Pobre Tom, pobre Judy. Estaban completamente fuera de juego cuando hicieron el pacto con Fredric Tobin.
– ¿De modo que la idea de Fredric Tobin el Magnánimo no le apetecía?
– En absoluto.
– Estoy convencido, Freddie, de que sólo se hace el duro. Apuesto a que tiene el corazón de un buen chico. No me sorprendería que lo guardara en un frasco, sobre la repisa de la chimenea.
Una vez más se rió. Había llegado el momento de cambiarle de nuevo el humor y mantenerlo interesado en la conversación.
– Por cierto, la tormenta ha destruido sus viñedos y el cobertizo de sus barcos. Y yo he destrozado su bodega y también su piso en la torre Tobin. Sólo quería que lo supiera.
– Gracias por compartir esa información conmigo. No es usted muy diplomático, ¿verdad?
– La diplomacia es el arte de decir «Bonito perro» hasta que uno encuentra una piedra.
– Pues se ha quedado sin piedras, señor Corey, y lo sabe -dijo con una carcajada.
– ¿Qué es lo que quiere, Tobin?
– Quiero saber dónde está el tesoro.
– Creí que estaba aquí -respondí, un tanto sorprendido.
– Yo también lo creía. Estuve aquí en agosto, en una visita arqueológica privada con los Gordon. Entonces estaba aquí, en esta habitación, sepultado bajo las viejas cajas de municiones. Pero ha desaparecido. En su lugar hay una nota -agregó.
– ¿Una nota? ¿Una de esas notas que te mandan a la mierda?
– Sí. Una de esas notas que te mandan a la mierda, de los Gordon, en la que dicen que han trasladado el tesoro y que si les ocurre alguna desgracia imprevista, nunca se descubrirá su nuevo emplazamiento.
– De modo que se ha jodido a sí mismo. Me alegro.
– No puedo creer que no compartieran el secreto con alguien de su confianza -dijo Tobin.
– Puede que lo hicieran.
– Alguien como usted. ¿Fue así como supo que esto no tenía nada que ver con la guerra bacteriológica? ¿Fue así como descubrió la existencia del tesoro del capitán Kidd? ¿Fue así como supo que yo estaba involucrado? Respóndame, Corey.
– Lo averigüé todo por mi cuenta.
– ¿Entonces no tiene la menor idea de dónde se encuentra el tesoro ahora?
– En absoluto.
– Es lamentable.
Levantó de nuevo la automática en posición de tiro.
– Bueno, puede que tenga alguna pequeña pista.
– Lo suponía. ¿Le mandaron una carta póstuma?
No, pero ojalá lo hubieran hecho.
– Me dieron algunas indicaciones que no tienen mucho sentido para mí, pero tal vez lo tengan para usted.
– ¿A saber?
– Bueno… ¿Cuánto cree que vale?
– ¿Para usted o en total?
– En total. Yo sólo quiero el diez por ciento por ayudarle a encontrarlo.
Levantó la linterna hasta iluminar mi pecho, justo debajo de la barbilla, y me observó un rato.
– ¿Me está tomando el pelo, señor Corey?
– De ningún modo.
Tobin permaneció un rato en silencio, desgarrado entre el deseo ardiente de acabar conmigo inmediatamente y la vaga esperanza de que yo supiera realmente algo respecto al paradero del tesoro. Buscaba entre migajas y lo sabía, pero no podía aceptar el hecho de que toda su estrategia Se hubiera desmoronado, que no sólo se había arruinado, sino que el tesoro había desaparecido, que se habían desperdiciado varios años de esfuerzo y que era bastante probable que lo juzgaran y condenaran por asesinato, y acabara en la silla eléctrica.
– Era realmente increíble -dijo por fin Tobin-. No sólo había monedas de oro, sino joyas… joyas del gran mogol de la India… rubíes, zafiros y perlas en exquisitos engarces de oro… y bolsas y bolsas de piedras preciosas… Había joyas por un valor de diez o veinte millones de dólares… tal vez más… -declaró con un pequeño suspiro-. Creo que usted ya lo sabía. Creo que los Gordon se lo contaron o le dejaron una carta.
