El espacio que ocupo actualmente había sido antaño un garaje monoplaza, se había transformado en estudio y rematado con un altillo-dormitorio al que se accedía mediante una escalera de caracol. Dispone de una cocina como la de los barcos, de una sala de estar que hace de habitación de los huéspedes cuando es necesario, y de un cuarto de baño inferior y otro superior; y todo estructurado y distribuido con eficaz sentido de la economía. El propietario del inmueble había reconstruido la planta a raíz de la explosión de una bomba que me habían puesto en mi casa hacía dos Navidades y había insuflado a la decoración interior un espíritu náutico. Había mucho bronce y mucha teca, ventanas en forma de portilla y armarios y accesorios empotrados por todas partes. Parece una casa de muñecas para adultos, cosa que me gusta porque en el fondo soy una cría.
Al doblar la esquina, camino del patio trasero, vi que estaba abierta la puerta posterior de la casa de Henry. Crucé el patio que une mi estudio con el edificio principal de la propiedad. Golpeé en el marco del cancel y me asomé a la cocina, que al parecer estaba vacía.
– ¿Henry? ¿Estás ahí?
Por lo visto le había dado la vena culinaria porque percibí el aroma del sofrito de cebollas y ajo que, según parece, emplea como base de todo lo que prepara. Era una prueba contundente de que le había mejorado el ánimo. Hacía meses que no cocinaba, desde que había llegado William, entre otras cosas porque éste era un melindroso a la hora de comer. Con la actitud más despectiva que pueda imaginarse, William era capaz de afirmar que tal o cual plato tenían una pizca de sal por encima de lo que podía tolerar su hipertensión o ese minúsculo hilillo de grasa que no podía ingerir desde que le habían extirpado la vesícula. Con sus intestinos remilgados y su estómago caprichoso, rechazaba todo lo que estuviera demasiado ácido o contuviese demasiadas especias. Además estaban sus alergias, su intolerancia a la leche, y el corazón, y la hernia, y su incontinencia ocasional, y su tendencia a acumular cálculos renales. Henry había acabado por comer a base de bocadillos y por dejar que William hiciera lo que le diese la gana.
William había optado por comer en el bar que su querida Rosie poseía y dirigía desde hacía años. Rosie, que no hacía el mínimo caso de los achaques de William, le obligaba a comer según su propio criterio gastroterapéutico. En su opinión, una copita de jerez cura todos los males conocidos. Sólo Dios sabe cómo habían sentado al aparato digestivo de William los fuertes platos que preparaba.
– ¿Henry?
– Aquí -dijo Henry desde el dormitorio. Oí pasos, apareció por la esquina y se deshizo en sonrisas nada más verme.
– Hola, Kinsey. ¿Ya estás de vuelta? Pasa, pasa. Enseguida estoy contigo.
Desapareció. Me quedé en la cocina. Había sacado de la alacena el puchero grande de la sopa. Había un manojo de tallos de apio en el escurreplatos, dos latas grandes de tomate triturado en la encimera de mármol, una bolsa de maíz congelado y otra de judías pintas.
– Estoy preparando sopa de verduras -dijo en voz alta-. ¿Quieres cenar conmigo?
Le respondí también en voz alta para que pudiese oírme desde la otra habitación.
– Te diría que sí, pero tengo un resfriado contagioso. He vuelto fatal. Pero ¿qué haces ahí dentro?
Entró en la cocina con un montón de toallas de mano recién lavadas.
– Doblar la ropa limpia -dijo. Guardó en un cajón todas las toallas menos una para uso inmediato. Se detuvo y frunció el entrecejo-. ¿Qué te ha pasado en el codo?
Alcé el antebrazo para mirarme la piel. La loción bronceadora había adquirido un tono demasiado oscuro y tenía la región del codo como si me la hubieran untado con mercromina.
– Es el bronceador. Ya sabes que detesto tomar el sol. Tardará una semana en írseme. Espero. ¿Qué tal las cosas por aquí? Hacía meses que no te veía tan animado.
– Anda, toma asiento. ¿Te apetece un té?
Me senté en la mecedora.
– Es igual, gracias -dije-. Me quedaré sólo un minuto. He tomado un producto para la nariz y apenas me tengo en pie. Pensaba guardar cama el resto del día.
