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– Sospecho que se va a poner muy contenta -dije.

– Gordon, ¿quiere usted que Kinsey haga algo concreto en el ínterin?

Titus me dedicó una sonrisa escalofriante.

– Estoy convencido de que se le ocurrirá alguna cosa. -Miró el reloj a modo de señal de que se levantaba la sesión.

Mac fue a su despacho, que estaba dos puertas más allá. No vi rastro de Vera. Estuve charlando un rato con Darcy Pascoe, la recepcionista de LFC, y volví al bufete de Lonnnie, donde me puse a trabajar. Tomé nota de los mensajes telefónicos, abrí el correo, me senté en la silla giratoria y giré durante un rato con la esperanza de que la inspiración me iluminase sobre lo que podía hacer a continuación. A falta de grandes ideas, probé la otra línea de acción que se me ocurría.

Llamé a Jefatura, al teniente Whiteside, para preguntarle si me podía dar el número de teléfono del teniente Harris Brown, que se había encargado en su día de investigar la desaparición de Jaffe. Jonah Robb me había dicho que Brown estaba retirado ya, pero podía tener información.

– ¿Cree usted que querrá hablar conmigo? -pregunté.

– Lo ignoro por completo, pero además hay otra cosa -dijo-. Su teléfono no figura en la guía y no se lo puedo dar mientras él no me autorice. Lo llamaré en cuanto pueda. Si está de acuerdo, le diré que se ponga en contacto con usted.

– Estupendo. Se lo agradecería.

Colgué y tomé una resolución. Si no me llamaba en el plazo de dos días, lo llamaría yo. No estaba segura de si aquel hombre podía ayudarme, pero nunca se sabía. Hay policías veteranos a quienes nada gusta tanto como ponerse a recordar los viejos tiempos. Puede que tuviera algo que decir sobre los posibles escondrijos de Wendell. Pero ¿qué hacer mientras tanto? Fui a la fotocopiadora y saqué un montón de copias del retrato robot de Wendell. Había añadido mi nombre y mi teléfono en una casilla situada al pie del dibujo que indicaba mi interés por conocer el paradero de aquel hombre.

Llené el depósito y puse rumbo a Perdido. Pasé ante la casa de Dana, giré en redondo en el cruce y aparqué al otro lado de la calle. Comencé el interrogatorio puerta a puerta, yendo pacientemente de una casa a otra. Si no había nadie, dejaba una fotocopia en el cancel. En la acera de Dana vivían muchas parejas que al parecer trabajaban, porque las casas estaban a oscuras y no había vehículos en el sendero de entrada. Cada vez que encontraba a alguien en casa, la conversación parecía seguir una pauta preestablecida.

– Buenos días -decía, afanándome por endosar el mensaje antes de que me tomaran por una vendedora-, ¿podría usted ayudarme? Soy investigadora privada y busco a un hombre que puede que esté en este barrio. ¿Lo ha visto últimamente? -Enseñaba el retrato robot de Wendell Jaffe y me ponía a esperar sin muchas esperanzas mientras el vecino escrutaba los rasgos del buscado.

Se rascaban mentalmente la mandíbula.

– Pues no, ¿sabe, señora?, creo que no. ¿Qué ha hecho este individuo? No irá a decirme que es peligroso, ¿verdad?

– Se le busca para interrogarlo en un caso de estafa.

La mano detrás de la oreja.

– ¿Dice que lleva gafas?

Yo alzaba, la voz.

– ¿Recuerda a dos individuos que tenían una inmobiliaria hace unos años? La empresa se llamaba CSL Inversiones y fundaron una mutua…

– Sí, sí, vaya si me acuerdo. Uno se mató y el otro fue a la cárcel.

Y así una vez tras otra, sin que nadie aportara información nueva.

Tuve un poco de suerte seis casas más allá del domicilio de Dana, al otro lado de la calle. Era una vivienda idéntica a la suya, el mismo modelo, el mismo exterior, gris oscuro con las molduras blancas. El hombre que me abrió la puerta tendría sesenta y tantos años, llevaba pantalón corto, camisa de franela, calcetines negros y unos zapatos bicolores y de puntera calada que me desconcertaron. Tenía el pelo gris, todo de punta, y llevaba unas gafas de lentes semicirculares y sucias que le resbalaban sobre el puente de la nariz mientras me escrutaba con sus ojos azules. Las patillas blancas y anchas le cubrían la parte inferior de la cara, probablemente una excusa para no afeitarse más de dos veces a la semana. Era estrecho de hombros y adoptaba una postura algo encorvada, una extraña combinación de elegancia y derrotismo. Puede que los zapatos fuesen un recuerdo de la época en que trabajaba. Supuse que había sido agente de ventas o corredor de Bolsa, un individuo que se había pasado la vida con traje, corbata y chaleco.

