(Cincinnatus encontró en su bolsillo de su americana un trozo de papel metálico de un bombón y pausadamente empezó a sobarlo).
—Y así, caballeros, para establecer las más amigables relaciones con el condenado, me mudé a una sombría celda como la suya, vestí de prisionero igual que él, sino más. Mi inocente mentira debía tener éxito, y por lo tanto me es ajeno el remordimiento; pero no quiero que el cáliz de nuestra amistad sea envenenado por la más ligera gota de amargura. A pesar del hecho de que hay testigos presentes y que me sé absolutamente en la razón, os pido (extendió su mano a Cincinnatus) vuestro perdón.
—Sí, eso es realmente tacto —dijo el director en voz baja, y sus inflamados ojos de rana se humedecieron; sacó su pañuelo doblado y estaba por frotarse su palpitante párpado, pero lo pensó mejor y en lugar de ello fijó una severa y expectante mirada en Cincinnatus. El abogado también miró, pero sólo de pasada, mientras movía silenciosamente sus labios que habían comenzado a parecerse a su escritura, esto es, sin romper su conexión con el renglón, que se había separado del papel pero estaba listo para reasumir su curso sobre él al instante.
—¡Su mano! —gritó el director dando tal golpe sobre la mesa que se lastimó el pulgar.
—No, no lo fuerce si no quiere hacerlo —dijo M'sieur Pierre gentilmente—. Después de todo es sólo una formalidad. Continuemos.
—Oh, virtuoso —trinó Rodrig Ivanovich lanzando a M'sieur Pierre una mirada tan húmeda como un beso.
—Continuemos —dijo M'sieur Pierre—. Durante este tiempo he conseguido establecer una firme amistad con nii vecino. Pasamos...
Cincinnatus miró bajo la mesa. Por alguna razón M'sieur Pierre se turbó, comenzó a inquietarse y observó el suelo de reojo. El director, levantando una esquina del hule, también miró hacia abajo y luego lanzó una mirada sospechosa a Cincinnatus. El abogado buscó, a su vez, miró a todos y reasumió su escritura. Cincinnatus se enderezó. (Nada especial —se le había caído la pelotita de papel).
—Pasamos —continuó M'sieur Pierre con voz dolorida— largas tardes juntos en constantes conversaciones, juegos y otras diversiones. Cual niños, nos enzarzamos en pruebas de fuerza; yo, pobre, débil, pequeño M'sieur Pierre, naturalmente, oh, naturalmente, no fui rival para mi poderoso coetáneo. Lo discutimos todo —el sexo y otros elevados temas, y las horas volaron cual minutos y los minutos cual horas. Algunas veces, en tranquilo silencio...
Aquí, repentinamente, Rodrig Ivanovich rió entre dientes —Impayable, ce «naturalmente» —murmuró, reaccionando tardíamente a la broma.
—... algunas veces, en tranquilo silencio nos sentábamos uno junto al otro, prácticamente con los brazos sobre los hombros, cada uno meditando sus propios pensamientos crepusculares, y las meditaciones de ambos fluían juntas cual ríos cuando abríamos nuestros labios. Compartí con él mi experiencia sobre el amor, le enseñé el arte del ajedrez, le divertí con una oportuna anécdota. Y así pasaron los días. Los resultados están ante vosotros. Llegamos a amarnos uno al otro, y la estructura del alma de Cincinnatus llegó a serme tan conocida como la de su cuello. De esta forma, no será un desconocido y terrible «alguien», sino un tierno amigo quien le ayudará a ascender los rojos escalones, y se rendirá a mí sin temor —para siempre, para toda la muerte. ¡Que se cumpla el deseo del público! —(se puso de pie, el director también lo hizo; el abogado, engolfado en su escritura, sólo se alzó ligeramente).
—Ya está. Ahora, Rodrig Ivanovich, os pediré que anunciéis oficialmente mi título y me presentéis.
El director se caló las gafas apresuradamente, examinó un trozo de papel y se dirigió a Cincinnatus con voz megafónica:
—Está bien —éste es M'sieur Pierre. Bref—. El ejecutante de la decapitación... Me siento muy agradecido por el honor —añadió, y con expresión de sorpresa se dejó caer sobre la silla.