Henry cogió un abrelatas y se puso a abrir las de tomate picado, que vació en el puchero.
– No puedes ni imaginarte lo que ha pasado. William se ha ido a vivir con Rosie.
– ¿Para siempre?
– Ojalá. He acabado por comprender que lo que haga con su vida no es asunto mío. Me obsesionaba la idea de salvarle. Todo me parecía fuera de lugar. Es la pareja más inverosímil que he visto en mi vida, pero ¿y qué? Que lo descubra por sí mismo. Tenerlo en casa me desquiciaba. Siempre hablando de muertes y enfermedades, de depresiones, palpitaciones y regímenes alimenticios. Dios mío. Que lo aguante ella, que se aguanten entre sí y que revienten de aburrimiento.
– Es la mejor actitud que podías adoptar. ¿Cuándo se ha mudado?
– Este fin de semana. Le ayudé a empaquetar las cosas. Incluso le ayudé a trasladarlas. Desde entonces vivo en la gloria. -Me sonrió mientras cogía el apio y separaba los tallos. Lavó tres, cogió un cuchillo del escurreplatos y se puso a trocearlos-. Vete a la cama, anda. Pareces agotada. Si vuelves a las seis, tendrás un plato de sopa esperándote.
– Prefiero quedarme con el vale y aprovechar otra ocasión -dije-. Con un poco de suerte, no despertaré hasta mañana por la mañana.
Entré en mi domicilio y subí tambaleándome hasta el dormitorio, donde me descalcé y me hundí en el edredón.
Treinta minutos más tarde sonaba el teléfono y me obligaba a salir del abismo del sueño farmacológico. Era Rupert Valbusa. Había tenido una breve charla con el teniente Whiteside, que le había convencido de la importancia de confeccionar el retrato robot. Iba a ausentarse de la ciudad durante cinco días, dentro de una hora estaría en su estudio, donde podía reunirme con él si yo estaba libre. Refunfuñé para mí, aunque en el fondo no tenía elección. Tomé nota de la dirección de su estudio, que no estaba lejos de mi casa, en una zona industrial y comercial contigua a la playa. Se trataba de un antiguo almacén situado en la parte sur de Anaconda Street que había sido transformado en un complejo de estudios que se alquilaban a pintores y escultores. Me puse los zapatos e hice un esfuerzo por adecentarme. Cogí las llaves del coche, una cazadora y las fotos de Wendell.
El aire estaba húmedo a causa de la brisa marina. Mientras conducía por Cabana Boulevard vi que el cielo nublado se agrietaba y dejaba ver manchas azules. Puede que a media tarde tuviéramos una hora de sol. Aparqué en una travesía flanqueada de árboles, cerré con llave el VW, rodeé el almacén por el lado norte y entré en el edificio por una puerta junto a cuyas jambas se alzaban dos impresionantes esculturas de metal. Los pasillos interiores habían sido pintados de blanco y adornados con cuadros de los pintores que habitaban el edificio en aquel momento. El vestíbulo tenía la misma altura que el edificio, que era de tres plantas, y el techo consistía en una serie de ventanas inclinadas por las que entraba la luz a raudales. Valbusa vivía en el último piso, es decir, el segundo. Subí los tres tramos de la escalera metálica que había al final del vestíbulo, produciendo en los peldaños vibraciones sordas que morían en las paredes de piedra artificial pintada. Cuando llegué al último descansillo, oí a lo lejos unos acordes de música country. Llamé a la puerta de Valbusa y apagaron la radio.
Rupert Valbusa era hispano, robusto y musculoso. Tenía el pecho cilíndrico, era ancho de espaldas y le eché unos treinta y cinco años. Tenía las cejas espesas y despeinadas, los ojos castaño oscuro y el pelo negro y espeso que le enmarcaba la cara. Nos presentamos, nos dimos la mano en la puerta y entré. Cuando se dio la vuelta vi que llevaba una coleta que le llegaba hasta media espalda. Vestía tejanos cortados a la altura de la rodilla, camiseta blanca y sandalias de cuero con suela de caucho. Tenía las piernas bien formadas y perfiladas por una película de vello negro y sedoso.