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Nuevamente caminaron en la oscuridad largo rato, hasta que llegaron a un punto muerto, donde una lámpara color rubí brillaba sobre una manguera enrollada. Rodion abrió una puerta baja de hierro; del otro lado se alzaba una empinada escalera de piedra. Aquí el orden se alteró un tanto: Rodion esperó a que pasaran el abogado y Cincinnatus, detrás de quienes se alineó lentamente cerrando la procesión.

No era fácil trepar por la empinada escalera que a medida que subía iba perdiendo lobreguez, y subieron durante tanto tiempo que para no aburrirse, Cincinnatus comenzó a contar los escalones, llegando hasta un número de tres dígitos, pero entonces tropezó y perdió la cuenta. Gradualmente aumentaba la luminosidad. Exhausto, Cincinnatus subía como un niño, comenzando siempre con el mismo pie. Un tirón más, y repentinamente hubo una fuerte ráfaga de viento, una deslumbrante extensión de cielo estival, y el aire estaba poblado por el grito de golondrinas.

Nuestros viajeros se encontraron en una amplia terraza en la cima de una torre, desde donde se apreciaba una vista que cortaba el aliento, ya que no sólo la torre era inmensa, sino que la fortaleza toda se elevaba en la cresta de una inmensa colina, de la que parecía ser monstruosa excrecencia. Muy lejos, allá abajo, podían verse los casi verticales viñedos, y el blanco camino que serpenteaba hasta alcanzar el lecho seco del río; una persona chiquitica vestida de rojo cruzaba el convexo puente; la mancha que corría delante a lo que más se parecía era a un perro. Más lejos aún, la ciudad inundada por el sol describía un amplio hemiciclo: algunas de las casas multicolores marchaban en filas uniformes acompañadas de árboles redondos, mientras otras, de través, descendían las laderas, pisando sus propias sombras; podía distinguirse el movimiento del tránsito en el First Boulevard, y un débil resplandor amatista, al final, donde funcionaba la famosa fuente, y más, más lejos aún, hacia los brumosos pliegues de las colinas que formaban el horizonte, estaba el oscuro punteado de los robledales salpicados por algún laguillo que brillaba como un espejo de mano, mientras otros luminosos óvalos de agua se reunían, brillando a través de la suave bruma, allí, hacia el oeste, donde el meandroso Strop tenía sus fuentes.

Cincinnatus, con la palma de la mano contra la mejilla, en inmóvil, inefablemente vaga y quizá feliz desesperación, contempló los destellos y la bruma de los Tamara Gardens y tras ellos las desvanecidas colinas color azul paloma. Oh, pasó un largo rato antes de que pudiera apartar sus ojos...

A poca distancia de él, el abogado apoyaba los codos sobre el ancho parapeto de piedra, cuya superficie estaba cubierta por cierta clase de planta emprendedora. Tenía la espalda sucia de yeso. Atisbaba el espacio pensativamente; su pie izquierdo, que calzaba zapato de charol cruzado sobre el derecho, y distendiéndose tanto las medias con los dedos, que los párpados inferiores se le daban vuelta. Rodion había encontrado una escoba por algún lado y barría en silencio las baldosas de la terraza.

Qué fascinante es todo esto —dijo Cincinnatus, dirigiéndose a los jardines, a las colinas (y por alguna razón le resultaba especialmente agradable repetir la palabra «fascinante» de cara al viento, algo así como cuando los niños se cubren y luego descubren las orejas, divertidos por ese reencuentro con el mundo de los sonidos)—. ¡Fascinante! Nunca he visto así esas colinas, tan misteriosas.

Entre alguno de sus pliegues, en sus misteriosos valles, no podría yo... No, será mejor que no piense en eso.