– ¿Qué se le ofrece? -preguntó, pero más por sentido práctico que por espíritu de colaboración.

– ¿Conoce usted a la señora Jaffe, que vive ahí, en la acera de enfrente?

– ¿La que tiene un hijo que siempre anda metido en líos? Sí, conocemos a la familia -dijo con cautela-. ¿Qué ha hecho esta vez el chaval? Aunque casi sería preferible preguntar qué es lo que no ha hecho.

– Quien me interesa es su padre.

Silencio momentáneo.

– Creí que había muerto.

– Es lo que pensaba todo el mundo hasta ayer mismo. Tenemos razones para suponer que está vivo y posiblemente camino de California. Aquí tiene su retrato robot junto con el teléfono de mi despacho. Le agradecería que me llamara si lo ve por los alrededores. -Le alargué la fotocopia y la cogió.

– Es la monda, oiga. Esa familia siempre se las arregla para llamar la atención como sea -dijo. Vi que su mirada trazaba un triángulo entre el retrato robot, la casa de Dana y mi cara-. No es que me importe, pero ¿qué tiene usted que ver con los Jaffe? ¿Es de la familia?

– Soy investigadora privada y trabajo para la compañía con la que Wendell Jaffe suscribió un seguro de vida.

– Anda que no. -Ladeó la cabeza-. ¿Le importaría pasar un momento? Eso que cuenta usted parece interesante.

10

Dudé un segundo y esbozó una sonrisa que le arrugó toda la cara.

– No tenga miedo, mujer, que no soy un ogro. Mi mujer está en casa, arrancando los hierbajos del jardín. Los dos hacemos faenas domésticas, unas veces una cosa, otras veces otra. Si alguien puede localizar al señor Jaffe, somos nosotros. ¿Cómo ha dicho que se llama? -Retrocedió hasta el vestíbulo y me hizo una seña para que le siguiese. Crucé el umbral.

– Kinsey Millhone. Disculpe. Habría tenido que presentarme al principio. Mi nombre figura al pie de la fotocopia. -Nos dimos la mano.

– Mucho gusto en conocerla. Y no ponga esa cara. Yo soy Jerry Irwin. Mi mujer se llama Lena. Hace un rato que la observa mientras usted va de puerta en puerta. Tengo el estudio al fondo. ¿Le apetece un café?

– No, gracias.

– Mi mujer se va a poner contentísima -dijo-. ¿Lena? ¡¡Lenaa!!

Llegamos al estudio, una habitación pequeña y forrada de paneles de una chapa rayada y perforada para que pareciese de pino nudoso. Casi todo el espacio estaba ocupado por una mesa en forma de L y en las paredes había estanterías metálicas que llegaban hasta el techo.

– ¿Dónde estará esta mujer? Siéntese, por favor -dijo. Salió al pasillo y se dirigió a la puerta trasera.

Me senté en una silla plegable e hice una rápida inspección ocular de cuanto me rodeaba para procurarme una idea general de Irwin. Ordenador, pantalla y teclado. Muchos disquetes, archivados con pulcritud. Cajas abiertas, llenas de no sé qué ilustraciones en color, separadas entre sí por cartones. Un estante metálico a escasa altura, a la derecha de la mesa, sostenía gruesos volúmenes cuyo título no alcanzaba a descifrar. Me acerqué un poco. Heráldica general de Burke, Heráldica general Rietstap, Nuevo diccionario de apellidos estadounidenses, Diccionario de apellidos, Diccionario de heráldica. Le oí moverse por el jardín y al cabo de un rato llegó a mis oídos el murmullo de una conversación que sostenían dos personas que avanzaban hacia el estudio. Volví a tomar asiento y me esforcé por adoptar una actitud ajena a los apremios de la curiosidad. Me puse en pie cuando entraron, pero la señora Irwin me instó a sentarme de nuevo. El marido dejó la fotocopia encima de la mesa y dio un rodeo para tomar asiento. Lena Irwin era pequeñita, demasiado obesa para su estatura e iba ataviada con un pantalón ancho de campesino japonés y un blusón azul con las mangas subidas. Llevaba el cabello grisáceo recogido con pasadores y peinetas de los que se habían soltado algunas mechas húmedas. Las pecas que le salpicaban los anchos pómulos sugerían la posibilidad de que hacía décadas hubiese sido pelirroja. Llevaba las gafas de sol sujetas a la cabeza como una diadema. Puesto que había estado cavando, tenía las uñas sucias de tierra. Nos dimos la mano con un apretón polvoriento y me escrutó la cara con curiosidad.