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—Debe haber usted oído —dijo Cincinnatus—, que pasado mañana seré exterminado. No pediré más libros.

—No lo hará —dijo el bibliotecario. Cincinnatus continuó:

—Me gustaría extirpar algunas verdades nocivas. ¿Tiene usted un minuto? Quiero decir que ahora, cuando sé exactamente... qué deliciosa era esa ignorancia que tanto me deprimía... No más libros.

—¿Le agradaría algo sobre dioses? —sugirió el bibliotecario.

—No, no se preocupe. No tengo humor para leer esas cosas.

—Algunos sí —dijo el bibliotecario.

—Sí, lo sé, pero, realmente no vale la pena.

—Para la última noche —el bibliotecario completó el pensamiento con dificultad.

—Está usted hoy muy conversador —dijo Cincinnatus con una sonrisa—. No, llévelo todo. ¡No pude terminar Quercus! A propósito, esto me lo trajo por error... desgraciadamente no tuve tiempo para estudiar las lenguas orientales.

—Lástima —dijo el bibliotecario.

—No tiene importancia. Mi alma lo compensará. Espere un momento. No se vaya todavía. Aunque sé, desde luego, que usted sólo está encuadernado en piel humana, por decirlo así, sin embargo... Me contento con poco... Pasado mañana.

Pero, temblando, el bibliotecario partió.

CAPÍTULO XVII

La tradición exigía que en la víspera de la ejecución sus participantes, activo y pasivo, hicieran juntos una breve visita de despedida a cada uno de los funcionarios de la ciudad; sin embargo, para acortar el ritual se decidió que tales personas se reunieran en la casa suburbana del sub-gerente de la ciudad (el gerente, que era sobrino del sub-gerente, estaba de viaje visitando a unos amigos de Pritomsk). Y allí, Cincinnatus y M'sieur Pierre participarían de una cena informal.

Era una noche oscura y soplaba un fuerte viento cálido cuando, vistiendo idénticas capas, a pie, escoltados por seis soldados que soportaban alabardas y linternas cruzaron el puente y entraron en la dormida ciudad donde, evitando las calles principales, comenzaron a subir un pedregoso sendero entre jardines susurrantes.

(Justo antes de esto, al cruzar el puente, Cincinnatus dio vuelta la cabeza para liberarla de la capucha: la enorme masa de la fortaleza, azul, con sus innumerables torres, se alzaba contra el tétrico cielo, donde una nube había tapado una luna de albaricoque. El oscuro aire sobre el puente guiñaba y se retorcía por los murciélagos. —Usted se comprometió... —murmuró M'sieur Pierre dándole un ligero apretón en el codo, y Cincinnatus volvió a ponerse la capucha).

Este paseo nocturno que prometiera ser tan rico en tristes, cantarínas, murmurantes impresiones —pues qué es un recuerdo sino el alma de una impresión— resultó en realidad, vago e insignificante y pasó tan rápidamente como ocurre sólo en las vecindades muy familiares, cuando las multicolores fracciones del día son reemplazadas por el todo de la noche.

Al final de un angosto y lóbrego sendero, donde la grava crujía y había olor a enebro, apareció de pronto un porche teatralmente iluminado, con columnas blanqueadas, friso en el tímpano y macetas con laureles; y deteniéndose apenas en el vestíbulo, donde unos criados revoloteaban de aquí para allá como aves de paraíso arrastrando sus plumas sobre los azulejos blancos y negros, Cincinnatus y M'sieur Pierre entraron a un vestíbulo que zumbaba con un gran auditorio. Todos estaban ya reunidos.

Allí el custodio de las fuentes de la ciudad podía ser reconocido de inmediato por sus cabellos tupidos; allí brillaba con doradas medallas el uniforme del jefe de telégrafos; allí, con su nariz, obscena, estaba el rubicundo director de abastecimientos y el domador de leones de nombre italiano y el juez, sordo y venerable y, con zapatos de charol verde, el administrador de parques; y una multitud de otros majestuosos, respetables, canosos individuos de caras repulsivas. No había damas presentes a menos que se contara a la superintendente de escuelas del distrito, una mujer mayor, muy corpulenta, de grandes mejillas chatas, que vestía levita gris de corte masculino, y peinaba bien apretados sus cabellos brillantes como el acero. Alguien patinó sobre el piso, con acompañamiento de risas generales. Un candelabro dejó caer uno de sus cirios. Alguien había ya colocado un ramo en el pequeño ataúd que estaba en exhibición. Manteniéndose aparte junto a Cincinnatus, M'sieur Pierre llamaba la atención de su pupilo sobre estos fenómenos. En ese momento, sin embargo, el anfitrión, un caballero moreno con perilla, golpeó las manos. Se abrieron las puertas y todos pasaron al comedor. M'sieur Pierre y Cincinnatus fueron sentados a la cabecera de la centelleante mesa, y todos comenzaron a mirar, pudorosamente al principio, luego con benevolente curiosidad —que en algunos se fue transformando en subrepticia ternura— a la pareja, vestida en idénticas chaquetas Elsinore; luego, mientras una radiante sonrisa, aparecía gradualmente en los labios de M'sieur Pierre al comenzar la conversación, los ojos de los huéspedes se volvieron más y más abiertamente hacia él y Cincinnatus quien, tranquila, diligente y atentamente —como buscando la solución del problema— hacía mantener el equilibrio a su cuchillo de pescado de distintas maneras, ora sobre el salero, ora sobre la curvatura, ora apoyándolo contra el esbelto florero de cristal con una rosa blanca que señalaba claramente su lugar de la mesa.

Los lacayos, seleccionados entre los más diestros petimetres de la ciudad —los más representativos de su dorada juventud— servían a toda prisa la comida (en ocasiones, hasta pasaban un plato por arriba de la mesa), y todos notaron la solícita atención que M'sieur Pierre tributaba a Cincinnatus, que iba de la sonrisa convencional a la seriedad momentánea, mientras colocaba algún manjar selecto sobre el plato de Cincinnatus; de inmediato, con el despreocupado gesto anterior en su cara lampiña y rosada, reasumía su aguda conversación dirigida a toda la mesa —y de pronto, inclinándose un poco, tomando la salsera o el pimentero miraba interrogativamente a Cincinnatus; éste, sin embargo, no tocó la comida, sino que continuó con el mismo silencio, atención y diligencia, jugando con el cuchillo.

—Su comentario —dijo alegremente M'sieur Pierre volviéndose hacia el jefe de tránsito de la ciudad, que había conseguido meter baza en la conversación y esperaba placenteramente una brillante réplica—, su comentario me recuerda la bien conocida anécdota sobre el juramento hipocrático.

—Cuéntela, no la conocemos. Cuéntela, por favor —rogaron voces desde todas partes.

—Cumpliré con vuestro deseo: A ver un ginecólogo fue...

—Perdone la interrupción —dijo el domador de leones (cabellos grises, mostacho, una banda carmesí cruzándole el pecho)—, ¿pero cree el caballero que la anécdota será adecuada para los oídos de...? —señaló enfáticamente a Cincinnatus con los ojos.

—Seguro, seguro —respondió M'sieur Pierre severamente—, nunca me permitiría la menor inconveniencia en presencia de... Como iba diciendo, a ver un ginecólogo fue una viejecita —(M'sieur Pierre sacó ligeramente el labio inferior)— Dice: «Tengo una enfermedad muy seria y temo que me moriré». «¿Cuáles son los síntomas?», pregunta el médico. «Oh, doctor, mi cabeza cabecea...» —Y M'sieur Pierre agitándose imitó a la viejecita.