– La creo. -Me escrutó las facciones-. ¿Podría repetirme su nombre?
Saqué una tarjeta y se la alargué.
– ¿Sabía usted que el hijo de Jaffe estaba metido en líos? -pregunté.
A nuestras espaldas estalló otra descarga de hilaridad, más ruidosa que la anterior. Los muchachos, por lo visto, se habían enzarzado en una aburrida competición de chistes verdes. Eckert leyó mi nombre en la tarjeta y se la guardó en el bolsillo de la camisa.
– Leí lo de Brian en el periódico -dijo-. No deja de ser curioso.
– ¿El qué?
– Wendell. Precisamente estaba pensando en él. Como no se encontró el cadáver, supongo que nunca he dejado de tener ciertas dudas sobre su muerte. Me figuro que muchos pensaron que no me atrevía a afrontar los hechos. «Se niega a declarar», decían. ¿Dónde ha estado todo este tiempo?
– No tuve ocasión de preguntárselo.
– ¿Sigue allí?
– Pidió la cuenta del hotel a las tantas de la noche y no volví a verle el pelo. Puede que quiera volver.
– Por Brian -dijo, relacionando las dos circunstancias al instante.
– Eso imagino. En cualquier caso, es la única pista que tenemos. Bueno, en realidad no es una pista, sino un punto de partida.
– ¿Por qué me lo cuenta?
– Por si se pone en contacto con usted.
Volvió el camarero con las bebidas y Carl levantó los ojos.
– Gracias, Jimmy. Cárgalo en mi cuenta, por favor. -Cogió la factura, la sujetó por un extremo, garabateó su nombre al pie y se la devolvió al camarero.
– Gracias, señor Eckert -murmuró el camarero-. ¿Desean alguna otra cosa los señores?
– Nada, Jimmy.
– En ese caso, buenas noches.
Carl asintió sin hacerle mucho caso y se puso a mirarme con atención.
Rebusqué en el bolso y saqué una copia del retrato robot de Valbusa.
– Tengo un retrato robot, por si le interesa. -Dejé el papel sobre la mesa, ante él.
Se puso el cigarrillo en la comisura de la boca y observó la cara de Wendell con los ojos un poco entornados a causa del humo. Cabeceó y esbozó una sonrisa irónica.
– Estamos apañados.
– Creí que se alegraría de saber que estaba vivo -dije.
– Oiga usted. Fui a la cárcel por su culpa. Muchas personas querían repartirse mi pellejo. Cuando se pierde dinero, alguien ha de cargar con la responsabilidad. No me importó pagar mis deudas, pero no me hizo ninguna gracia pagar las suyas.
– Supongo que fue duro.
– No se lo puede usted imaginar. Cuando me declaré en bancarrota, todos los préstamos se convirtieron en deudas. Menudo lío. No quiero volver a pasar por aquello.
– ¿Me llamará si sabe algo de Wendell?
– Es probable -dijo-. No quiero hablar con él, eso lo tengo claro. Era un buen amigo. Por lo menos yo pensaba que lo era.
Hubo otra explosión de carcajadas. Eckert se removió con nerviosismo y apartó el vaso con la mano.
– Vamos al barco. Aquí hay demasiado ruido.
Se puso en pie sin esperar respuesta y se alejó. Cogida por sorpresa, me hice con el bolso y fui tras él.
El ruido disminuyó de una manera radical en cuanto cruzamos la puerta. El aire era frío y limpio. Volvía a soplar el viento y las olas se estrellaban contra la escollera en una serie de explosiones espumosas. ¡Bum! Y un encaje de plumas blancas coronaba la cima del rompeolas y lanzaba, chorros de agua que aterrizaban en el paseo como si Neptuno estuviera achicando el agua del océano con un cubo.
Cuando llegamos a la verja que daba acceso a la dársena 1, sacó una tarjeta, la introdujo en la cerradura y la verja se abrió. Con actitud raramente caballerosa, me cogió por el codo y me condujo por la resbaladiza rampa de madera. A mis oídos llegaban los crujidos y ocasionales tintineos metálicos que producían las embarcaciones que se bamboleaban en las aguas del puerto. Mientras avanzábamos por la pasarela, nuestros pasos sonaban con ritmo irregular.
