– Ha tenido que ser una sorpresa muy desagradable.
– Y que lo diga. No puedo creer que haya desaparecido.
SLO son las siglas de San Luis Obispo, una pequeña ciudad universitaria que está a menos de ciento cincuenta kilómetros al norte de Santa Teresa. Por lo visto, Eckert había estado ocupadísimo durante las últimas cuarenta y ocho horas; o había preparado una coartada perfecta.
– ¿Y qué hará ahora? ¿Tiene sitio donde quedarse?
– Probaré en cualquiera de ésos, si los turistas no me lo impiden -dijo, señalando con la cabeza los moteles que flanqueaban Cabana Boulevard-. ¿Y usted? Parece que no ha podido dar con él.
– Me lo encontré casualmente anoche en casa de Michael. Esperaba tener unas palabras con él, pero surgió un imprevisto. Nos separamos de manera no menos imprevista y desde entonces no he vuelto a verle. Por cierto, creo que tenía que reunirse con usted.
– Cancelé la cita en el último momento, cuando surgió este otro compromiso.
– ¿No se vieron entonces?
– No, sólo hablamos por teléfono.
– ¿Qué quería? ¿Se lo dijo?
– Ni una palabra.
– Según él, tenía usted algo que le pertenecía.
– ¿Eso dijo? Pues sí que es extraño. Ignoro a qué se referiría. -Miró la hora-. Mierda. Se me hace tarde. Será mejor que me mueva antes de que se llenen todas las habitaciones.
Me aparté del vehículo.
– En ese caso, le dejo -dije-. Si sabe algo del Lord, no dude en avisarme.
– Claro.
Arrancó con un rugido. Salió de la plaza en marcha atrás y se detuvo bajo la marquesina alargando el tíquet a la mujer que había en el puesto de control. Yo fui a lo mío y me encaminé hacia la tabernucha tras echar atrás una mirada rápida. Lo último que vi de él fue la matrícula privada de su coche, que rezaba: MARINO. Tenía gracia. Pensé que a lo mejor había querido convencerme de algo. Era evidente que mentía, pero no estaba segura de lo que ocultaba.
22
Cuando llegué al barrio costero de las afueras de Perdido, donde se encuentran todos los moteles, el océano parecía filtrado por una niebla verdigris de aspecto irreal. Por un extraño efecto de refracción la agonizante luz solar creaba un espejismo, una isla que parecía flotar encima de la superficie, inalcanzable y alfombrada de musgo. Había algo ultramundano en su lobreguez. He visto algo parecido en los pasillos interminables que se forman entre dos espejos enfrentados, espacios sombríos que giran en direcciones inabordables por la mirada. Pasó el fenómeno y la imagen se desvaneció. El aire estaba inmóvil, caliente, insólitamente húmedo para la costa californiana. Los vecinos de la zona registrarían aquella noche los garajes en busca de los ventiladores eléctricos del verano anterior, y se pondrían a quitarles el polvo acumulado en las aspas. El sueño sería una inquietante combinación de sudor y sábanas pegajosas, sin ninguna perspectiva de refrescamiento.
Aparqué el coche en una travesía de la artería principal. Todos los rótulos de los moteles estaban encendidos y producían un resplandor que no desmerecía la luz diurna: tubos de neón verdes y azules que parpadeaban compitiendo por formular la invitación más tentadora para el viajero de paso. En las aceras había todo un ejército de individuos, todos en pantalón corto y camiseta, en busca de cualquier cosa que aliviase el calor. Las máquinas de helados iban a hacer un dineral. Los coches iban y venían en busca de espacio para aparcar. No había ni un solo grano de arena en las calles, pero daba la sensación de que el aire estaba cargado de polvo, de suciedad, de olores a corrosión salina y redes de pesca. Los escasos tugurios que había estaban llenos de universitarios y por sus puertas salía una música ensordecedora de ritmo machacón.
