Los huéspedes rugieron de risa. Al otro extremo de la mesa el juez sordo, con la cara dolorosamente contorsionada, como constipada de risa, echaba su grande y húmeda oreja sobre la cara de su hilarante y egoísta vecino, y, tirándole de la manga imploraba que le repitiera el cuento de M'sieur Pierre, quien, mientras tanto, seguía celosamente la suerte de su anécdota a lo largo de toda la longitud de la mesa, y sólo se dio por satisfecho cuando alguien hubo mitigado la curiosidad del sufriente.
—Su notable aforismo de que la vida es un secreto médico —dijo el custodio de las fuentes creando tal nubécula de saliva que se formó un arco iris cerca de su boca— puede aplicarse muy bien al hecho extraño que ocurrió el otro día en la familia de mi secretario. Puede usted imaginar...
—Bien, mi pequeño Cincinnatus, ¿tienes miedo? —le preguntó uno de los resplandecientes lacayos mientras le escanciaba vino; Cincinnatus lo miró, era su cuñado el bromista—. Miedo, ¿no es cierto? Toma échate un trago.
—¿Qué pasa aquí? —dijo M'sieur Pierre fríamente poniendo al charlatán en su lugar y éste se alejó rápidamente y estaba ya inclinado con su botella junto al codo del individuo siguiente.
—¡Caballeros! —exclamó el anfitrión poniéndose de pie y sosteniendo una copa llena de un líquido helado color ámbar a la altura de su almidonado pecho—. Propongo un brindis por...
—Amargo, amargo, endúlzalo con un beso —dijo un novel padrino de boda, y el resto de los comensales se unió al canto.
—Permítanos... un bruderschaft... se lo imploro —dijo M'sieur Pierre a Cincinnatus con voz cambiada, la cara contorsionada por la súplica—, no me niegue esto, se lo imploro, así se hace siempre, siempre.
Cincinnatus estaba jugando con los rizados pétalos de la húmeda rosa blanca, que sacara distraídamente del florero caído.
—... finalmente tengo derecho a exigirlo —murmuró convulsivamente M'sieur Pierre, y de pronto con risa forzada, derramó una gota de vino de su vaso sobre la cabeza de Cincinnatus y luego se roció a sí mismo.
Gritos de «¡bravo!» se escucharon por todas partes y cada vecino se volvió a su vecino expresando en dramática pantomima su sorpresa y su delicia, y los vasos irrompibles chocaron, y montañas de manzanas tan grandes como la cabeza de un niño brillaron entre los azulados racimos de uvas sobre una frutera de plata, y la mesa pareció alzarse como una montaña de diamantes, y el candelabro de múltiples brazos viajó entre las brumas de arte del techo derramando lágrimas, derramando rayos, buscando en vano un lugar de arribada.
—Estoy emocionado, emocionado —decía M'sieur Pierre mientras formaban cola para felicitarle. Al hacerlo, algunos tropezaban y otros cantaban. El jefe de los bomberos estaba vergonzosamente beodo; dos de los criados trataban furtivamente de llevárselo, pero él sacrificó las colas de su frac, como el lagarto sacrifica su cola, y se quedó. La respetable dama que supervisaba las escuelas, sonrojada, se defendía silenciosa y tensamente del director de abastecimientos, que le apuntaba juguetonamente con un dedo que parecía una zanahoria, como si estuviera por transportarla o por hacerle cosquillas. Repitiendo todo el tiempo—. ¡Tee, tee, tee!
—Amigos, salgamos a la terraza —anunció el anfitrión, tras lo cual el hermano de Marthe y el hijo del difunto Dr. Sineokov abrieron un cortinado con un castañear de argollas de madera; la oscilante luz de faroles pintados reveló una galería de piedra, limitada más allá por los bols de una balaustrada entre los cuales mostraban su negrura los relojes de arena de la noche.
