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—Mi carta... la... —comenzó a decir Cincinnatus y se aclaró la voz—, la leíste atentamente.

—Por favor, por favor —gritó Marthe apretándose las sienes—. ¡Hablemos de cualquier cosa menos de esa carta!

—No, hablemos de ella —dijo Cincinnatus.

Marthe se puso de pie de un salto, enderezándose espasmódicamente el vestido, y comenzó a hablar incoherentemente, tartamudeando un poco como hacía cuando estaba enojada. —Era una carta horrible. Una especie de delirio; de todos modos no la entendí; se podría haber pensado que habías estado aquí sentado solo, con una botella y escribiendo. Yo no quería traer a colación esa carta, pero ahora que tú... Escucha, sabes que los mensajeros la leyeron, la copiaron y se dijeron a sí mismos:

«¡Oh! Ella debe ser su cómplice si él le escribe así». No te das cuenta que no quiero saber nada con tus crímenes. —No te he escrito nada criminal —dijo Cincinnatus. —Eso es lo que tú crees. Pero todos estaban horrorizados por tu carta; simplemente horrorizados. Quizás yo sea estúpida y no sepa nada de leyes, pero aún así mi instinto me dijo que cada palabra tuya era imposible; impronunciable... Oh, Cincinnatus, en qué posición me. pones, y los niños, piensa en los niños... Escúchame.... por favor escúchame un instante —continuó con tanto ardor que su palabra se hizo casi ininteligible—, renuncia a todo, a todo. Diles que eres inocente, que simplemente estabas fanfarroneando, diles, arrepiéntete, hazlo. Aun cuando eso no te salve la cabeza, piensa en mí. Ya me señalan con el dedo y dicen: «¡Es ella, la viuda, es ella!» —Espera, Marthe. No comprendo. ¿Arrepentirme de qué?

—Eso sí que está bueno. Mézclame en todo esto, pídeme que te explique... Si yo supiera todas las respuestas, entonces sería tu compi... tu cómplice... Dime por última vez, ¿estás seguro de no querer arrepentirte, por mí, por todo lo nuestro?

—Adiós, Marthe —dijo Cincinnatus.

Ella se sentó y se echó a pensar apoyándose en el codo derecho y trazando un mapa sobre la mesa con la mano izquierda.

—¡Qué horrible! ¡Qué triste! —dijo exhalando un profundísimo suspiro. Frunció el ceño y dibujó un río con la uña—. Pensé que el encuentro sería distinto. Estaba dispuesta a darte todo. Y esto es lo que recibo por mis afanes. Bueno, lo hecho, hecho está. (El río fluyó a un mar fuera del borde de la mesa). —Sabes, parto con el corazón destrozado. Sí, pero ¿cómo salgo de acá? Recordó de pronto inocente y hasta alegremente. —No vendrán por mí por largo rato; les pedí un montón de tiempo.

—No te preocupes —dijo Cincinnatus— cada palabra que pronunciemos... En seguida abrirán.

No se equivocó.

—Adiós, adiós —cloqueó Marthe—. Espere, no me manosee, déjeme decirle adiós a mi marido. Adiós, adiós. Si necesitas algo, camisas o cosas así... ¡Ah, sí!, los niños me pidieron que te diera un gran, gran beso. Había algo más... ¡Ah, casi me olvido! papito se llevó la copa para vino que yo te había regalado —dice que tú le prometiste...

—Apúrese, apúrese, damisela —dijo Rodion empujándola familiarmente con la rodilla hacia la puerta.

CAPITULO XIX

A la mañana siguiente le llevaron los periódicos y esto le recordó los primeros días de su confinamiento. Vio al instante la fotografía en colores: bajo el cielo azul, la plaza, tan colmada por una abigarrada multitud, que apenas se veía la orilla de la plataforma roja. El artículo que se refería a la ejecución tenía tachados la mitad de los renglones, y del resto Cincinnatus no sacó en limpio más que lo que ya sabía por Marthe; que el maestro no se sentía demasiado bien, y que la ceremonia había sido pospuesta, posiblemente por mucho tiempo.

—Vaya con el banquete que te darás hoy —dijo Rodion dirigiéndose, no a Cincinnatus, sino a la araña.

Con ambas manos, cuidadosamente, pero al mismo tiempo con asco (el cuidado le indicaba que debía apretarla contra su pecho, pero el asco se lo hacía mantener alejada) sostenía una toalla toda enrollada, y dentro de ella algo se agitaba y crujía.

—La encontré sobre un vidrio de una de las ventanas de la torre. ¡Vaya monstruo! Cómo se sacude y aletea, apenas puede uno sostenerla...

