—Tranquilícese, señora —graznó M'sieur Pierre—, mis callos no son propiedad del estado.
—Hechicera mujer —comentó al pasar el director de abastecimientos inexpresivamente, y con una cabriola se dirigió hacia un grupo de hombres junto a las columnas; entonces su sombra se perdió entre sus sombras, y una brisa hizo oscilar los faroles japoneses —que en la oscuridad revelaban ora una mano retorciendo pomposamente un mostacho, ora una copa llevada hasta unos labios ícticos y seniles, que trataban de sorber el azúcar del fondo. —¡Atención! —gritó el anfitrión cruzando entre sus invitados como un remolino.
Y, primero en el jardín, luego más allá, después aún más lejos, por los senderos, en los campos, en las ciénagas, solas y en racimos, lámparas rubíes, zafiros y topacios se fueron encendiendo gradualmente incrustando gemas en la noche. Los huéspedes comenzaron a «¡Oh!» «¡Ah!» M'sieur Pierre inspiró profundamente y cogió a Cincinnatus por la muñeca. Las luces cubrían una superficie creciente, primero se deslizaban por un valle distante, después surgían sobre la otra ladera en forma de un broche alargado, al instante seguían las primeras cuestas, luego pasaban de colina a colina anidándose en los más secretos pliegues, buscando a tientas el camino hacia la cima y una vez allí, saltando sobre ellas. —¡Oh, qué hermoso! —murmuró M'sieur Pierre apretando por un instante su mejilla contra la de Cincinnatus.
Los invitados aplaudieron. Durante tres minutos brilló un buen millón de lámparas incandescentes de diversos colores, artísticamente dispuestas sobre el pasto, las ramas, las colinas, en forma tal que abrazaban todo el paisaje nocturno con un grandioso monograma de «P» y «C» que sin embargo no había salido demasiado bien. De pronto las luces se apagaron al unísono y una sólida oscuridad alcanzó la terraza.
Cuando reapareció el ingeniero Nikita Lukich, todos le rodearon y quisieron llevarlo en andas. No obstante ya era tiempo de comenzar a pensar en un bien merecido descanso. Antes de que partieran los invitados el anfitrión se ofreció a fotografiar a M'sieur Pierre y a Cincinnatus en la balaustrada. M'sieur Pierre a pesar de ser el actor, ofició sin embargo de director. Un golpe de luz iluminó el blanco perfil de Cincinnatus y la cara sin ojos a su lado. El propio anfitrión les alcanzó las capas y los acompañó hasta la puerta.
En el vestíbulo, malhumorados soldados semidormidos escogían sus alabardas.
—Me siento extremadamente honrado por su visita —le dijo el anfitrión a Cincinnatus al despedirse—. Mañana —o mejor dicho luego— estaré allí, por supuesto, pero no sólo en misión oficial sino por propio placer. Mi sobrino me dice que se espera una gran concurrencia.
—Bueno, le deseo buena suerte —le dijo a M'sieur Pierre entre los tradicionales tres besos en las mejillas. Cincinnatus y M'sieur Pierre con su escolta de soldados se zambulleron en el camino.
—Tomándolo en general —le dijo M'sieur Pierre a Cincinnatus—. Usted es un buen tipo. Solo que, por qué siempre... Su timidez impresiona mal a quienes recién le conocen. No sé qué pensará usted, pero yo, aunque estoy encantado con la iluminación y todo lo demás, tengo acidez de estómago y la sospecha de que no todo fue cocinado con manteca pura.
Caminaron largo rato. Todo era oscuridad y niebla. Mientras descendían por Steep Avenue, de algún lugar a la izquierda llegó un apagado golpeteo. Pum-Pum-Pum.
—Sinvergüenzas —murmuró M'sieur Pierre—, me aseguraron que ya estaba todo listo.
Por fin cruzaron el puente y comenzaron a ascender. La luna ya había sido retirada y las oscuras torres de la fortaleza se mezclaban con las nubes.
En la tercera puerta Rodrig Ivanovich con bata y gorra de dormir, esperaba.
—Bueno, ¿qué tal fue todo? —preguntó impaciente.
