—Deje en paz a su gemelo —dijo Cincinnatus— y trate de concentrarse.
Roman Vissarionovich cambió de un brinco la posición de su cuerpo, y enganchó sus inquietos dedos, con voz quejumbrosa dijo:
—Es exactamente por ese tono...
—Que voy a ser ejecutado —dijo Cincinnatus—. Eso ya lo sé. ¡Continúe!
—Cambiemos de tema, se lo imploro —lloriqueó Roman Vissarionovich—. ¿Ni siquiera ahora puede permanecer dentro de los límites de la legalidad? Esto es terrible. Esto supera toda mi resistencia. Entré aquí simplemente a preguntarle si no tenía usted algunos deseos legítimos... por ejemplo (aquí su cara se iluminó) quizá deseara usted poseer copias impresas de los discursos pronunciados durante el juicio. En caso de ser así, inmediatamente debe presentarse la petición, que usted y yo podemos preparar ahora mismo, con el detalle específico de cuántas copias de los discursos solicita usted y con qué propósito. Sucede que tengo libre una hora. ¡Oh, por favor, hagámoslo! Y hasta traje un sobre especial...
—Simplemente no me interesa... —dijo Cincinnatus—, pero primero... ¿Entonces, realmente no existe la menor posibilidad de obtener una respuesta?
—Un sobre especial —repitió el abogado para tentarlo.
—Está bien, démelo —dijo Cincinnatus, y rasgó el grueso y henchido sobre en encrespados fragmentos.
—No debió hacer eso —gritó el abogado al borde de las lágrimas—. No debió haberlo hecho en absoluto. Ni siquiera se da cuenta de lo que ha hecho. Quizás allí dentro estaba el perdón. ¡No será posible conseguir otro!
Cincinnatus recogió un puñado de pedacitos y trató de reconstruir por lo menos una frase coherente, pero todo estaba mezclado, deformado, desarticulado.
—Ésta es la clase de cosas que usted siempre hace —gimió el abogado, tomándose las sienes y paseándose por la celda—. Quizá su salvación estuviera allí, en sus manos, de usted... ¡Es horrible! Bueno, ¿qué voy a hacer con usted? Ya todo está perdido y terminado... ¡Y yo estaba tan contento! ¡Lo fui preparando tan cuidadosamente!
—¿Se puede? —dijo el director con voz dilatada mientras abría la puerta—. ¿No les molesto?
—Pase, por favor, Rodrig Ivanovich, pase por favor —dijo el abogado—. Pase, por favor mi querido Rodrig Ivanovich. Sólo que no hay mucha alegría aquí...
—Bueno, ¿y qué tal está hoy nuestro condenado amigo? —bromeó el elegante, digno director, estrechando entre sus carnosas garras rojizas la fría manecita de Cincinnatus—. ¿Todo marcha bien? ¿Ningún dolor o molestia?; ¿Aún chismorreando con nuestro incansable Roman Vissarionovich? Oh, a propósito, querido Roman Vissarionovich, tengo una buena noticia para usted; mi traviesa pequeña encontró su gemelo en la escalera. Là voici. ¿Es oro francés, no es cierto? Muy, muy delicado. No tengo por costumbre hacer cumplidos, pero debo decir...
Ambos se dirigieron a un rincón, pretendiendo examinar la encantadora chuchería, discutir su historia y valor maravillarse ante ella.
Cincinnatus aprovechó la oportunidad para sacar de debajo del catre y, con un sonido agudo y susurrante que se tornó indeciso al final...
—Sí sin duda alguna un excelente gusto, excelente —repitió el director mientras dejaba el rincón junto con el abogado—. De modo que anda bien, joven —dijo despreocupadamente dirigiéndose a Cincinnatus, quien se estaba recostando en la cama—. De todos modos, no debo hacer niñerías. Al público, y a todos nosotros como representantes de ese público, sólo le interesa su bienestar; eso ya debía serle evidente. Estamos dispuestos a ayudarle aliviando su soledad. Dentro de pocos días un nuevo prisionero será transferido a una de nuestras celdas de lujo. Trabará conocimiento con él y eso le entretendrá»
—¿Dentro de pocos días? —preguntó Cincinnatus—. ¿Entonces, habrá unos pocos días más?
