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Aquí terminó la página y Cincinnatus se dio cuenta de que no tenía más papel. Se las arregló, sin embargo, para desenterrar de alguna parte una hoja más.

«...muerte», escribió en ella, continuando su frase, pero inmediatamente tachó esa última palabra; debía decirlo de otra manera, con mayor precisión: «ejecución», o quizá «dolor» o «partida» o algo por el estilo; dándole vueltas al lápiz entre sus dedos, se quedó pensando, y vio una pequeña pelusa marrón sobre el borde de la mesa, justo en el sitio donde había palpitado la polilla hacía un momento; y recordándola, Cincinnatus se separó de la mesa dejando sobre ella la hoja de papel en blanco con la palabra solitaria y tachada; se agachó (simulando sujetarse la parte de atrás de su chinela) junto al catre, en cuya pata de hierro, bien cerca del suelo, se había ubicado y dormía con sus alas visionarias desplegadas en solemne, invulnerable letargo; sólo le dio pena la afelpada espalda donde faltara el vello dejando un punto calvo, tan brillante como una castaña —pero las grandes alas oscuras con sus bordes cenicientos y sus ojos perpetuamente abiertos, eran inviolables— las alas delanteras, algo caídas, cubrían las posteriores, y esa apariencia de decaimiento podrían haber sido de somnolienta fragilidad, a no ser por la manolítica rectitud de los bordes superiores y la perfecta simetría de todas las líneas divergentes —y era un espectáculo tan encantador que Cincinnatus, incapaz de dominarse, acarició con la punta de su dedo el blanquecino borde cerca de la base del ala derecha, luego el de la izquierda (¡qué gentil firmeza! ¡qué firme gentileza!); la polilla, sin embargo, no se despertó, y él se enderezó y, suspirando ligeramente, se alejó; iba a sentarse otra vez a la mesa cuando repentinamente la llave giró en la cerradura y la puerta se abrió, gimiendo, rechinando y gruñendo, para cumplir todos los requisitos del contrapunto carcelario. Rosadito M'sieur Pierre, con un traje de caza color verde claro, metió primero la cabeza y después el cuerpo entero, y detrás de él entraron dos más, en quienes era casi imposible reconocer al director y el abogado: ojerosos, pálidos, ambos vestidos con toscas camisas grises, calzados zarrapastrosamente —sin ningún maquillaje, sin relleno y sin pelucas; con ojos reumáticos, con cuerpos flacos y huesudos que podían verse a través de los jirones— se habían transformado para parecerse uno al otro, y sus cabezas idénticas se movieron idénticamente sobre sus cuellos delgados, pálidas cabezas calvas llenas de protuberancias con motas azuladas a los costados y orejas salidas hacia afuera.

El atractivamente pintado M'sieur Pierre hizo una reverencia juntando sus botas de charol y dijo con un cómico falsetto.

—El carruaje aguarda, si gusta, señor.

—¿adónde vamos? —preguntó Cincinnatus genuinamente sorprendido al principio; tan convencido estaba que debía ocurrir al amanecer.

—Adonde, adonde... —se burló M'sieur Pierre—. Usted sabe adonde. A jugar al carnicero.

—Pero no nos tenemos que ir en este mismo momento, ¿no? —preguntó Cincinnatus y él mismo se sorprendió de lo que estaba diciendo—. No estoy bien preparado... (¿Cincinnatus, eres tú el que habla?)

—Sí, en este mismo momento. Por todos los cielos, amigo mío, ha tenido usted casi tres semanas para prepararse. Podría pensarse que es tiempo suficiente. Estos son mis ayudantes, Rod y Rom, por favor sea amable con ellos. Tendrán un aspecto mezquino, pero son diligentes.

—Hacemos lo que podemos —zumbaron los tipos.

—Casi me olvido —continuó M'sieur Pierre—, de acuerdo con la ley aún tiene usted derecho a... Roman, muchacho, ¿quieres alcanzarme la lista?

Roman, con exagerada prisa sacó de debajo del forro de su gorra una tarjeta ribeteada de negro, doblada en dos; mientras la sacaba, Rodrig seguía palmeándose mecánicamente los costados, como buscando algo en sus bolsillos, sin apartar sus imbéciles ojos de su camarada.

—Para simplificar las cosas —dijo M'sieur Pierre— he aquí preparado un menú de últimos deseos. Puede usted elegir uno y sólo uno: o una breve excursión al baño; o una rápida inspección a la colección de postales francesas de la prisión; o... ¿qué es esto...? número cuatro escribir una nota al director expresando... expresando su gratitud por su considerado... ¡Bueno, nunca lo hubiera creído! ¡Rodrig, so bribón! ¡Esto lo has agregado tú! ¡No comprendo cómo te has atrevido! ¡Éste es un documento oficial! Vaya, es un insulto personal para mí, que soy tan meticuloso en el cumplimiento de las leyes, que trato con tanto empeño de...

En su enojo M'sieur Pierre arrojó la tarjeta al suelo; Rodrig inmediatamente la recogió y la alisó murmurando con acento culpable:

—No se enoje... no fui yo, fue Romka el de la broma... y conozco las reglas. Aquí todo está en orden... todos los deseos du jour... o si no á la carte.

—¡Ultrajante! ¡Intolerable! —gritaba M'sieur Pierre mientras se paseaba de arriba a abajo por la celda—. No me encuentro bien, y a pesar de todo cumplo con mis deberes. Me sirven pescado podrido, me ofrecen una despreciable prostituta, me tratan con inusitada falta de respeto, y luego esperan que haga un buen trabajo. ¡No, señor! ¡Basta! ¡La copa de mis sufrimientos se ha colmado! Simplemente, renuncio, háganlo ustedes, cuartéenlo, hagan una carnicería, arruinen mi instrumento...

—Usted es el ídolo del público —dijo obsequioso Roman—. Se lo imploramos, cálmese, Maestro. Si algo no ha estado bien, fue simplemente el resultado de una distracción, un tonto error, un tonto error fruto del exceso de celo, ¡y solamente eso! De modo que perdónenos, no querría el mimado de las mujeres, el preferido de todos, cambiar esa iracunda expresión por la sonrisa con la cual acostumbra distraer...

—Está bien, está bien, suficiente charlatán —dijo M'sieur Pierre aplacándose un poco—. De todos modos, yo cumplo con mis obligaciones mucho mejor que otros que no nombro. Está bien, les perdono. Pero todavía tenemos que decidir lo del maldito último deseo. Bueno, ¿qué ha elegido usted? —le preguntó a Cincinnatus (que estaba sentado inmóvil sobre el catre)—. Vamos, vamos. Quiere terminar de una vez por todas, y el que sea delicado que no mire.

—Terminar de escribir algo —murmuró Cincinnatus como dudando, pero luego frunció el ceño, forzando sus pensamientos, y repentinamente comprendió que en realidad todo había sido ya escrito.