Por el día dormitaba con el cuerpo aguijoneado por los dolores que produce la inactividad. Por las tardes bajaba la escalera de caracol arrastrando el edredón como si fuese la cola de un vestido de novia y durante dos horas me apoltronaba en el sofá-cama de la planta baja, encendía la tele y me quedaba viendo absurdas reposiciones de «El show de Lucille Ball» y «Dobie Gillis». Cuando llegaba la hora de volver a la cama, iba al cuarto de baño, me ponía ante el lavabo y llenaba el vasito de plástico con el nauseabundo jarabe de color verde que me haría dormir durante toda la noche. Jamás he probado una dosis de NyQuil sin sufrir un violento escalofrío a continuación. Soy consciente, a pesar de todo, de que presento todos los síntomas primerizos de una adicta a los fármacos sin receta.
El lunes por la mañana desperté a las seis en punto, segundos antes de que sonara la alarma del reloj. Abrí los ojos, me quedé inmóvil en el arrugado nido y me puse a mirar la claraboya de plexiglás que tengo en el techo, tratando de calibrar el día que me esperaba. El cielo matutino estaba densamente cubierto por una capa de nubes de un kilómetro de grosor por lo menos. Los aviones del puente aéreo entre San Francisco, San José y Los Angeles se quedarían esperando en las pistas del aeropuerto, con la esperanza de que se despejase la niebla.
En Santa Teresa el mes de julio es motivo de especulación. El sol sale tras un banco de nubes que flota justamente frente a la costa. Unas veces la bruma marina se despeja por la tarde. Otras, el cielo se queda nublado y el día discurre bañado por una luz grisácea y amenazadora que crea la ilusión de que va a estallar una tormenta. Los lugareños se quejan y el Santa Teresa Dispatch informa sobre el tiempo en tono despectivo como si el verano no hubiera sido siempre de aquel modo. Los turistas, que llegan en busca del mitificado sol californiano, despliegan los trastos en la playa (sombrillas y cremas protectoras, transistores y aletas de natación) y se ponen a esperar con paciencia a que se abra un resquicio en el sempiterno techo de nubes. Ya veo a sus niños en cuclillas entre las olas con palas y cubos de juguete. Ya veo su carne de gallina, sus labios amoratados, esos dientes que empiezan a castañetear mientras el agua helada se arremolina alrededor de sus pies descalzos. El tiempo se había comportado de un modo extrañísimo durante todo el año, cambiando brutalmente y sin avisar de un día para otro.
Salí de la cama, me puse ropa deportiva, me cepillé los dientes y me peiné mientras me esforzaba por no mirar mi cara hinchada por el sueño. Estaba decidida a correr, pero el cuerpo opinaba lo contrario y después de un kilómetro tuve que detenerme por culpa de un ataque de tos que parecía el berrido de una bestia salvaje en celo. Renuncié a la idea de correr mis cinco kilómetros habituales y me contenté con dar una vuelta a paso gimnástico. El resfriado se me había concentrado en el pecho y mi voz había entrado en el fabuloso registro de los susurrantes pinchadiscos de la frecuencia modulada. Cuando llegué a casa, estaba muerta de frío, pero me sentía llena de energía.
Me di una ducha de agua hirviendo para despejarme los bronquios y salí del cuarto de baño como nueva. Cambié las sábanas, saqué la basura, desayuné a base de fruta y yogur y me fui a la oficina con una carpeta llena de recortes. Encontré sitio para aparcar en la misma calle, anduve manzana y media y me enfrenté a las escaleras. Mi ritmo normal es dos peldaños a la vez, pero aquel día tuve que descansar para recuperar el aliento en todos los descansillos. Lo malo de estar en forma, cosa que se consigue al cabo de los años, es que se pierde con la rapidez del rayo. Después de tres días de inactividad estaba otra vez en el nivel cero, arrastrándome y jadeando como una aficionada. La falta de aliento me produjo otro ataque de tos. Entré por la puerta lateral y me detuve a sonarme la nariz.