—Óiganlo —bromeó el director—. Tiene que saberlo todo. ¿Qué le parece, Roman Vissarionovich?
—Oh, amigo mío. Tiene usted tanta razón —suspiró el abogado.
—Sí, señor —continuó el primero, haciendo sonar sus llaves—. Tiene que cooperar más, señor. Siempre está enojado, arrogante, engañador. Anoche le traje unas ciruelas, sabe, ¿y qué cree que hizo? Su excelencia ni las probó; su excelencia es demasiado orgulloso. ¡Sí, señor! Le decía que íbamos a tener un nuevo prisionero. Con él cubrirá su cuota de charla. No es necesario abatirse como usted lo hace. ¿No le parece, Roman Vissarionovich?
—Ya lo creo, Rodion, ya lo creo —convino el abogado con involuntaria sonrisa.
Rodion se golpeó la barba y continuó:
—Estoy empezando a sentir pena por el pobre caballero; entro, miro, está sobre la silla arriba de la mesa, tratando de alcanzar los barrotes con sus manecitas y sus pies como un mono enfermo. Y con el cielo tan azul y las golondrinas volando y las nubéculas allá arriba, qué bendición, qué bienaventuranza. Bajo al caballero de la mesa como a un niño, y me pongo a gritar, sí, tan cierto como que estoy aquí, parado..., yo grito y grito... verdaderamente me hice pedazos, me daba tanta pena por él.
—Bueno, ¿qué le parece si lo llevamos arriba? —sugirió el abogado vacilante.
—Vaya, seguro, eso podemos hacerlo —dijo lentamente Rodion con seria benevolencia—. Eso siempre podemol hacerlo.
—Envuélvase bien en su bata —indicó Roman Vissarionovich.
Cincinnatus dijo:
—Le obedezco. Sin embargo, exijo, sí, exijo. (Y el pobre Cincinnatus comenzó a golpear los pies contra el suelo histéricamente, perdiendo sus zapatillas.) Que se me informe cuánto tiempo me queda de vida... y si se me permitirá ver a mi mujer.
—Probablemente sí —respondió Roman Vissarionovich después de cambiar miradas con Rodion—. Pero no hable tanto. Bueno, vamos.
—Si gustan ustedes pasar —dijo Rodion empujando con el hombro la puerta sin llave.
Salieron los tres: primero Rodion con sus piernas corvas, sus viejos pantalones descoloridos que le caían como una bolsa en los fondillos; detrás suyo el abogado, con su levita, un tizne en su cuello de celuloide y un ribete de muselina rosa en la parte de atrás de la cabeza donde terminaba la negra peluca; y finalmente, detrás de él, Cincinnatus, perdiendo sus zapatillas, envolviéndose más en su bata.
En la curva del corredor el otro guardián sin nombre les saludó. La pálida y pétrea luz alternaba con trechos de oscuridad. Caminaron y caminaron. Una curva seguía a otra. Pasaron varias veces junto al mismo dibujo de humedad en la pared, que parecía un horrible caballo escuálido. Aquí y allá era necesario encender la luz; una lámpara polvorienta, arriba o al costado, estallaba en una desagradable luz amarilla. También, algunas veces, estaba quemada, y entonces ellos debían continuar a tientas a través de la densa oscuridad. En un punto, donde un inesperado e inexplicable rayo de sol caía desde arriba y se agitaba empañado al romperse contra las corroídas baldosas, Emmie, la hija del director, con vestido y medias a cuadros en tonos vivos —apenas una niña—, pero con las pantorrillas marmóreas de una pequeña bailarina, jugaba con una pelota arrojándola rítmicamente contra la pared. Se volvió, apartó de su mejilla un bucle dorado tomándolo con el cuarto y el quinto dedo de su mano, y siguió con la vista la breve procesión. Rodion, al pasar, había hecho sonar alegremente sus llaves; el abogado golpeó suavemente sus resplandecientes cabellos, pero ella miraba a Cincinnatus, que le sonriera temerosamente. Al llegar a la siguiente curva del pasillo, los tres miraron hacia atrás. Emmie los observaba mientras hacía saltar ligeramente entre sus infantiles manos la lustrosa pelota roja y azul.