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Por segunda vez aquel día hice una versión resumida de mi aventura en México. A juzgar por el silencio que siguió a mis últimas palabras, colegí que el teniente Whiteside estaba tomando notas.

– ¿Sabe si utiliza algún nombre falso? -dijo.

– Si no me pide detalles, le confesaré que eché un vistazo a su pasaporte; se había expedido a nombre de Dean DeWitt Huff. Viaja con una mujer llamada Renata Huff, que probablemente es su compañera legal.

– ¿Compañera legal?

– Por lo que sé, Jaffe no se ha divorciado. Su primera mujer consiguió que lo declarasen oficialmente muerto hace un par de meses. Un momento, un momento. ¿Pueden los muertos volver a casarse? No se me había ocurrido pensarlo. Cabe la posibilidad de que en el fondo no sea bígamo. En cualquier caso, a juzgar por los datos que vi, los pasaportes se tramitaron en Los Angeles. Puede que Jaffe esté ya en el país. ¿Se puede seguir el rastro de los nombres a través de la Jefatura Superior de allí?

– No es mala idea -concedió el teniente Whiteside-. Deletréeme el apellido, por favor. ¿Es H, o, u, g, h?

– H, u, f, f.

– Estoy tomando nota de todo -dijo-. Voy a llamar a Los Angeles a ver qué me cuentan en la oficina de pasaportes. También podemos avisar a los funcionarios de aduanas de San Diego y del Aeropuerto Internacional de Los Angeles para que estén alerta por si aparece nuestro hombre. Y avisaré también a San Francisco por si acaso.

– ¿Quiere el número de los pasaportes?

– Claro, aunque sospecho que son falsos o falsificados. Si Jaffe va de aquí para allá clandestinamente, y todo parece indicar que lo hace, es posible que utilice una docena de identidades distintas. Hace mucho que está ausente y cabe la posibilidad de que haya preparado varias documentaciones por si las cosas se le ponen feas. Yo lo haría si estuviera en su pellejo.

– Suena lógico -dije-. No hago más que pensar que si Jaffe se ha puesto en contacto con alguien, ha tenido que ser con su antiguo socio, Carl Eckert.

– En efecto, es probable, pero no quisiera arriesgarme a predecir la clase de acogida que obtendría. Antes eran muy amigos, pero cuando Wendell desapareció por arte de magia, quien se quedó para pagar las consecuencias en solitario fue Eckert.

– Me han dicho que lo metieron en la cárcel.

– Sí señora, allí fue a parar. Por media docena de estafas y robo. A continuación, los inversores se le echaron encima y lo demandaron por estafa, incumplimiento de contrato y un montón de cosas más. No sirvió de nada. Por entonces se había declarado insolvente y los damnificados se quedaron sin nada que reclamar.

– ¿Cuánto tiempo estuvo entre rejas?

– Dieciocho meses, pero no creo que la condena sirviera para pararle los pies a un ladrón de mala muerte como él. No sé quién me contó que lo había visto hace poco. He olvidado dónde, pero sigue en la ciudad.

– Tendré que localizarlo.

– No le será difícil -dijo-. Mientras tanto, ¿podría usted venir para dar las indicaciones pertinentes a nuestro dibujante, con objeto de confeccionar un retrato robot? Hace poco contratamos a un joven llamado Rupert Valbusa. Es un manitas con el dibujo.

– Naturalmente -dije-. Desde luego. -Pero por otra parte me puse a pensar en los inconvenientes resultantes de hacer público un retrato robot de Wendell Jaffe-. A La Fidelidad de California no le gustaría que nuestro hombre pusiera pies en polvorosa.

– Lo entiendo y, créame, a nosotros tampoco -dijo-. Conozco a muchas personas que sentirían un entusiasmo especial si lo viesen en la picota. ¿Tiene alguna foto suya reciente?

– Sólo las fotos en blanco y negro que me entregó Mac Voorhies, pero son de hace seis o siete años. ¿Y ustedes? ¿No tienen una ficha en alguna parte?

– No, pero sí una foto de la época de su desaparición. No creo que sea difícil envejecerle los rasgos. ¿Sabe qué clase de cirugía se ha hecho?

– Creo que le han puesto un injerto en la barbilla y en las mejillas y que le han rebajado la nariz. En las fotos que me dieron da la sensación de que tiene la nariz algo más ancha. Además, ahora tiene el pelo blanco como la nieve y ha engordado. Por lo demás, parece estar sano como un roble. No me gustaría tener un tropiezo con él.

