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El club náutico se alza sobre pilotes de cara a la playa y está cerca de la jefatura del puerto y del largo brazo de hormigón del rompeolas que se curva hacia la izquierda. El oleaje hacía un ruido atronador aquella noche, como si una columna interminable de coches circulara por un puente de madera. El océano estaba extrañamente agitado a causa de alguna lejana tormenta que seguramente no nos afectaría de lleno. En el aire pendía una niebla densa, semejante a una cortina de cretona a través de la cual entreveía retazos del horizonte bañado por la luna. La arena de la playa parecía blanca y las rocas amontonadas alrededor de los cimientos del edificio estaban cubiertas de mechones de algas.

Las sonoras carcajadas de los bebedores del club se oían incluso desde la acera de abajo. Subí los anchos peldaños de madera que conducían a la entrada y crucé la puerta de cristales. A la derecha ascendía otro tramo de escalones y fui al encuentro del humo y la música del bar del primer piso. Éste tenía forma de L, los que cenaban ocupaban el brazo mayor mientras que los bebedores estaban confinados en el brazo más corto, cosa que me pareció justa. El ruido era ensordecedor a pesar de que el comedor estaba casi vacío y el bar sólo lleno hasta la mitad. El suelo estaba enmoquetado y el recinto de todo el primer piso era una sucesión de ventanas que daban al océano. De día se invitaba a los miembros del club a contemplar las vistas panorámicas; de noche, los vidrios ahumados arrojaban unos reflejos tan sucios que pedían a gritos la inmediata intervención de la brigada limpiacristales. Me detuve al llegar a los dominios del jefe de camareros y vi que éste cruzaba el local y avanzaba hacia mí.

– ¿En qué puedo servirle, señora? -dijo. Deduje que le habían ascendido a jefe de camareros en fecha reciente porque aún se movía con el brazo izquierdo flexionado, como si aún llevara colgada la típica servilleta.

– Busco a Carl Eckert. ¿Está aquí esta noche?

Vi que bajaba la mirada con rapidez para inspeccionar mis sucias botas, la maxifalda, la chaqueta, el bolso en bandolera y el trasquilado pelo que el viento había despeinado y moldeado según el fascinante look del estropajo.

– ¿Espera a la señora? -Por su tono de voz inferí que le habría sorprendido menos si estuviese esperando a los invasores de Marte.

Le alargué con discreción un billetito de cinco dólares.

– Ahora, sí -dije.

El individuo se guardó el billete en el bolsillo sin comprobar su cuantía y lamenté no haberle dado otro inferior. Me señaló a un caballero que estaba sentado solo junto a una ventana. Tuve tiempo para observarlo mientras cruzaba la sala. Le eché cincuenta y tantos años, aunque conservaba un aire que podía llamarse «juvenil» con toda legitimidad. Era corpulento y tenía el pelo canoso. La cara, antaño atractiva, se le había ablandado a lo largo de la mandíbula, aunque el efecto seguía siendo agradable. Mientras que todos los hombres que había en el bar vestían informalmente, Carl Eckert llevaba un traje tradicional gris oscuro, camisa gris claro y corbata de lana de fondo azul con cuadros gris claro. Seguí andando hacia él sorteando las mesas y preguntándome qué diantres iba a decirle. Advirtió mi avance y se concentró en mí cuando llegué a su altura.

– ¿Carl?

Me sonrió con educación.

– Sí.

– Kinsey Millhone. ¿Puedo sentarme?

Le tendí la mano. Para estrechármela, se medio levantó de la silla al tiempo que se inclinaba con cortesía. Me dio un apretón enérgico, tenía la piel fría como el hielo a causa del contacto con el vaso que tenía sobre la mesa.

– Como guste -dijo. Tenía los ojos azules y la mirada tenaz. Me señaló una silla.

Dejé el bolso en el suelo y tomé asiento en la silla que tenía al lado.

– No quisiera molestarle.

– Depende de lo que quiera. -Su sonrisa era agradable pero huidiza y en ningún momento se le contagiaba a los ojos.

– Todo parece indicar que Wendell Jaffe está vivo.

La expresión se le neutralizó de pronto y se puso rígido, suspendiendo la animación como si hubiera sufrido un repentino corte de energía. Durante una fracción de segundo me pasó por la cabeza la posibilidad de que hubiese estado en contacto con Jaffe desde la desaparición de este último. Al parecer no dudaba de mi palabra, lo cual me ahorraba en principio toda la retórica que había tenido que emplear con Dana. Engulló y asimiló la información sin emitir ninguna exclamación de consternación o sorpresa. Tampoco manifestó el menor asomo de incredulidad. Volvió a ponerse en movimiento. Introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una cajetilla de cigarrillos con objeto de contemporizar hasta hacerse una idea de mis intenciones. Sacudió el paquete de tabaco, el filtro de varios cigarrillos asomó a la vez y me alargó la cajetilla. Negué con la cabeza. Se puso un cigarrillo entre los labios.

– ¿Le molesta si fumo?

– De ningún modo. -La verdad es que detesto el tabaco, pero quería que me proporcionase información y no me pareció el momento más indicado para ponerle al tanto de mis alergias.

Encendió una cerilla y ahuecó las manos para proteger la llama. La apagó agitando la mano, dejó el fósforo en el cenicero y se guardó la caja en el bolsillo. Percibí el olor del azufre y ese primer tufo del tabaco chamuscado que no tiene parangón en este mundo. Todas las mañanas, cuando me pongo al volante y me dirijo al trabajo, percibo las ráfagas cargadas con ese mismo olor que salen de los conductos del aire acondicionado de los hoteles donde se permite injustamente que los fumadores se mezclen con el resto de la humanidad.

– ¿Le apetece tomar algo? -preguntó-. Iba a pedir otra bebida para mí.

– Sí, gracias.

– ¿Qué quiere tomar?

– Me conformo con un vaso de Chardonnay.

Llamó con la mano al camarero, que se acercó y tomó nota del pedido. Eckert bebía whisky escocés.

Cuando se alejó el camarero, volvió a concentrar en mí la mirada y la atención.

– ¿Quién es usted? ¿Policía de tráfico? ¿De la Brigada de Estupefacientes? ¿De Hacienda?

– Detective privada. Investigo reclamaciones para la compañía de seguros La Fidelidad de California.

– Dana ha conseguido cobrar, ¿eh?

– Hace dos meses.

Un grupo de bebedores que había junto a la barra estalló en carcajadas estrepitosas y Eckert tuvo que adelantar la cabeza para que yo le oyese.

– ¿Por qué se ha cuestionado todo este asunto?

– Un agente de LFC, jubilado ya, lo vio en México la semana pasada. A mí me contrataron al día siguiente para comprobar la información.

– ¿Y verificó que se trataba realmente de Wendell?

– Más o menos -dije-. No conocía en persona al señor Jaffe, de modo que no me atrevería a jurar que era él.

– Pero lo vio -dijo.

– A él o a un hombre que se le parecía muchísimo. Se ha hecho un poco de cirugía plástica. Seguramente fue lo primero que se le ocurrió.

Se me quedó mirando con los ojos fijos en el vacío y cabeceó. Esbozó una ligera sonrisa.

– Se lo ha contado ya a Dana, ¿verdad?

– He hablado con ella hace un rato. No le entusiasmó la noticia.