Cincinnatus trataba tranquilamente de abrir la puerta cerrada con llave.
—No, no, use nuestro túnel. No hemos hecho todo ese trabajo para nada. Arrástrese, arrástrese. Tapé el agujero con una cortina, si no quedaría feo. Vaya...
—Sin ayuda —dijo Cincinnatus.
Se metió dentro de la negra abertura, lastimándose otra vez las rodillas comenzó a avanzar en cuatro patas, más y más hondo dentro de la estrecha oscuridad. M'sieur Pierre le gritó algo sobre el té y luego aparentemente corrió la cortina, pues de inmediato Cincinnatus perdió todo contacto con la brillante celda de donde acababa de salir.
Respirando con dificultad el aire enrarecido, chocando con agudas protuberancias —y esperando sin preocuparse demasiado que el túnel se derrumbara— Cincinnatus andaba a tientas por el tortuoso pasadizo y, cuando daba con algún callejón sin salida, retrocedía como un paciente animal y volvía para atrás; luego, una vez que encontraba la continuación del túnel, seguía arrastrándose. Sentía impaciencia por descansar sobre algo mullido, aun cuando esto fuera su propio catre, taparse la cabeza con las cobijas y no pensar en nada. El viaje de regreso se hacía demasiado largo, de modo que, despellejándose los hombros, comenzó a apresurarse mucho más de lo que su constante aprensión de dar con un punto muerto se lo permitía. El encierro lo mareó, y ya estaba decidido a detenerse, a echarse allí mismo, a imaginar que estaba en la cama y así dormirse, cuando abruptamente el terreno por el cual se arrastraba comenzó a ascender, y vislumbró el destello de una grieta rojiza a lo lejos, y recibió una bocanada de humedad y moho, como si hubiera pasado de las entrañas de la fortaleza a una cueva natural, y del techo bajo colgaban, como arrugadas frutas, murciélagos embozados sujetos de una sola garra, cabeza abajo; la grieta se abrió en una hoguera de luz y le llegó una brisa de aire fresco del atardecer, y Cincinnatus se arrastró de una hendedura en la roca, hacia la libertad.
Se encontró sobre uno de los muchos taludes cubiertos de césped que, cual olas verde oscuro, rompían en distintos niveles entre las rocas y terraplenes de la fortaleza. Al principio lo marearon tanto la libertad, la altura y el espacio abierto, que se aferró al húmedo césped y apenas si notó otra cosa que los fuertes chillidos vespertinos de las golondrinas que cortaban el aire multicolor con sus negras tijeras; la luz del atardecer había invadido la mitad del cielo; y, justo detrás de su cabeza se alzaban con terrible rapidez los ciegos escalones de piedra de la fortaleza, de entre los cuales él se deslizara como una gota de agua, mientras a sus pies se abrían fantásticos precipicios y se arrastraban neblinas perfumadas por los tréboles.
Recobró la respiración y se acostumbró al resplandor que le encandilaba, al temblor de su cuerpo, al impacto de la libertad que reverberaba a lo lejos y lo inundaba. Pegó la espalda a la roca y contempló el brumoso paisaje. Allí abajo, donde ya se había instalado el crepúsculo, apenas si pudo discernir a través de los mechones de bruma la ornada joroba del puente. Más lejos, del otro lado, la borrosa ciudad azul con sus ventanas como pavesas, todavía tomaba prestada la luz al crepúsculo o quizá se había iluminado de su propio peculio; podía determinar cómo eran enhebradas las brillantes cuentas de las luces que se iban encendiendo a lo largo de Steep Avenue, y en su extremo superior había un arco delicado y excepcionalmente distinto. Más allá de la ciudad, todo titilaba débilmente, se mezclaba y disolvía; pero sobre los invisibles Gardens, en las rosadas profundidades del cielo se veía una cadena de ardientes y traslúcidas nubecillas y se extendía un largo banco violeta con llameantes grietas a lo largo de su borde inferior —y mientras Cincinnatus miraba, lejos, muy lejos, una colina cubierta de robles brilló con verde veneciano y lentamente se hundió en las sombras.