Los saciados huéspedes, con sus vientres gorgoteando, se arrellanaron en sillones bajos. Algunos holgazaneaban junto a las columnas, otros junto a la balaustrada. Cerca de ésta también estaba Cincinnatus girando entre sus dedos la momia de un cigarro, y a su lado, sin darle frente pero tocándole continuamente con la espalda o el costado, M'sieur Pierre decía acompañado por exclamaciones de aprobación de su auditorio:
—Fotografía y pesca —esas son mis dos pasiones principales. Les parecerá raro, pero para mí nada son el honor y la fama comparados con la quietud campesina. Veo que usted sonríe escépticamente, estimado señor— (dijo al pasar a uno de los convidados que al punto repudió su sonrisa) —pero le juro que es así. Y yo no juro en vano. El amor a la naturaleza lo heredé de mi padre, que tampoco mentía nunca. Muchos de ustedes, desde luego, le recuerdan y pueden confirmarlo, aún por escrito si fuera necesario.
Parado junto a la balaustrada, Cincinnatus contemplaba vagamente la oscuridad, y entonces, como por encargo, ésta palideció seductoramente mientras la luna, ahora clara y alta, se deslizaba desde atrás del negro vellón de las nubéculas, barnizaba los arbustos y dejaba que su luz goteara en los laguillos. De pronto, con un abrupto despertar del alma, Cincinnatus se dio cuenta de que estaba en los mismísimos Tamara Gardens, que recordaba tan bien y que se le ocurrieran tan inaccesibles; comprendió también que había caminado por allí muchas veces con Marthe, frente a esa misma casa, que entonces le pareciera una villa blanca con ventanas entabladas; mirando por entre el follaje del monte... Ahora, explorando los alrededores con ojo diligente, removió fácilmente la oscura película de noche de los prados familiares, y también borró de ellas el superfluo polvo lunar para reconstruirlos tal como estaban grabados en su memoria. Mientras restauraba el cuadro tiznado por el hollín de la noche, vio alamedas, senderos, arroyos que tomaban forma en los lugares precisos... a la distancia, apretadas contra el metálico cielo estaban las encantadoras colinas barnizadas de azul y arropadas en las tinieblas...
—Un porche, luz de luna, ella y él —recitó M'sieur Pierre sonriéndole a Cincinnatus quien notó que todos le miraban con tierna y expectante simpatía.
—¿Admirando el panorama? —le dijo el superintendente del parque con aire confidencial, las manos cogidas tras la espalda—. Usted... Se detuvo de pronto y, como embarazado, se volvió hacia M'sieur Pierre:
—Perdóneme... ¿Me permite usted? Después de todo no hemos sido presentados...
—Por favor, por favor. No necesita solicitar mi autorización —respondió M'sieur Pierre cortésmente, y tocándole el codo a Cincinnatus dijo en voz baja—: Este caballero quisiera hablar con usted querido.
El superintendente aclaró su garganta dentro de su puño y repitió:
—El panorama... ¿admirando el panorama? Ahora no se puede ver mucho. Pero espere, exactamente a media noche así me lo ha prometido nuestro ingeniero jefe... ¡Nikita Lukich! ¡Aquí, Nikita Lukich!
—Voy —respondió Nikita Lukich con garbosa voz de bajo y se adelantó con cortesía volviendo alegremente ora hacia uno, ora hacia otro, su joven y carnosa cara con el blanco cepillo de su bigote, colocando amablemente una mano sobre el hombro del superintendente y otra sobre el de M'sieur Pierre.
—Le estaba diciendo, aquí, Nikita Lukich, que usted prometió exactamente a media noche, en honor de...
—Claro que sí —le interrumpió el ingeniero jefe—. Tendremos la sorpresa sin duda alguna. No se preocupe por eso. A propósito, ¿qué hora es?
Alivió los hombros de los demás de la presión de sus anchas manos y con rostro preocupado, entró.
—Bueno, dentro de unas ocho horas, más o menos, ya estaremos en la plaza —dijo M'sieur Pierre cerrando la tapa de su reloj—: No podremos dormir mucho. ¿No tiene usted frío, querido? Este hombre gentil dijo que habría una sorpresa. Debo decir que nos están mimando. Ese pescado que nos sirvieron durante la cena era impagable.—... Deténgase. Déjeme sola —se oyó decir a la ronca voz de la administradora cuya masiva espalda y gris moño apuntaban hacia M'sieur Pierre mientras huía del índice del director de abastecimientos—. Tee, tee —chillaba jocosamente—. Tee, tee.