Ya iba a empujar la silla, como siempre hacía, para subir sobre ella y alcanzar la víctima a la voraz araña en su sólida tela (la bestia ya jadeaba, intuyendo la presa) pero algo salió mal; sus dedos retorcidos, miedosos, soltaron el doblez principal de la toalla, y Rodion gritó y se achicó como suele hacer la gente a quien, no ya un murciélago, sino un simple ratón inspira repulsión y terror. Algo largo, oscuro y equipado con tentáculos se zafó de la toalla, y Rodion lanzó un fuerte grito pateando el suelo, temeroso de que la cosa escapara pero sin atreverse a tomarla. La toalla cayó y la hermosa cautiva se prendió al puño del carcelero con sus seis patas adhesivas.

Era sólo una polilla. Pero, ¡qué polilla! Tan grande como la mano de un hombre; tenía gruesas alas marrón oscuro con rayas blancas y bordes gris polvo; cada ala lucía en el centro un redondel como un ojo, brillante como el acero. Sus segmentados miembros con velludos manguitos, ora se adherían ora se separaban, y los elevados huecos de sus alas en cuyo interior aparecían los mismos ojos inmóviles y los ondulantes dibujos grises, oscilaban lentamente mientras la polilla se arrastraba manga arriba, y Rodion, completamente dominado por el pánico, revoleando los ojos, echándose para atrás y separándose de su propio brazo, gritaba: ¡Sáqueme esto de encima! ¡Sáqueme esto de encima!

Al llegar al codo, la polilla comenzó a agitar, sin el menor ruido, sus pesadas alas; éstas parecían sobreextender su cuerpo, y en el mismo codo de Rodion la criatura se dio vuelta, las alas colgándole, aún tenazmente aferrada a la manga, y ahora podía verse su abdomen marrón con pintas blancas, su cara de arcilla, los negros globos de sus ojos y sus antenas peludas que parecían orejas paradas.

—¡Sáquemela! —imploró Rodion fuera de sí, y su ademán frenético ocasionó la caída del espléndido insecto que dio contra la mesa, vaciló sobre ella con fuertes vibraciones, y repentinamente partió desde el borde.

Pero para mí vuestro día es noche, ¿por qué turbáis mi sueño? Su pesado vuelo en picada duró sólo un momento, Rodion agarró la toalla y bamboleándola ferozmente trató de derribar al aviador ciego; pero repentinamente éste desapareció como si se lo hubiera tragado el aire. Rodion buscó por un rato, no la encontró y se paró en el medio de la celda mirando a Cincinnatus con los brazos en jarra. —¿Qué me dice? ¡Vaya bribona! —exclamó después de un expresivo silencio. Escupió, sacudió la cabeza y sacó una palpitante caja de fósforos con moscas de repuesto, y con ellas tuvo que darse por satisfecho el desilusionado animal. Cincinnatus, sin embargo, había visto perfectamente bien dónde se metiera la polilla.

Cuando por fin partió Rodion, sacándose enojado la barba junto con su afelpada peluca, Cincinnatus se levantó y fue hacia la mesa. Sentía haber devuelto todos los libros, y se sentó a escribir para pasar el rato.

«Todo ha sido ordenado», escribió, «es decir, todo me ha engañado —todas estas cosas teatrales, patéticas—, las promesas de una voluble damisela, la húmeda mirada de una madre, los golpes en la pared, la amistad de un vecino, y, finalmente, aquellas colinas que estallaron en una erupción mortífera. Todo me ha engañado mientras era ordenado, todo. Este es el punto muerto de esta vida, y no debí haber pensado en salvarme dentro de sus confines. Es extraño que buscara la salvación. Igual que un hombre que se afligiera porque ha soñado que perdía algo que nunca ha poseído en realidad, o que esperara que al día siguiente iba a soñar que lo encontraba. Así es cómo se crean las matemáticas; tiene su error fatal. Yo lo he descubierto. He descubierto la pequeña rajadura de la vida, donde ésta se desprendió, donde una vez estuvo soldada a alguna otra cosa, algo genuinamente vivo, importante e inmenso, ¡cuán capaces deben ser mis epítetos para que pueda emitirlos llenos de un sentido cristalino...! es mejor dejar algunas cosas por decir, o caeré otra vez en confusión. Dentro de esta rajadura irreparable se ha instalado la decadencia. ¡Oh, creo que aún seré capaz de expresarlo todo, los sueños, el enlace, la desintegración! Otra vez he perdido la ruta. Todas mis mejores palabras han desertado y no responden al llamado del clarín, y las que quedan son inválidas: Oh, si sólo hubiera sabido que iba a permanecer aquí aún por tanto tiempo, habría comenzado por el principio y avanzado gradualmente a lo largo de una carretera de ideas conectadas con lógica, lo habría conseguido, lo habría completado, mi alma se habría circundado con una estructura de palabras... Todo lo que he escrito aquí cuando mucho es sólo la espuma de mi excitación, una transmisión sin sentido, por la sola razón de mi prisa. Pero ahora, cuando estoy endurecido, cuando casi ya no temo a la...»