Recorrió completamente la terraza. Hacia el norte, se extendían inmensas llanuras cruzadas por las sombras de las nubes que se deslizaban rápidamente, praderas alternadas con campos sembrados. Más allá de una curva del Strop podían verse los contornos borrados por la maleza del viejo aeródromo, y la construcción donde guardaban el venerable, decrépito aeroplano, que con diversos remiendos en sus herrumbrosas alas, todavía era usado en los días de fiesta, principalmente para diversión de los lisiados. La materia se fatiga. El tiempo pasa sin sentir. En la ciudad había un hombre, un farmacéutico, cuyo bisabuelo, según contaba, había dejado un informe relatando cómo los mercaderes iban a la China por aire.

Cincinnatus completó su viaje por la terraza y regresó a su parapeto sur. Sus ojos efectuaban excursiones sumamente ilegales. Ahora creía distinguir aquel arbusto en flor, aquel pájaro, aquel sendero que se perdía debajo de un dosel de hiedra...

—Bastante por hoy —dijo el director de buen talante tirando la escoba en un rincón y volviéndose a poner la levita—. Retornemos al hogar.

—Sí, ya es hora —respondió el abogado mirando su reloj.

Y la misma pequeña procesión emprendió el regreso: al frente iba el director Rodrig Ivanovich, detrás suyo abogado Roman Vissazionovich, y detrás de éste el prisionero Cincinnatus, quien después de tanto aire fresca se encontraba acosado por espasmos de bostezos. La espalda de la levita del director estaba manchada de yeso.

CAPÍTULO IV

Ella entró, aprovechando la visita matinal de Rodion, deslizándose por debajo de sus manos, que sostenía la bandeja.

—Tut, tut, tut —dijo él, conjurando una tormenta de chocolate. Con suave pie cerró la puerta a sus espaldas, y murmuró entre los bigotes—: Qué criatura desobediente...

Mientras tanto Emmie se había escondido, agazapada debajo de la mesa.

—¿Leyendo un libro, eh? —observó Rodion sonriendo amablemente—. Así vale la pena pasar el tiempo.

Sin levantar los ojos de la página Cincinnatus emitió dos sílabas de asentimiento, pero sus ojos ya no entendieron el texto.

Rodion terminó su sencilla tarea, disipó con un trapo el polvo que bailaba en un rayo del sol, alimentó a la araña y salió.

Emmie estaba aún agazapada, pero algo menos contraída, cimbrando un poco, como sobre muelles; los suaves brazos cruzados, la boca rosada apenas entreabierta, y sus largas pestañas, claras, casi blancas, parpadeando mientras contemplaba la puerta por sobre la mesa. Un gesto ya familiar: rápidamente, con una fortuita elección en los dedos, apartó el blondo cabello caído sobre la sien, mirando con el rabo del ojo a Cincinnatus, quien había hecho a un lado su libro y esperaba para ver qué iría a suceder luego.

—Se ha ido —dijo Cincinnatus.

Ella cambió de posición pero continuó agachada y contemplando la puerta. Se encontraba turbada y no sabía qué hacer. Repentinamente mostró los dientes y, en un destello, sus blancas piernas de bailarina volaron hacia la puerta, que, por supuesto, resultó estar cerrada. Su cinturón de moaré avivó el aire de la celda.

Cincinnatus le hizo las dos preguntas de rigor. De a pedacitos ella le dijo su nombre y que tenía doce años.

—¿Y sientes pena por mí? —preguntó Cincinnatus.

A esto no contestó. Levantó de un rincón el jarro de barro y lo acercó a su rostro. Estaba vacío, sonaba a hueco. Se lo puso contra la boca y gritó dentro varias veces; un instante después lo tiró a un lado; ahora apoyaba contra la pared los codos y los omóplatos y se dejaba deslizar hacia abajo para volverse a enderezar luego. Sonrió para sí y despues, sin interrumpir su juego, miró a Cincinnatus con el ceño fruncido, como mira uno al sol poniente. Todo indicaba que se trataba de una niña revoltosa, inquieta.