Vi muchos ojos despiertos y cabezas que asentían cuando hablaba, y supongo que todos queríamos estar ahí, lo que no siempre sucede en las aulas.
– También examinaremos algunos enfoques no científicos de la investigación -dije-, como la idea de las corazonadas, el instinto y la intuición. Intentaremos definir…
– Disculpe, detective.
Miré y vi una mano levantada que se agitaba en la última fila. ¡Maldita sea! Por lo menos podía esperar a que acabara de hablar. Supongo que la mano estaba pegada a un cuerpo, pero la mujer a la que pertenecía ésta se había situado tras un individuo muy corpulento y lo único que alcanzaba a ver era la mano que se agitaba.
– Sí, dígame -respondí.
Beth Penrose se levantó y estuve a punto de desmayarme.
– Detective Corey, ¿tratará usted el tema de los registros y las confiscaciones legales y el de los derechos de los sospechosos en caso de registros ilegales, así como la forma de llevarse bien con su compañero o compañera sin causarle irritación? -preguntó.
La clase se rió. A mí no me pareció divertido.
– Voy a tomarme un pequeño descanso -dije después de aclararme la garganta-. Regresaré dentro de cinco minutos.
Salí del aula y caminé por el pasillo. Todas las demás clases trabajaban y el corredor estaba silencioso. Me detuve junto al grifo y bebí un trago de agua.
Beth Penrose me observaba a pocos pasos de distancia. Me incorporé y la contemplé. Llevaba unos vaqueros ceñidos, botas de montaña y una camisa de franela remangada y varios botones desabrochados. Tenía un aspecto más marimacho de lo que hubiera imaginado.
– ¿Cómo está tu herida? -pregunté.
– Ninguna complicación. Fue sólo una rozadura, pero me ha dejado una cicatriz.
– Cuéntaselo a tus nietos.
– Por supuesto.
Nos quedamos mirándonos.
– No me llamaste -dijo por fin.
– No, no lo hice.
– Dom Fanelli ha tenido la amabilidad de mantenerme informada.
– ¿En serio? Le daré un puñetazo en la nariz cuando me lo encuentre.
– No, no lo harás. Me gusta, lástima que esté casado.
– Eso es lo que él dice siempre. ¿Te has matriculado en mi asignatura?
– Por supuesto. Quince clases de dos horas cada una, todos los miércoles.
– Y te desplazas desde… ¿Dónde vives?
– Huntington. Tardo menos de dos horas en coche o en tren. La clase termina a las nueve, de modo que puedo estar en casa para ver las noticias de las once. ¿Y tú?
– Llego a mi casa para ver las noticias de las diez.
– Me refiero a lo que haces, aparte de dar clases.
– Me basta con esto. Tres clases diurnas y una nocturna.
– ¿Echas de menos el trabajo?
– Supongo que sí. Echo de menos el trabajo, los compañeros, la sensación de estar haciendo algo, pero, definitivamente, no añoro la burocracia ni la imbecilidad. Había llegado el momento de hacer un cambio. ¿Y tú? ¿Todavía en plena euforia?
– Desde luego; soy una heroína. Todos me quieren. Soy un ejemplo para la policía y para mi sexo.
– Yo lo soy para el mío.
– Ésa es sólo la opinión de tu propio sexo. -Rió Beth.
Evidentemente, su conversación era mejor que la mía.
– Me he enterado de que has hablado varias veces con el fiscal de Suffolk -dijo Beth.
– Sí. Todavía intentan dilucidar lo ocurrido. Les ayudo tanto como puedo, teniendo en cuenta mi conmoción cerebral, que me ha causado amnesia selectiva.
– Eso he oído. ¿Es ésa la razón por la que te olvidaste de llamarme?
– No. No lo olvidé.
– Entonces… -Empezó a decir antes de cambiar de tema-. ¿Has vuelto por el norte de Long Island desde…?
– No. Y probablemente nunca vuelva. ¿Y tú?
