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La concentrada luz se desplazaba frenéticamente por la sala. De vez en cuando, disparaba a ciegas y la bala rebotaba en los muros de hormigón, mientras el estruendo del disparo retumbaba en la oscuridad.

En una ocasión, el rayo me pasó por encima, pero, cuando Tobin se percató y volvió a enfocarlo en el mismo lugar, yo ya me había desplazado de nuevo. Jugar al escondite con balas y una linterna no es tan divertido como parece, pero más fácil de lo que cabe suponer, especialmente en un gran espacio como aquél, desprovisto de obstáculos.

Palpaba en busca de la escopeta cada vez que rodaba por el suelo o me arrastraba, pero no llegué a encontrarla. A pesar de no disponer de arma de fuego, ahora era yo quien tenía ventaja y, siempre y cuando ese imbécil tuviera la linterna encendida y siguiera disparando, yo sabría dónde estaba. Era evidente que el impávido Freddie había perdido el temple.

Antes de que se le ocurriera apagar la linterna, me lancé sobre él como un jugador de rugby. Me oyó en el último instante y giró hacia mí simultáneamente la linterna y la pistola en el momento de la embestida. Hizo el mismo ruido que un globo al reventarse y se desplomó como un bolo. No podía conmigo. Primero le arrebaté la pistola de la mano y luego le quité la linterna. Apoyé mis rodillas en su pecho, con la linterna en una mano, iluminándole la cara, y la navaja en la otra, junto a su garganta.

– De acuerdo… De acuerdo… Ha ganado… -dijo Tobin respirando con dificultad.

– Correcto -respondí, golpeándole con el mango de la navaja y rompiéndole el puente de la nariz.

Oí el crujido de la fractura y vi que le salía sangre por la nariz mientras gritaba. Los gritos se convirtieron en gemidos y me miró con los ojos muy abiertos.

– No… por favor… basta…

– No, no, no basta. No basta.

El segundo golpe con el mango de la navaja le quebró la dentadura y luego utilicé la hoja para quitarle la melena. Gimió de nuevo, pero estaba bastante aturdido y no reaccionó plenamente ante mi agresividad.

– ¡Le aplastaste la cabeza! -Me oí exclamar en la oscuridad-. ¡La violaste! ¡Jodido hijo de puta!

– No… no…

Sabía que ya no actuaba de un modo racional y debí haberme marchado. Pero las imágenes de los muertos acechaban en la negrura y después del terror del viaje en barco, de la persecución por Plum Island, de la fuga bioquímica y de eludir balas en la oscuridad, John Corey se había convertido en algo que debía mantenerse preferiblemente oculto. Le golpeé dos veces en la frente con el mango de la navaja, pero no logré fracturarle el cráneo.

Tobin soltó un lastimero lamento.

Quería incorporarme y salir corriendo antes de hacer algo irremediablemente perverso, pero en mi corazón había despertado esa maldad que todos albergamos.

Llevé la navaja a mi espalda y, con un impulso, la hundí en el vientre de Tobin a través de sus pantalones, con un corte lateral que abrió su carne y sus intestinos salieron de la cavidad abdominal.

Tobin dio un grito, pero luego se sumió en un extraño silencio y permaneció inmóvil, como si intentara comprender lo sucedido. Debió de sentir el calor de la sangre, pero sus constantes vitales eran buenas y probablemente agradecía a Dios el hecho de seguir vivo. No tardaría en remediarlo.

Llevé mi mano derecha a su vientre, agarré un buen puñado de intestinos calientes, tiré de ellos y los arrojé sobre su cara.

A la luz de la linterna se cruzaron nuestras miradas y su expresión era casi enigmática. Pero como no disponía de ningún referente para comprender la naturaleza de la materia humeante que tenía sobre la cara, decidí darle una pista.

– Tus entrañas -dije.

Gritó repetidamente mientras agitaba las manos frente a su cara.

Me levanté, me limpié las manos en los pantalones y eché a andar. Los gritos y los gemidos de Tobin retumbaban en la intensa frialdad de la sala.

