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– ¡Vivo! ¡Estoy vivo! -grité al viento.

– No por mucho tiempo -respondió una voz en mi cabeza.

– ¡Cómo! -exclamé, interrumpiendo mi danza de la victoria.

– No por mucho tiempo.

No era una voz en mi cabeza, sino una voz a mi espalda. Di media vuelta.

En la cima del muro, de casi dos metros de altura, había una figura corpulenta que me observaba, con un atuendo verde oscuro y una capucha que casi le ocultaba la cara. Su aspecto era el de la Muerte, de pie ahí, en plena tormenta, probablemente con una sonrisa en los labios. Aterrador.

– ¿Quién diablos es usted? -pregunté.

La persona, un hombre a juzgar por su voz y su tamaño, no respondió.

Supongo que me sentía un poco avergonzado de que alguien me hubiera sorprendido dando saltos y gritos de alegría bajo la lluvia. Pero tuve la sensación de que ése era el menor de mis problemas en aquel momento.

– ¿Quién diablos es usted?

Tampoco contestó. Pero ahora me di cuenta de que llevaba algo pegado al pecho. ¿La habitual guadaña de la Muerte? Ojalá. Podía haberme enfrentado a alguien con una guadaña. Pero no tuve tanta suerte; se trataba de un rifle. Mierda.

Consideré mis posibilidades. Me encontraba en el fondo de un agujero de casi dos metros de profundidad y había un individuo con un rifle sobre el muro, cerca de la rampa de salida. En dos palabras, me encontraba en un grave atolladero. Realmente jodido.

El individuo se limitaba a mirarme, desde unos diez metros de distancia, al alcance de su rifle. Estaba demasiado cerca de la rampa de salida para intentar esa vía de escape. Mi única oportunidad era el agujero del que había salido, pero eso significaba una carrera de cinco metros hacia él, salvar la verja de alambre espinoso y arrojarme a ciegas por el orificio. Para eso necesitaría unos cuatro segundos y, en ese tiempo, el individuo del rifle podría apuntar y disparar dos veces. Pero puede que no pretendiera lastimarme. Tal vez era un ayudante de la Cruz Roja con una botella de brandy. Claro.

– Eh, amigo, ¿qué le trae por aquí en una noche como ésta? -pregunté.

– Usted.

– ¿Yo?

– Sí, usted. Usted y Fredric Tobin.

Ahora reconocí su voz.

– ¡Caramba, Paul, ya me marchaba!

– Sí -respondió el señor Stevens-, se marcha.

No me gustó su forma de decirlo. Supuse que estaba enfadado por haberle derribado en el jardín de su casa, por no mencionar lo mucho que le había insultado. Y ahí estaba ahora, con un rifle en la mano. A veces la vida es divertida.

– Pronto se habrá marchado -repitió.

– Me alegro. Sólo pasaba por aquí y…

– ¿Dónde está Tobin?

– A su espalda.

Stevens giró fugazmente la cabeza, pero volvió a mirarme.

– Se han detectado dos barcos desde el faro: un Chris Craft y una lancha. El Chris Craft ha dado media vuelta en el estrecho, pero la lancha lo ha cruzado.

– Sí, yo iba en la lancha. Había salido a dar un paseo. ¿Cómo sabía que el Chris Craft era de Tobin?

– Conozco su barco. Lo estaba esperando.

– ¿Por qué?

– Ya lo sabe -respondió-. Mis sensores de movimiento y mis micrófonos han detectado por lo menos dos personas en Fort Terry, además de un vehículo. Lo he comprobado y aquí estoy. Alguien ha asesinado a dos bomberos. ¿Usted?

– No he sido yo. Vamos, Paul, me está entrando tortícolis y tengo frío. Voy a subir por la rampa e iremos a tomar un café al laboratorio…

Paul Stevens levantó el rifle y me apuntó.

– Si se mueve un jodido centímetro, lo mato.

– Comprendido.

– Estoy en deuda con usted por lo que me hizo -aclaró.

– Debe intentar superar su ira de un modo constructivo…

– Cierre esa jodida boca.

– De acuerdo.

