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El miércoles por la tarde -después de dos días y medio de estancia- renuncié a la búsqueda y me refugié en la piscina, donde me embadurné con una brillante capa de aceite protector que me hizo oler como un plato de macarrones gratinados y recién sacados del horno. Me había puesto un biquini que antaño había sido negro y que me dejaba al descubierto unas carnes adornadas con agujeros de bala y cicatrices resultantes del amplio surtido de heridas que había sufrido con el discurrir de los años. Muchas personas parecían preocupadas por mi salud. En aquel punto tenía un color tirando a níspero, ya que acababa de ponerme la primera capa de «bronceado envasado» para disimular la palidez invernal. Como es lógico, no me lo había aplicado en toda la superficie cutánea y, por ejemplo, tenía los tobillos salpicados de manchas que parecían fruto de alguna extraña variedad de hepatitis. Me eché sobre la cara el ancho sombrero de paja, esforzándome por no pensar en el sudor que se me acumulaba en las corvas. Tomar el sol, os lo juro, es el pasatiempo más aburrido del planeta. Y por si esto no bastara, no tenía a mano ni teléfono ni televisión. No sabía qué pasaba en el resto del mundo.

Seguramente me dormí porque cuando me di cuenta oí el crujido de un periódico y una conversación en español que sostenían dos personas echadas en sendas tumbonas a mi derecha. He aquí cómo suena una charla en español a una persona con mi reducido vocabulario: «chucuchú, chucuchú, chucuchú… pero… bla, bla, bla, bla… porque… patatín-patatán, alcachofín-alcachofán…», así mismo. Una señora, con acento inconfundiblemente estadounidense, decía no sé qué sobre Perdido, un pueblo californiano que está a cincuenta kilómetros al sur de Santa Teresa. Me enderecé de pronto. Me levantaba ya el ala del sombrero para ver con quién estaba hablando la señora cuando oí una voz masculina que soltaba un chorro de español a modo de respuesta. Me ajusté el sombrero, moviéndolo poco a poco hasta que el hombre quedó en mi campo visual. Mierda. Era Jaffe. Tenía que ser Jaffe. Si daba al envejecimiento y a la cirugía plástica lo que les correspondía, aquel ciudadano era un candidato clarísimo. No era precisamente el doble exacto del Wendell Jaffe de las fotografías, pero se le parecía mucho: la edad, la complexión, la postura y la forma de mantener la cabeza, características que el interesado seguramente no sabía que formaban parte de la imagen que proyectaba. Devoraba dos periódicos con ojos inquietos que saltaban de una columna a otra. Intuyó mi observación y me miró de soslayo. Nos sostuvimos la mirada durante un par de segundos mientras la señora seguía hablando sin parar. Mi cara debió de ser un reflejo de sentimientos porque el hombre rozó el brazo de la mujer y me lanzó una mirada de alerta. El parloteo se interrumpió durante un rato. Aquella paranoia me gustó. Era una valiosa fuente de información sobre el estado de los nervios de Jaffe.

Alargué la mano con despreocupación, cogí el bolso de paja y revolví el interior hasta que el hombre dejó de observarme. Y yo sin la cámara. Me di un puntapié mental. Cogí un libro y lo abrí por la mitad, me espanté un mosquito imaginario de la pantorrilla y me puse a observar los alrededores de la piscina, fingiendo (tal era mi intención por lo menos) una falta absoluta de interés. Reanudaron la conversación en voz baja. Mientras tanto, compuse mentalmente un rompecabezas fotográfico para cotejar por separado los rasgos del individuo con las instantáneas que tenía en la carpeta. Los ojos le delataban: de color castaño oscuro y hundidos debajo de dos cejas de color platino. Observé a la mujer que le acompañaba y llegué a la conclusión, provisionalmente lógica, de que no la había visto hasta entonces. Era una cuarentona, morena, pequeñita, con un bronceado del color de la pacana. Sus pechos parecían canicas prisioneras de un top de arpillera y por la marca que le dejaba la braga del biquini se notaba que lo untaba con cera para que no le cortase la carne.

Me recosté en la tumbona con el sombrero sobre la cara y me puse a escuchar con todo descaro las distintas etapas del conflicto creciente. Parloteaban en español y la naturaleza del diálogo parecía ir de la simple preocupación a la polémica acalorada. La mujer enmudeció de pronto y se sumió en uno de esos silencios ofendidos que los hombres, por lo que parece, nunca saben cómo romper. Se quedaron echados en las tumbonas durante la primera mitad de la tarde, sin hablar apenas, reciprocidad al mínimo. Me habría gustado hacerles algunas fotos. Dos veces pensé en la posibilidad de subir corriendo a la habitación, pero habría resultado sospechoso volver poco después con material fotográfico. Me pareció mejor esperar a un momento más oportuno. Era evidente que los dos se hospedaban en el hotel y no me los imaginé pidiendo la cuenta de pronto aquel mismo día. Al día siguiente me dedicaría a hacer fotos. Por el momento, era preferible contentarse con que se acostumbraran a verme.

A las cinco el viento comenzó a sacudir las palmeras y de la playa se levantó una espiral neblinosa de polvo negro. Sentí la metralla arenosa contra la piel como si fuera polvo de talco. Mastiqué tierra y los ojos no tardaron en humedecérseme. Los pocos huéspedes del hotel que tenía al alcance de la vista se pusieron a recoger los avíos. Sabía por experiencia que las ráfagas de hollín nos azotarían automáticamente en cuanto comenzara el ocaso. Mientras tanto, incluso el chico que repartía los albornoces y las toallas cerró el quiosco y corrió en busca de protección.

El hombre al que espiaba se puso en pie. Su compañera agitó la mano ante sí como quien ahuyenta una nube de mosquitos. Recogió los trastos con la cabeza gacha para impedir que el polvo le entrase en los ojos. Le dijo no sé qué en español y se alejó hacia el hotel a paso rápido. El hombre se lo tomó con mucha más calma, indiferente al parecer ante el súbito cambio del tiempo. Dobló las toallas. Puso el tapón a un tubo de protector solar, metió frascos y demás trebejos en la bolsa playera y echó a andar hacia el hotel, tal como la mujer había hecho momentos antes. Me dio la sensación de que no tenía prisa por alcanzarla. Puede que fuese hombre que prefería soslayar los enfrentamientos. Le di un poco de ventaja, me puse a guardar las cosas en el cesto y fui en su persecución.

Entré en el vestíbulo de la planta baja cuyas puertas, por lo general, se dejaban totalmente abiertas a los elementos. Sofás tapizados en lona de colores chillones se alineaban delante de un televisor. Las sillas y butacas se habían dispuesto en grupos, para estimular el trato entre los huéspedes. El techo se alzaba a una altura de dos plantas, hasta una barandilla que señalaba la situación del vestíbulo superior, que contaba con su propia recepción. No vi ni rastro de la pareja. El camarero del bar cerraba los altos postigos para proteger el salón del viento ardiente y fustigante. El bar quedó sumido en el acto en una penumbra artificial. Subí por los anchos y barnizados peldaños de la izquierda e inspeccioné el vestíbulo principal, que estaba en el primer piso. Me dirigí hacia la puerta del hotel, por si por una casualidad la pareja estuviese en otra parte, tal vez cogiendo el vehículo del aparcamiento del hotel. El exterior estaba desierto, toda la gente se había encerrado para protegerse de la creciente violencia del viento. Me encaminé hacia los ascensores y subí a mi habitación.