—Bueno, no lo hizo muy bien —dijo M'sieur Pierre con desagrado—. Después de todo existen ciertas formas oficiales de procedimiento y deben respetarse. Por cierto, no soy pedante, pero en momento de tanta importancia... De nada vale llevarse la mano al pecho, amigo mío. Es usted chapucero. No, no, quédese sentado, ya está bien. Continuemos. Roman Vissarionovich, ¿adónde está el programa?
—Se lo di a usted —dijo volublemente el abogado—. Sin embargo... —Y comenzó a revolver dentro de su cartera.
—Lo encontré, no se preocupe —dijo M'sieur Pierre—, de modo que... la función está programada para pasado mañana en Thriller Square. No podían haber elegido mejor lugar. ¡Asombro...! (Continúa leyendo murmurando para sí) Se admitirán adultos... Los abonados tendrán preferencia... Bla, bla, bla, bla... El ejecutante del decapitamiento, con pantalones rojos... todo esto es pura tontería; se les ha ido la mano como de costumbre... (A Cincinnatus) Pasado mañana entonces. ¿Comprendido? Y mañana, como lo exige nuestra gloriosa tradición, ambos tenemos que ir a visitar a los padres de la ciudad. ¿Usted tiene la listita, no es cierto Rodrig Ivanovich?
Éste empezó a cachetear distintos lugares de su acolchado cuerpo, girando los ojos y poniéndose de pie por alguna razón. Por fin fue encontrada la lista.
—Bien —dijo M'sieur Pierre—, agregúela a su archivo Roman Vissarionovich. Creo que esto es todo. Ahora, de acuerdo a la ley, el estrado...
—Oh, no, c'est vraiement superflu... —interrumpió ansiosamente Rodrig Ivanovich—. Después de todo esa ley es muy anticuada.
—De acuerdo a la ley —repitió firmemente M'sieur Pierre volviéndose hacia Cincinnatus—, el estrado os pertenece.
—¡Cuán honesto! —dijo el director con voz quebrada temblándole los gelatinosos carrillos.
Se hizo un silencio. El abogado escribía tan rápidamente que los destellos de su lápiz herían los ojos.
—Esperaré un minuto entero —dijo M'sieur Pierre colocando un grueso reloj sobre la mesa.
El abogado aspiró espasmódicamente y comenzó a reunir las hojas cubiertas de escritura. Pasó el minuto.
—La conferencia ha concluido —dijo M'sieur Pierre—. Partamos caballeros. Roman Vissarionovich, ¿me permitirá usted ver las actas antes de hacerlas mimeografiar, no es cierto? No, un poco más tarde. Ahora tengo los ojos cansados.
—Debo admitir —dijo el director—, a pesar de mí mismo, que algunas veces lamento que ya no empleemos el sis... —se inclinó sobre el oído de M'sieur Pierre al llegar al umbral.
—¿Qué está usted diciendo, Rodrig Ivanovich? —preguntó celoso el abogado. El director también se lo dijo a él. —Sí, tiene usted razón —asintió el abogado—. Sin embargo, se puede trampear la queridita ley. Por ejemplo, si los golpecitos son varios...
—Vamos, vamos —dijo M'sieur Pierre—. Ya está de sobra, chistosos. No acostumbro a hacer entalladuras.
—No, hablábamos en teoría —sonrió el director compraderamente—; sólo que en los viejos tiempos, cuando era legal emplear... —La puerta se cerró con un golpe y las voces se perdieron en la distancia.
Casi inmediatamente, sin embargo, Cincinnatus tuvo otra visita: el bibliotecario, que venía a retirar los libros. Su cara larga y pálida, con su halo de polvorientos cabellos negros alrededor de un punto calvo, su largo torso trémulo cubierto por un saco de lana azulado, sus largas piernas en sus troncados pantalones —todo esto junto creaba una rara y mórbida impresión, como si el hombre hubiera sido achatado. Sin embargo, a Cincinnatus le dio impresión de que, con el polvo de los libros, una película de algo remotamente humano se había asentado sobre el bibliotecario.