Abrí el sobre y saqué las tres hojas que contenía, escritas nítidamente a mano por ambas caras con tinta azul. Leí:
«Querido John, si estás leyendo esto, significa que estamos muertos, de modo que saludos desde la tumba.»Dejé la carta sobre la mesa, me acerqué al frigorífico y saqué una cerveza.
– Saludos desde la tierra de los muertos vivientes -respondí.
Seguí leyendo:
«¿Sabías que el tesoro del capitán Kidd estaba sepultado cerca de aquí? Bueno, ahora puede que ya lo sepas. Eres una persona inteligente y apostamos a que has averiguado parte de todo esto. En todo caso, ésta es la historia.»Tomé un trago de cerveza y leí las tres páginas, en las que había un relato detallado de los sucesos relacionados con el tesoro de Kidd, Plum Island y la relación de los Gordon con Fredric Tobin. No había sorpresas en la carta, sólo algunos detalles que se me habían pasado por alto. En cuanto a algunos aspectos sobre los que había especulado, como el descubrimiento del paradero del tesoro en Plum Island, decían lo siguiente:
«Poco después de nuestra llegada a Long Island recibimos una invitación de Fredric Tobin a una degustación de vino. Asistimos a dicha velada en los viñedos Tobin y conocimos a Fredric Tobin. Siguieron otras invitaciones.»Así empezó la seducción de los Gordon por parte de Fredric Tobin. En algún momento, según la carta, Tobin les mostró un mapa rudimentario dibujado sobre pergamino, pero no les dijo cómo lo había conseguido. El mapa era de Pruym Eyland e incluía direcciones en grados, distancia en pasos, puntos de referencia y una gran cruz. El resto de la historia era previsible y poco tardaron Tom, Judy y Fredric en establecer un pacto diabólico.
Los Gordon aclaraban que no confiaban en Tobin y que probablemente sería el causante de sus muertes, aunque pareciera un accidente, obra de agentes extranjeros o lo que fuera. Por fin, Tom y Judy habían llegado a comprender a Fredric Tobin, pero habían tardado mucho y era demasiado tarde. En su carta no se mencionaba a Paul Stevens, sobre quien no tenían la menor sospecha.
Se me ocurrió que Tom y Judy eran como los animales con los que trabajaban: inocentes, ingenuos y condenados desde el primer momento de pisar Plum Island.
La carta terminaba diciendo:
«Ambos te apreciamos y confiamos plenamente en ti, John, y sabemos que harás todo lo posible para que triunfe la justicia. Cariñosamente, Tom y Judy.»Dejé la carta sobre la mesa y durante un largo rato mi mirada se perdió en la lejanía.
De haber recibido antes esa carta, la última semana de mi vida habría sido muy diferente. Sin duda, Emma todavía viviría, aunque probablemente nunca la habría conocido.
Hace un siglo, la gente podía llegar a una encrucijada en su vida en alguna ocasión y verse obligada a elegir una dirección. Actualmente vivimos inmersos en microchips, donde se abren y se cierran millones de caminos cada millonésima de segundo. Pero, lo peor del caso, es que son otros quienes pulsan los botones.
Después de una media hora meditando sobre el sentido de la vida, alguien llamó a la puerta y la abrí. Eran unos agentes de policía, concretamente unos payasos de asuntos internos que, por alguna razón, parecían enfadados conmigo. Fui con ellos al cuartel general, para explicar por qué no había contestado las llamadas oficiales de teléfono y por qué no me había presentado a mi cita, por no mencionar la colaboración con la policía de Southold. Lamentablemente, estaba allí mi jefe, el teniente Wolfe, pero también Dom Fanelli, a quien me encantó ver de nuevo, y nos reímos juntos.
Los jefes hablaron de toda esa basura del lío en el que estaba metido, por lo que llamé a mi abogado y al representante de nuestra asociación profesional y, por la tarde, ya casi se había llegado a un pacto.
Es la vida. El significado de la vida no tiene mucho que ver con el bien y el mal, lo justo y lo injusto, el deber, el honor, el país, ni nada de eso; tiene que ver con el establecimiento de un pacto adecuado.