Borracho, débil, resbalando sobre el áspero césped y recobrando el equilibrio, echó a andar cuesta abajo, y de pronto, detrás una saliente del talud donde un matorral de zarzas negras susurró su advertencia, Emmie saltó frente a él con la cara y las piernas rosadas por el atardecer, y, tomándole fuertemente de la mano le arrastró consigo. Todos sus movimientos denunciaban excitación, arrebatada ansiedad.
—¿Dónde vamos? ¿Abajo? —preguntó vacilante Cincinnatus riendo de impaciencia. Rápidamente ella le guió a lo largo del muro de la fortaleza. Una pequeña puerta verde se abría en el muro. Imperceptiblemente bajaron la escalera. Nuevamente crujió una puerta; del otro lado había un oscuro pasadizo donde se amontonaban baúles, un ropero y una escalera apoyada contra la pared; se olía a kerosene; estaba claro que habían entrado al departamento del director por la puerta trasera, ya que, sin apretarle tanto los dedos, soltándoselos sin darse cuenta, Emmie le condujo a un comedor donde se hallaban todos sentados bebiendo té alrededor de una iluminada mesa ovalada. La servilleta de Rodrig Ivanovich cubría ampliamente su pecho; su mujer —delgada, pecosa, con pestañas blancas— pasaba los pretzels a M'sieur Pierre, que vestía una camisa rusa con gallos bordados; en una canasta junto al samovar había ovillos de lana de color y brillantes agujas de tejer. Una arrugada viejecita de nariz aguileña, con cofia y chal negro, estaba encorvada en uno de los extremos de la mesa. Cuando vio a Cincinnatus el director se quedó con la boca abierta, y algo le corrió por una de las comisuras.
—¡Pfui, criatura desobediente! —le dijo la esposa del director a Emmie con ligero acento alemán.
M'sieur Pierre, que estaba revolviendo su té, bajó los ojos modestamente.
—¿Qué quiere decir esta escapada?-preguntó Rodrig Ivanovich a través del goteante jugo de melón—. ¡Para no mencionar el hecho de que está contra todas las reglas!
—Déjelos —dijo M'sieur Pierre sin levantar los ojos—. Después de todo, son dos niños.
—Ya terminan sus vacaciones, y quiere hacer su última travesura —señaló la esposa del director.
Emmie se sentó a la mesa arrastrando su silla deliberadamente, ajetreándose y mojándose los labios, y habiéndose olvidado por completo de Cincinnatus, comenzó a esparcer azúcar (que inmediatamente tomó un color anaranjado) sobre su afelpada tajada del melón; hecho esto se dedicó a morderla diligentemente, sosteniéndola de las puntas, que le llegaban a las orejas, y empujando a su vecino con el codo. Éste continuaba sorbiendo el té, sosteniendo la cuchara fuera del vaso entre el segundo y tercer dedos, pero disimuladamente metió la mano izquierda debajo de la mesa. —¡Eek! —gritó Emmie y pegó un salto como si le hicieran cosquillas, pero sin quitar la boca del melón.
—Siéntese allí por ahora —dijo el director indicándole a Cincinnatus con su cuchillo de fruta un sillón verde cuyo respaldo tenía una cubierta que se destacaba en la adamascada oscuridad junto a los pliegues de las cortinas de la ventana—. Cuando terminemos lo llevaré de vuelta. Le dije que se siente. ¿Qué le pasa a usted? ¿Qué le sucede a éste? ¡Qué tipo estúpido!
M'sieur Pierre se inclinó hacia Rodrig Ivanovich y ruborizándose ligeramente, le comunicó algo.
La laringe de éste último emitió un trueno corriente.
—Bueno, felicitaciones, felicitaciones —dijo reprimiendo con dificultad la alegría de su voz—. ¡Ésta sí que es una buena noticia! Ya es tiempo de que se lo diga a él —todos nosotros...— Miró a Cincinnatus y estaba ya a punto de lanzarse a un ceremonioso...
—No, todavía no, querido amigo, no me ponga en aprietos —murmuró M'sieur Pierre tocándole la manga.
—En todo caso, no me rechazará usted otro vaso de té —dijo Rodrig Ivanovich juguetonamente, y luego, después de un momento de reflexión y un poco de mordisqueo, se dirigió a Cincinnatus.