Sabía, de forma instintiva, que Paul Stevens era más peligroso que Fredric Tobin. Tobin era un asesino cobarde que si olía a peligro echaba a correr. Pero estaba seguro de que Stevens era un asesino por naturaleza, dispuesto a enfrentarse cara a cara.

– ¿Sabe por qué Tobin y yo estamos aquí? -pregunté.

– Por supuesto -respondió, sin dejar de apuntarme con el rifle-. El tesoro del capitán Kidd.

– Puedo ayudarle a encontrarlo -dije.

– No, no puede. Lo tengo yo.

Mira por dónde.

– ¿Cómo se las arregló…?

– ¿Me toma por estúpido? Los Gordon creían que yo era idiota. Sabía exactamente lo que sucedía con todas esas absurdas excavaciones arqueológicas. Seguí todos y cada uno de sus pasos. No estaba seguro de la identidad de su socio hasta agosto, cuando Tobin llegó como representante de la Sociedad Histórica Peconic.

– Un buen trabajo de investigación. Me aseguraré de que el gobierno le conceda un galardón por su eficacia…

– Cierre esa maldita boca.

– Sí señor. Por cierto, ¿no debería llevar puesta una máscara o algo por el estilo?

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? ¿No es ésa la sirena de alarma bioquímica?

– Lo es. Es un ensayo. Yo lo he ordenado. Todo el personal de servicio en la isla durante el huracán está ahora en el laboratorio con un equipo de protección bioquímica, ejercitándose en el proceso de biocontención.

– En otras palabras, ¿no vamos a morir todos?

– No. Usted es el único que va a morir.

Me lo temía.

– Lo que pueda haber hecho -dije en un tono oficial-, no es tan grave como cometer asesinato.

– En realidad, no he cometido un solo delito, y matarle a usted será un placer.

– Matar a un policía es…

– Usted es un intruso y, que yo sepa, un saboteador, un terrorista y un asesino. Lamento no haberle reconocido.

Tensé los músculos dispuesto a correr hacia el agujero, consciente de que era inútil, pero debía intentarlo.

– Me rompió dos dientes y me partió el labio -prosiguió Stevens-. Además, sabe demasiado. Yo soy rico y usted está muerto. Adiós, imbécil.

– Que te jodan, cabrón -exclamé antes de echar a correr, con la mirada fija en él y no en el agujero.

Levantó el rifle y apuntó. No podía fallar.

Sonó un disparo, pero no vi ningún fogonazo en el rifle ni sentí dolor en el cuerpo. Cuando llegué a la verja, dispuesto a saltar por encima del alambre espinoso y arrojarme de cabeza al agujero, vi que Stevens saltaba del muro para acabar conmigo. O por lo menos eso creí. Pero, en realidad, se estaba cayendo de frente y se golpeó la cara contra el suelo de hormigón. Choqué contra el alambre espinoso y me detuve.

Permanecí inmóvil un instante, observándole. Se contorsionó un rato, como si hubiera recibido un impacto en la columna vertebral, lo que significaba que estaba acabado. Oí el inconfundible estertor de la muerte. Por fin se estremeció y cesó el sonido. Levanté la cabeza. Beth Penrose estaba sobre el muro y apuntaba a Paul Stevens con su pistola.

– ¿Cómo has llegado hasta aquí? -pregunté.

– Andando.

– Me refiero…

– Venía a buscarte, cuando le he visto a él y le he seguido.

– Ha sido una suerte para mí.

– No para él -respondió Beth.

– Debes decir «¡Alto, policía!» -dije.

– A la mierda con eso -contestó Beth.

– Estoy contigo. Estaba a punto de matarme.

– Lo sé.

– Podías haber disparado antes.

– Espero que no critiques mi actuación.

– No señora. Buen disparo.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– Sí. ¿Y tú?

– Estoy bien. ¿Dónde está Tobin?

– Pues… no está aquí.

– ¿Qué papel tiene ése? -preguntó después de mirar fugazmente a Stevens.

– Un simple carroñero.

– ¿Has encontrado el tesoro?

– No, Stevens lo encontró.

– ¿Sabes dónde está?