Capítulo 37

No me apetecía la larga caminata por la oscuridad del túnel. Además, es una buena táctica no regresar por el mismo camino, donde podría haber alguien esperando.

Contemplé el agujero del techo. Nunca había sido tan apetecible un cielo oscuro y tormentoso. Me acerqué a la estructura de acero, que se levantaba desde el suelo hasta el techo del arsenal. Ése era el lugar por donde, en otra época, se izaban las enormes balas de cañón y la pólvora a las baterías de la superficie, así que consideré que la estructura debía de ser bastante sólida. Me subí al primer travesaño y soportó mi peso. Después de escalar otros cuantos travesaños, comprobé que estaban bastante oxidados, pero aguantaban.

La lluvia me mojaba desde el agujero del techo y los gemidos de Fredric Tobin me agobiaban desde abajo. Era de esperar que se le acabaran los gemidos al cabo de un rato. Me refiero a que, superado el horror inicial, la persona debería recuperar la compostura, guardar los intestinos en el lugar correspondiente y callarse.

En cualquier caso, mejoraba la calidad del aire cuanto más ascendía. A unos cinco metros del suelo, sentía el viento que penetraba por el agujero. A los seis metros y medio llegué al agujero, donde la lluvia azotaba horizontalmente; había vuelto la tormenta.

Ahora me di cuenta de que el agujero estaba rodeado de una verja de alambre espinoso, levantada evidentemente para evitar que los animales cayeran por el hueco cuando los emplazamientos se utilizaban como corrales.

– ¡Maldita sea!

Permanecí sobre el último travesaño de la estructura metálica, con la mitad del cuerpo fuera del agujero. Ahora el viento y la lluvia ahogaban los gemidos de Tobin.

Examiné la verja de metro y medio que me rodeaba. Podía encaramarme a ella o descender y regresar por el túnel. Pensé en Tobin ahí abajo, gimiendo con los intestinos desparramados por el suelo. ¿Y si lograba controlarse y encontraba la escopeta o la pistola? Después de haber llegado hasta ahí, decidí seguir el último metro y medio.

El dolor puede ser superado generalmente por el poder de la mente, de modo que me concentré para escalar la verja, llegué arriba y salté al otro lado.

Permanecí un rato tumbado para recuperar el aliento, mientras me frotaba los cortes de las manos y los pies, agradecido de que los médicos del hospital me hubieran administrado la vacuna antitetánica, por si las tres balas estaban sucias.

Sin prestar atención al dolor de los cortes, me puse de pie y miré a mi alrededor. Estaba en un emplazamiento circular de artillería, de unos diez metros de diámetro, construido en la ladera de una colina y rodeado de un muro de hormigón a la altura de mi hombro, que en otra época había protegido el cañón situado en él. Encastrado en el suelo de hormigón había un mecanismo transversal, usado en su momento para maniobrar el cañón en un ángulo de ciento ochenta grados.

En un extremo del emplazamiento vi una rampa de hormigón que conducía a lo que parecía una torre de observación. Por lo que pude deducir, me encontraba en el lado sur de lo que parecía el hueso de una chuleta y el cañón en su época apuntaba al mar. Incluso llegué a oír el ruido de las olas en la costa cercana.

Comprendí que aquellos emplazamientos constituyeran unos buenos corrales y eso a su vez me recordó que el aire estaba impregnado de algo infeccioso. No es que uno pueda olvidar fácilmente semejante cosa, pero supongo que lo reprimía en mi mente. El caso es que alcanzaba a oír los aullidos de la sirena si me concentraba. También oía los gemidos de Fredric Tobin; no literalmente, sino en mi mente, y sabía que durante algún tiempo seguiría oyéndolos.

De modo que ahí estaba, con los gemidos de Tobin en la cabeza, la sirena de fuga bioquímica en mis oídos, el viento y la lluvia en la cara, temblando, frío, sediento, hambriento, cubierto de cortes, medio desnudo y me sentía como si estuviera en la cima del universo. Di un grito de alegría y una especie de salto.