– Será mejor que te presentes aquí lo antes posible.
Invertí cinco segundos en hacerle muecas al auricular, la técnica adulta que empleo normalmente para tratar con el mundo. No corrí hacia la puerta, según me habían aconsejado. Antes me desvestí, me di una ducha caliente, me lavé el pelo a conciencia y me vestí. Comí algo mientras leía el periódico por encima. Lavé el plato y la cuchara, y saqué la bolsa de la basura, que dejé en el contenedor de la calle. Cuando hube agotado todas las formas posibles de soslayar lo insoslayable, cogí el bolso, un cuaderno y las llaves del coche, y crucé la verja. La operación me dio cien patadas en el estómago.
Las oficinas no habían cambiado gran cosa, pero advertí que por vez primera se había introducido el espíritu de la dejadez. La moqueta era de tejido sintético, pero el estilo se había seleccionado pensando en el uso, lo que quería decir que sus motas y dibujos imitaban la suciedad y que de aquel modo no se ensuciaba nunca. El espacio parecía un laberinto de «áreas de actividad», docenas de cubículos intercomunicados donde trabajaban los analistas y contratistas de seguros. El perímetro estaba compuesto por una cadena continua de despachos de paredes vítreas donde se apoltronaban los ejecutivos de la empresa. Las paredes necesitaban una mano de pintura y los marcos, zócalos y cenefas empezaban a desconcharse. Vera levantó los ojos de la mesa cuando pasé por su lado. Dada la situación espacial en que estaba, sólo yo pude ver sus morros hinchados, su bizqueo y el trozo de lengua que sacó para expresar el asco que sentía.
La reunión se celebró en el despacho de Titus. No le ponía el ojo encima desde la entrevista en que nos habíamos conocido. No sabía qué esperaba ni acababa de resolverme por una conducta o por otra. Simplificó las cosas acogiéndome con amabilidad, como si nos viésemos por vez primera y hasta entonces no hubiéramos cruzado ningún insulto. Fue una táctica feliz porque eliminó toda necesidad de defenderme o excusarme y me ahorró tener que aludir a nuestras relaciones en el pasado. Al cabo de sesenta segundos me consideré desconectada y comprendí que aquel hombre ya no tenía ningún poder sobre mí. Habíamos saldado las deudas por ambas partes y los dos habíamos acabado por salimos con la nuestra. Él había eliminado de la nómina de la empresa lo que denominaba «paja inútil» y yo volvía a insertarme en un entorno laboral que me gustaba.
En lo tocante a los restantes aspectos de la compañía, Mac Voorhies y Gordon Titus se parecían tanto como un huevo a una chincheta. El traje marrón de Mac estaba tan arrugado como una hoja en otoño y los dientes y el flequillo canoso le habían cambiado de color por culpa de las propiedades tintóreas de la nicotina. Gordon Titus llevaba una camisa y se había subido las mangas hasta el codo. Le habían planchado los pantalones grises con una raya más recta que la cuerda de un arco y el matiz de la prenda casaba a la perfección con el de su pelo prematuramente cano. Llevaba la corbata como si fuera un enérgico signo de admiración que subrayase sus métodos administrativos, que eran concisos y prácticos. A Mac ni se le habría ocurrido encender un cigarrillo delante de él.
Titus tomó asiento ante la mesa y abrió el expediente que tenía delante. Según tenía por costumbre, había resumido los datos fundamentales sobre Dana y Wendell Jaffe. Párrafos sangrados con exageración desfilaban escalonadamente por la página en un papel sembrado de agujeros allí donde su pluma había encontrado resistencia. Habló sin mirarme, con la cara tan vacía de expresión como la de un maniquí.
– Mac me ha puesto al corriente, no necesitamos repetir, pues, lo que ya sabemos -dijo-. ¿Cuál es la situación actual del caso?
Saqué el cuaderno de notas, lo abrí por una página en blanco y me puse a contar lo que sabía de la situación actual de Dana. Di el máximo de detalles y resumí el resto.
– Seguramente ha utilizado parte del importe de la póliza para financiar la casa de Michael; a esto habría que sumar otra cantidad importante para sufragar los gastos del abogado de Brian.
Titus tomaba notas.