– En cierto modo me enamoré del lugar y he comprado un pequeño chalet de fin de semana en Cutchogue con un par de hectáreas de terreno, rodeado de campos de cultivo. Me recuerda la granja de mi padre cuando era niña.
Empecé a hablar, pero decidí no hacerlo. No estaba seguro de cuál era el propósito de Beth Penrose, pero dudaba de que hiciera un viaje de tres o cuatro horas todos los miércoles sólo para oír las sabias palabras del maestro, que ya había oído en setiembre y que en parte había rechazado. Evidentemente, la señorita Penrose aspiraba a algo más que a los tres créditos de la facultad. Por otra parte, yo apenas empezaba a acostumbrarme a la libertad.
– En la inmobiliaria local me comunicaron que tu tío había vendido la casa -dijo Beth.
– Sí. Por alguna razón me supo mal.
– Puedes visitarme cualquier fin de semana en Cutchogue.
– Pero antes debo llamar por teléfono -dije después de mirarla.
– Estoy sola -respondió-. ¿Y tú?
– ¿Qué te ha contado mi ex compañero?
– Dice que estás solo.
– Pero no solitario.
– Sólo me ha dicho que no salías con nadie en particular.
No respondí. Consulté mi reloj.
– Mis fuentes de la oficina del fiscal me han dicho que irá a juicio, sin negociación previa. Quieren la pena de muerte por homicidio en primer grado.
Asentí. Puede que no lo haya mencionado, pero el destripado y despeluchado Fredric Tobin había sobrevivido. No me había sorprendido excesivamente, porque sabía que no le había infligido ninguna herida necesariamente mortal. Había evitado sus arterias, no le había apuñalado el corazón ni cortado la yugular, como probablemente debí haber hecho. Creo que inconscientemente no fui capaz de cometer un asesinato, aunque si en mis esfuerzos por capturarlo hubiera fallecido del trauma o de la pérdida de sangre, no me habría importado. Actualmente, estaba en una celda aislada de la cárcel del condado, con la perspectiva de pasar el resto de su vida entre rejas o de ser electrocutado, o tal vez recibir una inyección letal. Ojalá el Estado se decidiera. En cuanto a Fredric, soy partidario de la silla eléctrica y me gustaría ser uno de los testigos oficiales para ver cómo le sale el humo por las orejas.
No me autorizan a visitar a ese pequeño cabrón, pero me he asegurado de que tuviera mi número de teléfono. El gusano me llama cada dos semanas desde la prisión. Yo le recuerdo que su vida de vino, mujeres, canciones, Porsches, lanchas y viajes a Francia ha terminado y que pronto lo sacarán de su celda antes del amanecer para ejecutarlo. Por su parte, me asegura que vencerá sus dificultades y que más me vale que me ande con cuidado cuando salga. Es increíble la vanidad de ese cabrón.
– He visitado la tumba de Emma Whitestone, John -dijo Beth.
No respondí.
– La enterraron en un hermoso cementerio antiguo, junto a todas las tumbas de los Whitestone. Algunas tienen trescientos años de antigüedad.
Tampoco dije nada.
– Sólo la vi en una ocasión, en tu cocina -prosiguió Beth-, pero me gustó y quise llevar unas flores a su tumba. Tú también deberías hacerlo.
Asentí. Debí haber pasado por la floristería y haber asistido al funeral, pero no lo hice. No pude.
– Max ha preguntado por ti.
– No me sorprende. Cree que tengo veinte millones de dólares en oro y joyas.
– ¿Los tienes?
– Por supuesto. Por eso estoy aquí para completar mi pensión.
– ¿Cómo está tu pulmón?
– Bien -respondí mientras me daba cuenta de que varios alumnos se habían impacientado y estaban en el pasillo, algunos para ir al lavabo y otros para fumar un cigarrillo-. Debo volver a clase -agregué.
– De acuerdo.
Lentamente caminamos juntos por el pasillo.
– ¿Crees que algún día encontrarán el tesoro del capitán Kidd? -preguntó ella.
– No. Creo que el paranoico de Paul Stevens lo escondió tan concienzudamente que permanecerá oculto otros trescientos años.