Capítulo 38
Nevaba suavemente en la Décima Avenida y, desde el sexto piso donde yo me encontraba, veía los copos que se arremolinaban a la luz de las farolas y los faros de los coches.
Mis alumnos llenaban paulatinamente el aula, pero no volví la cabeza para mirarlos. Era la primera clase del nuevo semestre y esperaba aproximadamente unos treinta estudiantes, pero no había consultado la lista. El título de la asignatura era Justicia Criminal 709 y el subtítulo Investigación de Homicidios. El curso constaría de quince sesiones de dos horas todos los miércoles, además de conferencias. Equivalía a tres créditos. Examinaríamos técnicas sobre la seguridad del escenario del crimen, la identificación, obtención y conservación de pruebas, las relaciones de trabajo con otros expertos, incluidos los especialistas en huellas dactilares y los patólogos forenses, así como las técnicas interrogatorias. En las últimas cuatro sesiones, examinaríamos algunos casos notables de homicidio. No analizaríamos los múltiples homicidios del norte de Long Island; lo dejaría perfectamente claro desde el primer momento.
Por regla general, mis estudiantes oscilan entre aspirantes a policías y detectives de otras fuerzas, que acuden a Nueva York con gastos pagados, policías uniformados de la ciudad y los suburbios, que aspiran a la placa dorada o buscan una ayuda para sus exámenes de promoción, así como algún abogado defensor de vez en cuando, que aprende de mí la forma de evitar que condenen por alguna razón técnica a la escoria de sus clientes.
En una ocasión, tuve un alumno que no se perdía ninguna clase, escuchaba atentamente todo lo que decía, consiguió un diez a final de curso y luego asesinó al amante de su esposa.
Creyó haber cometido el crimen perfecto, pero un testigo accidental le ayudó a conseguir una habitación junto a la silla eléctrica. Asombroso. Sigo creyendo que se merecía el diez.
Había escrito mi nombre en la pizarra y, debajo, el título de la asignatura para que los Sherlock Holmes en potencia, a quienes no bastara el nombre del profesor y el número de aula, supieran que estaban en el lugar adecuado.
Parte de mi pacto con el Departamento de Policía de Nueva York consistía en su cooperación respecto a mi inutilidad del setenta y cinco por ciento, el abandono de todos los cargos previstos contra mí y la ayuda del Departamento para asegurar mi cargo de profesor adjunto y un contrato bianual en el Colegio John Jay de Justicia Criminal. No les resultó difícil conseguirlo, ya que existe un fuerte vínculo entre el Departamento de Policía de Nueva York y el John Jay. Por mi parte, lo único que debía hacer era jubilarme y realizar declaraciones positivas en público sobre el Departamento de Policía de Nueva York y sobre mis superiores. Cumplo con mi parte. Todas las mañanas en el metro digo alto y claro: «El Departamento de Policía de Nueva York es estupendo. Me encanta el teniente Wolfe.»Sonó el timbre y me alejé de la ventana para acercarme a la tarima.
– Buenas tardes -dije-. Soy John Corey, ex detective de homicidios del Departamento de Policía de Nueva York. Sobre sus pupitres encontrarán un programa general del curso, una lista de lecturas obligatorias y recomendadas, y algunas sugerencias para sus trabajos y proyectos. Todos presentarán sus proyectos ante la clase.
Y eso reducirá considerablemente mis treinta horas de clases.
Hablé un poco sobre el curso, las notas, la asistencia y cosas parecidas. Me fijé en algunos de los estudiantes de las primeras filas, que oscilaban entre los dieciocho y los ochenta años, aproximadamente mitad hombres y mitad mujeres, blancos, negros, asiáticos, hispanos, un individuo con turbante, dos mujeres con saris y un sacerdote católico. Eso sólo sucede en Nueva York. Lo que todos tenían en común, supongo, era su interés por la investigación de homicidios. El asesinato es algo fascinante y aterrador, es el gran tabú, el crimen que todas las culturas a lo largo de los tiempos han condenado tal vez como el peor delito contra la sociedad, la tribu, el clan y el individuo.