– Le diré lo que vamos a hacer. Voy a darle el teléfono de Rupert y ya se apañarán entre los dos. No lo hemos contratado a jornada completa y sólo viene cuando lo necesitamos. En cuanto Rupert lo tenga listo, imprimiremos un cartel de SE BUSCA. Me pondré en contacto con la Comisaría del Sheriff del Condado de Perdido y con la oficina local del FBI para que repartan carteles por su cuenta.

– Tengo entendido que todavía está vigente cierta orden de búsqueda y captura.

– Sí señora. Lo comprobé antes de llamarla. Puede que los nacionales también lo estén buscando. A ver si hay suerte. -Me dio el teléfono de Rupert Valbusa y añadió-: Cuanto antes lo pongamos en circulación, mejor.

– Entiendo. Gracias.

Llamé a Rupert y se puso el contestador automático. Dejé mi nombre, mi teléfono y un mensaje que comprendía una sinopsis del caso. Sugerí un encuentro para primera hora de la mañana si su agenda laboral lo permitía y pedí confirmación telefónica. Cogí a continuación la guía telefónica y busqué el apellido Eckert. Había once y dos variantes, un Eckhardt y un Eckhart, que no me parecieron candidatos probables. Llamé a los trece ciudadanos, pero ninguno respondía al nombre de Carl.

Llamé a Información de Perdido/Olvidado. Sólo figuraba un Eckert entre los abonados, pero se llamaba Frances y me respondió con educada cautela cuando le dije que buscaba a Carl.

– Aquí no hay nadie que se llame así -dijo la mujer.

Noté que se me enderezaba una oreja tal como le sucede a los perros cuando captan una señal auditiva imperceptible para el oído humano. Porque la mujer no había dicho que no lo conociera.

– ¿Es usted pariente de Carl Eckert, por casualidad?

Se produjo un momento de silencio.

– Es mi ex marido. ¿Puedo saber quién le busca?

– Claro. Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada, de Santa Teresa, y busco la pista de algunos antiguos amigos de Wendell Jaffe.

– ¿Wendell? Creí que había muerto.

– Parece que no. La verdad es que quiero contactar con los amigos y conocidos de antaño por si Wendell quisiera localizarlos. ¿Sigue Carl en la zona?

– Vive en Santa Teresa, en un barco.

– No me diga. ¿Están divorciados?

– Desde luego. Pedí el divorcio hace cuatro años, cuando empezó a cumplir condena. No me hacía ninguna gracia estar casada con un presidiario.

– No se lo reprocho.

– Tanto si me lo hubieran reprochado entonces como si no, me habría divorciado igualmente. Menudo canalla. Si habla con él, puede decírselo de mi parte. Ya no hay nada entre nosotros.

– ¿No tendrá por casualidad algún teléfono donde localizarlo?

– Desde luego. Se lo doy a todo el mundo, sobre todo a sus acreedores. Es una satisfacción que me permito. Pero tendrá que localizarlo de día -añadió en son de advertencia-. No hay teléfono a bordo, pero suele estar allí hacia las seis de la tarde. Casi todas las noches cena en el club náutico y luego se va por ahí hasta medianoche.

– ¿Qué aspecto tiene?

– Bueno, lo conoce todo el mundo. Cualquiera le dirá quién es y se lo señalará con el dedo. Entre en el club y pronuncie su nombre. No tiene pérdida.

– ¿Me da el nombre de la embarcación y el número de amarradero, por si no estuviese en el club?

Me indicó la dársena y el número de amarradero.

– La embarcación es el Captain Stanley Lord, era de Wendell -dijo.

– ¿En serio? ¿Cómo es que fue a parar a Carl?

– Prefiero que se lo cuente él -dijo y colgó.

Acabé un par de minucias pendientes y puse punto final a la jornada. Tenía el ánimo por los suelos y el antihistamínico que había tomado comenzaba a producirme somnolencia. Puesto que había poca cosa que hacer, decidí irme a casa. Recorrí andando las dos manzanas que había hasta el coche, enfilé por State Street y giré a la izquierda. Mi casa está a una manzana de la playa, en una sombreada travesía. Encontré sitio para aparcar al lado mismo, cerré con llave el VW y crucé la verja.