Deseaba fervientemente que lo hubieran hecho, a ser posible lo primero. Pero no habían hecho ni lo uno ni lo otro, aunque tal vez se lo proponían. Pero, como sospechaba, aparentemente los Gordon le habían dado a Tobin la impresión de que John Corey, del Departamento de Policía de Nueva York, sabía algo, y se suponía que eso debía mantenerlos vivos, pero no fue así. De momento conservaba mi vida, pero no por mucho tiempo.
– Usted sabía quién era yo cuando fui a verle a sus viñedos.
– Por supuesto. ¿Se cree la única persona lista en el mundo?
– Sé que soy el único listo en esta sala.
– Si es tan jodidamente perspicaz, señor Corey, ¿por qué está ahí con las manos sobre la cabeza y por qué soy yo quien tiene el arma?
– Buena pregunta.
– Me está haciendo perder el tiempo. ¿Sabe o no sabe dónde está el tesoro?
– Sí y no.
– Ya basta. Tiene cinco segundos para decírmelo. Uno… -Empezó a contar mientras se preparaba para disparar.
– ¿Qué importa donde esté el tesoro? Nunca se saldrá con la suya, ni respecto al tesoro, ni a los asesinatos.
– Mi barco está equipado para llevarme hasta Sudamérica. Dos…
– Sea realista, Freddie. Si se imagina a sí mismo en una playa, rodeado de hermosas indígenas que le ofrecen mangos, olvídelo. Entrégueme el arma y me aseguraré de que no lo manden a la silla eléctrica. Le juro por Dios que no le matarán.
Lo haré yo personalmente.
– Si sabe algo, le conviene contármelo. Tres…
– Creo que Stevens averiguó algo. ¿Qué opina?
– Es posible. ¿Cree que él tiene el tesoro? Cuatro…
– Freddie, olvide ese jodido tesoro. Si sale al exterior y escucha atentamente, oirá la sirena de alarma de peligro bioquímico. Ha habido una fuga. Debemos llegar a un hospital en las próximas horas o, de lo contrario, moriremos.
– Miente.
– No, no miento. ¿No ha oído la sirena?
– Supongo que, de una forma u otra, todo ha terminado -dijo después de un prolongado silencio.
– Efectivamente. Hagamos un trato.
– ¿Qué clase de trato?
– Me entrega la pistola, salimos de aquí, vamos rápidamente a su barco y luego al hospital. A continuación, le contaremos al fiscal del distrito que se ha entregado voluntariamente y le concederán la libertad bajo fianza. Dentro de un año le juzgarán y todo el mundo tendrá la oportunidad de contar sus mentiras. ¿Qué le parece?
Tobin guardó silencio.
Evidentemente, la posibilidad de conseguir la libertad bajo fianza con una acusación de múltiple asesinato era inexistente y, además, no había utilizado palabras como detención, cárcel ni nada igualmente negativo.
– Tenga la seguridad de que yo mismo me ocuparé de usted si se entrega voluntariamente. Se lo juro por mi madre.
No le quepa la menor duda.
Parecía considerar mi propuesta. Era un momento delicado y peligroso, porque debía elegir entre luchar, huir o entregarse. No olvidaba que Tobin era un jugador atroz a largo plazo, excesivamente engreído para abandonar el juego cuando perdía.
– Estoy convencido de que usted no está aquí como agente de la autoridad -dijo.
Temía que llegara a dicha conclusión.
– Estoy convencido de que se lo ha tomado todo personalmente y de que se propone hacer conmigo lo que yo les hice a Tom, Judy, los Murphy y Emma…
Evidentemente, estaba en lo cierto y eso me convertía en hombre muerto. Así que me arrojé a la izquierda, lejos del haz de la linterna, y rodé por el suelo en la oscuridad. Tobin movió la linterna y disparó, pero yo estaba mucho más lejos de lo que calculaba. Aproveché el ruido del disparo para rodar en dirección contraria y saqué la navaja de mis vaqueros, antes de que me amputara el pene.