con la acuarela de la fortaleza al atardecer, señalaba un día en rojo. Una mancha hecha de piecitas de paño multicoloras, cubría el catre. Sobre éste sujetas con chinches colgaban lujuriosas fotografías y un retrato formal de M'sieur Pierre; un abanico de papel mostraba sus marcados pliegues por detrás del borde del marco. Sobre la mesa había un álbum de piel de cocodrilo, brillaba la esfera de un reloj de viaje, de oro, y media docena de aterciopelados pensamientos miraban en varias direcciones por sobre el bruñido borde de un jarro de porcelana que ostentaba un paisaje alemán. En un rincón de la celda había un estuche grande, que posiblemente contenía algún instrumento musical.

—Me siento extremadamente feliz de tenerle a usted aquí —decía M'sieur Pierre que iba y venía pasando siempre a través de un oblicuo rayo de sol en el que aún danzaban motas de polvo.

—Siento que en la última semana hemos llegado a ser tan buenos amigos; nos hemos entendido tan bien, tan afectuosamente, como muy rara vez ocurre. Creo que le interesa saber qué hay allí dentro. Permítame (contuvo el aliento), permítame terminar y se lo mostraré...

—Nuestra amistad —continuó M'sieur Pierre caminando y resollando ligeramente— ha florecido en la atmósfera de invernáculo de una prisión, donde ha sido alimentada por las mismas alarmas y las mismas esperanzas. Creo que le conozco a usted ahora mucho mejor que cualquier otra persona en el mundo entero, y con toda seguridad más íntimamente que su propia esposa. Por lo tanto, hallo particularmente penoso que usted sea despreciativo o desconsiderado con la gente... Ahora mismo, por ejemplo, cuando aparecimos ante usted tan alegremente, volvió a insultar a Rodrig Ivanovich con su supuesta indiferencia ante la sorpresa en la cual había tomado parte tan amable, tan enérgicamente; y no olvide que él ya no es joven, y tiene muchos problemas personales. No, no hablemos de esto ahora... Solamente deseaba dejar sentado que a mí no se me escapa la más íntima sombra de sus sentimientos, y por lo tanto siento personalmente que la tan mentada acusación no es completamente justa... Para mí es usted ta transparente como —perdone el sofisticado símil— un novia ruborosa es transparente a la mirada de un novi experimentado. No sé qué me ocurre con la respiración. Algo anda mal —perdóneme, me pasará en seguida—. Pero si yo he hecho un estudio tan detenido de su persona y —¿por qué mantenerlo en secreto?— me he encariñado tanto, tanto con usted, entonces usted también, necesariamente, tiene que haberme conocido a mí, haberse acostumbrado a mi persona; más aún, se habrá encariñado conmigo como yo con usted. Obtener una amistad tal, ésa fue mi primera tarea, y parece que la he cumplido exitosamente. Exitosamente. Ahora tomaremos el té. No puedo entender por qué no lo traen.

Apretándose el pecho se sentó a la mesa frente a Cincinnatus, pero volvió a levantarse al instante; de abajo de su almohada sacó un bolso de cuero marroquí; del bolso una funda de gamuza y de la funda una llave; se dirigió hacia el rincón donde estaba el estuche.

—Veo que está usted asombrado de mi prolijidad —dijo mientras inclinaba cuidadosamente el estuche, que tenía apariencia de ser pesado e incómodo de manejar.

—Pero verá usted, la prolijidad adorna la vida de un solterón solitario, que así se prueba a sí mismo...

Lo abrió. Allí, sobre terciopelo negro, yacía una enorme y lustrosa hacha.

—... se prueba a sí mismo que sí tiene un pequeño nido... Un pequeño nido —continuó M'sieur Pierre cerrando nuevamente el estuche, apoyándolo contra la pared y apoyándose él mismo—; un pequeño nido digno de él, que ha construido, llenado con su fantasía... En general, esto da lugar a una importante tesis filosófica, pero por ciertos indicios me parece que ni usted ni yo estamos ahora para filosofar. ¿Sabe qué? Éste es mi consejo: tomaremos nuestro té más tarde; conque, ahora mismo, vuelva a su habitación y recuéstese un rato. Sí, vaya. Ambos somos jóvenes. No debe permanecer usted aquí un minuto más. Mañana se lo explicarán, pero ahora, por favor, vayase. Yo también estoy excitado. Yo también he perdido el control absoluto sobre mí mismo; debe comprenderlo...