Al pasar ante el escritorio de Ida Ruth me detuve a charlar durante unos momentos. Cuando conocí a la secretaria de Lonnie, me dio la sensación de que sus dos nombres no pegaban bien juntos. Traté de llamarla Ida a secas, pero me di cuenta de que tampoco le pegaba. Tiene treinta y tantos años y un tipazo macizo y robusto que no parece hecho para trabajar con la máquina de escribir y mojigaterías por el estilo. Tiene el pelo de color rubio platino y lo lleva peinado hacia atrás como si hubiera aprovechado un huracán para engominárselo. Tiene la piel bronceada, las pestañas blancas y los ojos de un azul marino. Viste de manera tradicionaclass="underline" faldas rectas un poco por debajo de la rodilla, chaquetas con hombreras y de colores apagados, y blusas de manga larga y siempre abotonadas hasta el cuello. Parece como si remando en canoa o escalando precipicios estuviera más en su ambiente. Me han contado que esto es precisamente lo que hace en sus ratos libres: irse de excursión a la sierra, mochila al hombro, para andar cuarenta kilómetros diarios. No la detienen las pulgas, los barrancos, las serpientes venenosas, el zumaque venenoso, los troncos caídos, las piedras puntiagudas, los mosquitos ni ninguno de los restantes y maravillosos aspectos de la naturaleza que yo evito a toda costa.
Sonrió al verme.
– ¿Ya has vuelto? ¿Qué tal por México? Veo que te has puesto de color zanahoria.
Me estaba sonando la nariz y tenía las mejillas rojas a causa del esfuerzo de la subida.
– Tuve suerte y al volver cogí un resfriado en el avión. El bronceado es artificial -dije.
Abrió un cajón y sacó un tubo lleno de pastillas grandes y blancas.
– Vitamina C. Toma unas cuantas. Te servirán.
Cogí una pastilla y la miré a contraluz. Mediría perfectamente dos centímetros y medio de diámetro; me dio la sensación de que si conseguía tragármela despertaría en la UCI.
– Vamos, mujer, coge más. Y toma zinc si te duele la garganta. ¿Qué tal por Viento Negro? ¿Llegaste a ver las ruinas?
Cogí otras dos pastillas de vitamina C.
– Estupendo. Demasiado viento tal vez. ¿Qué ruinas?
– ¿Estás de guasa? Son famosísimas. Había allí un volcán que entró en erupción… no sé, puede que en 1902. Bueno, por aquella época. En cuestión de horas, todo el pueblo quedó sepultado bajo un manto de cenizas.
– Vi las cenizas -dije para no desilusionarla.
Sonó su teléfono y atendió la llamada mientras yo reanudaba la marcha por el pasillo y aprovechaba para llenar un vaso de papel con agua fría del depósito. Eché la pastilla de vitamina C y le añadí un antihistamínico por si las moscas. Era química pero ayudaba a vivir. Llegué al despacho, entré y abrí una ventana para ventilar el recinto después de la semana de ausencia. Encima de la mesa había un montón de cartas: unas cuantas eran facturas, el resto era propaganda. Comprobé si había mensajes en el contestador automático (había seis) y pasé la media hora siguiente poniendo orden. Abrí un expediente a nombre de Wendell Jaffe y metí en él los recortes de prensa que hablaban de la fuga y detención de su hijo.
A las nueve llamé a la Jefatura de Policía de Santa Teresa y pregunté por el sargento Robb, en ese momento me di cuenta de que el corazón me latía con fuerza desde hacía rato. No veía a Jonah desde hacía un año aproximadamente. No creo que haya que calificar de «lío» la relación que tenemos. Cuando lo conocí, estaba separado de su mujer, Camilla. Ésta había abandonado el domicilio conyugal con sus dos hijas, dejando a Jonah con un frigorífico lleno de comidas preparadas-en-casa que Camilla había distribuido en trescientas bandejitas envueltas en papel de plata. Todas las comidas consistían en un plato principal guarnecido con dos clases diferentes de verduras. Las instrucciones, pegadas con cinta adhesiva en la parte superior de las bandejas, decían siempre lo mismo: «Calentar en el horno a trescientos cincuenta grados treinta minutos. Quitar envoltorio y comer». Como si Jonah fuese a comerse la bandeja con envoltorio y todo. A Jonah, por lo visto, no le pareció raro, cosa que habría tenido que tomarse por una pista indicadora. En teoría, era un hombre libre. En realidad, la mujer lo tenía sujeto con dogal, bozal y cadena. Había reaparecido de tarde en tarde con el cuento de que necesitaban un terapeuta. Para cada reconciliación buscaba un consejero matrimonial diferente; así se aseguraba de que no se avanzaba ni un solo paso en ningún sentido. Si por un casual desembocaban en una situación propensa a estabilizar la relación, Camilla la echaba por la borda en el acto. Al final llegué a la conclusión de que ya tenía problemas suficientes y me retiré de la escena. Según parece, ninguno de los dos se dio cuenta. Se conocían desde el séptimo curso de la escuela primaria, desde los trece años. No me extrañaría leer algún día en el periódico local que con motivo de sus bodas de plata pidieran, por favor, que les entregasen los regalos envueltos en papel del susodicho metal.