– ¿Ha hablado usted con los abogados de la empresa a propósito de nuestra posición en el asunto?
– ¿Para qué? -intervino Mac-. ¿Y si Wendell preparó su propia muerte? ¿Cuál es su delito en ese caso? ¿Va contra la ley… eso que llamamos suicidio fingido? -Chascó los dedos para estimular la memoria.
– Yo he oído utilizar la palabra pseudocidio -dije.
– Pseudocidio, exacto. ¿Va contra la ley fingir la propia muerte? -preguntó.
– Sí, si se hace con intención de estafar a la compañía de seguros -dijo Titus con acritud.
En la cara de Mac se había dibujado una expresión de impaciencia.
– ¿Dónde está la estafa? ¿De qué estafa hablamos? Hasta ahora, que nosotros sepamos, Wendell no ha cobrado un centavo.
Titus clavó los ojos en Mac.
– Tiene usted toda la razón. Para ser exactos, ni siquiera sabemos si era realmente Jaffe el ciudadano que suscribió la póliza. -Y a mí-: Quiero pruebas concretas, comprobación de identidad, huellas dactilares o lo que sea.
– Estoy en ello -dije con un tono que parecía a la vez titubeante y defensivo. Hice una anotación en una página en blanco para fingir diligencia. La nota decía: «Localizar Wendell». Como si hubiera esperado a que Titus me aclarase que aquel era el meollo del asunto-. ¿Qué hacemos mientras tanto? ¿Quiere que empapelemos a la señora Jaffe?
La irritación de Mac volvió a salir a la superficie. No sabía por qué estaba tan alterado.
– Maldita sea, ¿qué ha hecho esta mujer? Que sepamos, no ha cometido ningún delito. ¿Cómo podemos acusarla de gastar un dinero que ella cree legalmente suyo?
– ¿Qué le hace pensar que no estaba informada desde el principio? -dijo Titus-. La información de que disponemos no contradice la posibilidad de que estuvieran compinchados.
– ¿Con qué fin? -dije-. Durante cinco años ha vivido en la miseria, acumulando una deuda tras otra. Wendell, mientras tanto, en México y tomando el sol junto a la piscina en compañía de una amiguita. ¿Se puede demostrar que hay aquí conspiración? El dinero que esta mujer obtiene sólo le sirve para pagar a los acreedores.
– Eso es lo que ella dice -replicó Titus-. Además, no sabemos qué relación había entre ellos. Puede que el matrimonio estuviese en las últimas y lo del seguro fuese una forma de garantizar a la esposa la pensión conyugal.
– Parte de la pensión -dije.
Titus cargó contra mí.
– Como usted misma ha señalado, parece que la buena señora ha comprado una casa para uno de sus hijos y que ha contratado los servicios de un picapleitos para defender a otro que está metido en líos. La clave del asunto es que necesitamos hablar con Wendell Jaffe. ¿Qué propone usted para encontrarlo? -Formuló la pregunta con brusquedad, pero en su tono de voz había más curiosidad que desafío.
– Brian podría funcionar de cebo, y si Wendell es demasiado paranoico para visitarle en la cárcel, siempre cabe la posibilidad de que se ponga en comunicación con Dana. O con Michael, el hijo mayor, que tiene un hijo que Wendell no ha visto hasta ahora. O con Carl, su antiguo socio, que es otra posibilidad. -Todo sonaba muy artificial, pero ¿qué podía hacer? Pues fingir.
Mac se removió con nerviosismo.
– No puedes pasarte las veinticuatro horas del día vigilando a toda la banda. Aun en el caso de que contratáramos a otro profesional, son miles de dólares que se van por el desagüe y ¿a cambio de qué?
– Eso es verdad -dije-. ¿Alguna sugerencia?
Mac se cruzó de brazos y volvió a concentrarse en Titus.
– Hagamos lo que hagamos, la cuestión es que hay que darse prisa -dijo-. Mi mujer podría gastar medio millón de dólares en una semana.
Titus se puso en pie y cerró el expediente con un ademán brusco.
– Hablaré con el abogado de la empresa para ver si podemos conseguir una orden de embargo temporal. Si tenemos suerte, podremos inmovilizar las cuentas bancarias de la señora Jaffe e impedir que siga gastando el dinero.