—Nadie le echó de menos —respondió M'sieur Pierre secamente.
CAPÍTULO XVIII
«Traté de dormir, no pude. Sólo conseguí enfriarme, y ahora amanece» (escribía Cincinnatus rápida, ilegiblemente, dejando las palabras sin terminar, como un corredor deja la huella incompleta de su pie), «ahora el aire es pálido y estoy tan helado que me parece que el concepto abstracto de frío tomará su aspecto concreto en mi cuerpo; y vendrán por mí en cualquier momento. Me da vergüenza tener miedo, pero estoy desesperadamente asustado —el terror corre a través de mí con siniestro rugido, cual un torrente; y mi cuerpo vibra como un puente sobre una cascada, y es tanto el ruido, que necesito gritar para escucharme. Estoy avergonzado, mi alma se ha deshonrado— pues esto no debe ser, ne dolzbno b'ilo bi bit'—sólo en el ladrido del idioma ruso pudieron surgir como hongos tantos verbos juntos— oh, cuán avergonzado estoy de que mi atención esté ocupada, y mi alma bloqueada por tales pensamientos. Se abren paso a empujones, con los labios secos, para decir adiós. Toda clase de recuerdos vienen a decir su adiós: Yo, niño, sentado con un libro al cálido sol a orillas de un sonoro arroyuelo y el agua arroja su movedizo reflejo sobre los versos de un viejo poema —amor en el declinar de nuestros años— pero sé que no debo ceder— se torna más tierno y supersticioso —ni a los recuerdos ni al terror ni a esta apasionada síncopa...: y supersticioso —y yo había ansiado tanto que todo fuera armonioso, simple y claro. Pues sé que el horror de la muerte no es nada en realidad, una inocua convulsión —quizá hasta saludable para el alma— el chillido entrecortado de un recién nacido o la furiosa negativa a soltar un juguete —y que una vez vivieron en cavernas donde suena el retintín de un perpetuo gotear, entre estalactitas, sabios que se regocijan ante la muerte y quienes —desatinados la mayoría de las veces, es verdad sin embargo, a su modo vencieron— y aunque es todo esto y conozco también algo aún más importante que nadie aquí sabe —a pesar de todo, mirad, muñecos, cuán aterrorizado estoy, cómo todo en mí tiembla, y aturde, y se precipita— y en cualquier momento vendrán por mí y no estoy preparado, tengo vergüenza...»
Cincinnatus se paró, tomó impulso y dio de cabeza contra la pared —el verdadero Cincinnatus, sin embargo, permaneció sentado a la mesa, contemplando la pared, mordisqueando su lápiz, y de pronto movió los pies y continuó escribiendo con un poco menos de rapidez.
«Salve estos apuntes —no sé a quién se lo pido, pero sálvelos— le aseguro que tal ley existe, búsquela, ¡ya lo verá! —déjelos por aquí durante un tiempo— no le costará nada —y se lo pido con tantas ansias— es mi último deseo —¿cómo puede negármelo? Debo tener por lo menos la posibilidad teórica de un lector; de otro modo debería destruirlos. Ya está, eso es todo cuanto necesitaba decir. Ahora es tiempo de prepararse.»
Hizo una nueva pausa. En la celda había bastante claridad y Cincinnatus supo, por la posición de la luz que estaban por dar las cinco. Esperó hasta escuchar el lejano sonido y siguió escribiendo, pero ahora más lenta y espaciadamente, como si hubiera gastado todas sus fuerzas en alguna exclamación inicial.
«Todas mis palabras giran alrededor de un punto», escribió Cincinnatus. «Envidio a los poetas. cuán maravilloso debe ser correr por una página y desde allí, dejando atrás la sombra, despegar hacia el azul. Lo feo y chapucero de una ejecución; todas las manipulaciones anteriores y posteriores. cuán fría la hoja, cuán liso el mango del hacha. Usarán esmeril. Supongo que el dolor de la partida será rojo y estrepitoso. El pensamiento, cuando escrito, es menos opresivo, pero algunas ideas son como un carcinoma, se lo señala, se lo extirpa y vuelve a crecer más grave aún. Es difícil imaginar que esta misma mañana dentro de una hora o dos...»