Un detalle que no me convenía olvidar: Brian Jaffe se había educado en aquella zona. Se había publicado su foto en los periódicos locales y su libertad para moverse por las calles se había reducido de manera radical, ya que lo reconocerían en el acto. Añadí la televisión por cable a mi lista mental de distracciones moteleras. Era evidente que el padre no había escondido al hijo en un antro de placeres turbios. Cuanto más espartanas fueran las condiciones de su refugio, más probabilidades había de que el chico fuese a buscar esparcimiento en el exterior.
Empecé por los moteles de la calle principal y proseguí trazando círculos y adentrándome en los alrededores. No sé dónde se formarán los constructores de moteles, pero todos parecen tener la manía de bautizarlos del mismo modo. En cada sector me encontraba con el mismo repertorio onomástico, Las Mareas, Sol y Playa, El Rompeolas, El Arrecife, La Albufera, El Barco de Vela, Las Arenas, La Playa Azul, La Playa Blanca, Las Gaviotas, La Casa del Mar. Enseñaba la fotocopia de mi carnet de detective. Enseñaba la periodística y blanquinegra foto de Brian Jaffe. Me parecía inverosímil que se hubiese inscrito con su propio nombre y en consecuencia comprobaba las variantes: Brian Jefferson, Jeff O'Brian, Brian Huff, Dean Huff, así como el favorito de Wendell, Stanley Lord. Sabía la fecha en que por error se había puesto en libertad al joven y suponía que se había inscrito el mismo día. Iba solo y seguramente había tenido que pagar la habitación por anticipado. Sospechaba que rehuía las compañías y que se había limitado a salir para lo imprescindible. Esperaba que alguien lo identificara basándose en la foto y en mis descripciones. Los gerentes y empleados negaban con la cabeza. A todos les regalaba mi tarjeta a cambio de la firme promesa de avisarme si se inscribía alguien parecido a Brian Jaffe. Ay, qué risa. Seguro que la tarjeta tocaba el fondo del cubo de la basura antes de que yo saliera del establecimiento correspondiente. En El Faro (teléfono directo, televisión por cable en color, precios especiales por meses y semanas, piscina de agua caliente, café matutino incluido), vale decir en la duodécima intentona, obtuve una afirmación y no una negación. El Faro era una estructura de piedra artificial, de dos pisos y planta baja, con piscina en el centro. El exterior estaba pintado de azul celeste y en la fachada había una imagen estilizada de un faro que mediría alrededor de diez metros. El empleado era un setentón de aire despierto y vital. Estaba calvo como una bola de billar, pero al parecer conservaba íntegra la dentadura. Tamborileó sobre el recorte de prensa con un índice doblado por la artritis.
– Sí, sí, está aquí. Michael Brendan. Habitación 110. Ya decía yo que me sonaba su cara. Fue un señor entrado en años quien firmó en el libro de registros; pagó una semana por anticipado. La verdad es que la relación que tenían no la vi muy clara.
– Padre e hijo.
– Sí, eso dijeron -replicó el empleado, sin acabar de creérselo. Leyó los detalles de la fuga del correccional y del posterior asesinato de la automovilista a quien habían robado el coche-. Recuerdo haberlo leído en su día. Por lo visto el muchachito se metió en algún lío y aún no ha salido de la habitación. ¿Quiere que avise a la policía?
– Llame a la Comisaría del Sheriff del Condado y permítame estar antes con él diez minutos. Dígales que utilicen el cerebro y actúen con moderación. No quiero que esto se convierta en un baño de sangre. El chico tiene dieciocho años. Nada se ganaría agujereándole el pijama a balazos.
Salí de recepción y avancé por un pasillo que desembocaba en el patio trasero. Ya era totalmente de noche y la piscina iluminada tenía una tonalidad verdosa. El resplandor del agua se reflejaba en el edificio con manchas temblorosas de cambiantes formas blancuzcas. La habitación de Brian estaba en la planta baja y tenía una vítrea puerta de corredera que daba a una terraza pequeña que daba a su vez a la piscina. Las terrazas estaban separadas entre sí por arbustos de escasa altura. Todas estaban numeradas y no me fue difícil encontrar la habitación que buscaba. Lo vi por entre las cortinas de red que había corrido a medias. La puerta de corredera estaba cerrada, por lo que supuse que habría puesto al máximo el aire acondicionado.