Las cuatro dársenas tenían en total unos mil cien amarraderos y abarcaban una superficie de treinta y cinco hectáreas. A un lado del puerto se encontraba el muelle principal, que se curvaba hacia el interior, en busca del también curvo rompeolas, que se encontraba en el otro lado; en conjunto casi completaban una circunferencia en cuyo interior estaban amarradas las embarcaciones. Además de los visitantes ocasionales que ocupaban temporalmente algunos amarraderos, estaban los «residentes» habituales, no muy numerosos, que vivían principalmente en los yates. En las cerradas instalaciones donde estaban los servicios había duchas y lavabos y en el muelle del combustible había un surtidor siempre disponible. Al llegar al muelle J, doblamos a la izquierda y recorrimos otros treinta metros hasta llegar al barco.
El Captain Stanley Lord era una goleta Fuji de quince metros, derivada de un velero diseñado por John Alden que tenía el palo principal en el sector de proa. El casco estaba pintado de verde oscuro con una cenefa azul marino en la borda. Carl se aupó para subir a la estrecha cubierta y me tendió la mano para ayudarme a hacer lo propio. En la oscuridad distinguí la vela mayor y el palo de mesana, pero no mucho más. Metió la llave en la cerradura y empujó hacia delante la trampa de la escotilla.
– Cuidado con la cabeza -dijo mientras se sumergía en las profundidades de la cocina-. ¿Sabe usted algo de barcos?
– Muy poco -dije. Bajé con cuidado cuatro peldaños alfombrados y empinados y accedí a la cocina detrás de mi guía.
– Este tiene tres foques; el petifoque, la trinquetilla y el foque volante, además de la vela mayor y la mesana.
– ¿Por qué tiene el nombre que ostenta? ¿Quién es el capitán Stanley Lord?
– Historia marinera. A pesar de los pesares, Wendell tenía sentido del humor. Stanley Lord era el capitán del Californian, que al parecer fue el único barco que estuvo lo bastante cerca del Titanic para prestarle ayuda. Lord dijo que en ningún momento detectó señal alguna de socorro, pero investigaciones posteriores revelaron que hizo caso omiso del SOS. Se le acusó de responsabilidad en la catástrofe y el escándalo destrozó su vida profesional. Wendell empleó las iniciales del nombre del barco a la hora de bautizar la compañía: CSL Inversiones. Yo no acabé de entender el chiste, pero a él le parecía gracioso.
El interior tenía el aire irreal de las casas de muñecas, esa distribución del espacio que más me gusta, todo de una pieza, empotrado y ordenado con sentido de la economía y la eficacia. A mi izquierda tenía una cocina eléctrica y a mi derecha una serie de cacharros imprescindibles para la navegación: una radio, una brújula, un extintor de incendios, contadores para la velocidad del viento y los sistemas eléctricos, la calefacción, el conmutador general y la batería del motor. Percibí un ligero olor a barniz y advertí que uno de los cojines de la litera ostentaba aún la etiqueta del precio. Todo se había tapizado en lona de color verde oscuro y las costuras estaban cosidas con cordoncillo blanco.
– Es precioso -dije.
Se ruborizó de placer.
– ¿Le gusta?
– Me parece estupendo -dije. Me acerqué a una litera, dejé el bolso encima y tomé asiento. Estiré la mano y palpé el cojín-. Es cómoda -observé-. ¿Cuánto hace que lo tiene?
– Un año aproximadamente -dijo-. Hacienda lo embargó poco después de la desaparición de Wendell. Viví a costa de la Dirección General de Prisiones durante dieciocho meses, me soltaron, reuní algo de dinero y busqué al individuo que lo había comprado en una subasta de la Administración pública. Me costó lo indecible convencerlo. Apenas lo utilizaba, pero tardó mucho tiempo en acceder. No sé por qué la gente ha de ser tan obstinada. -Se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata y se desabrochó el botón del cuello de la camisa-. ¿Le apetece más vino blanco? Tengo una botella en el frigorífico.