– Parece que Wendell cambió de idea en el ínterin. Bueno, la verdad es que la información de que dispongo -dije para rectificar- es contradictoria. Dijo a Michael y a Brian que iba a entregarse. Al parecer quiso convencer a Brian de que hiciese lo mismo. Pero la amante de Wendell dijo que no tenía intención de cumplir su palabra.
Se balanceó en la silla giratoria con la mirada fija en un punto situado hacia el centro de la estancia. Cabeceó como si estuviera confuso.
– Ignoro cómo saldrá de ésta. ¿Está al tanto de lo que hace?
– ¿Sabe usted ya lo del barco?
– Sí, me lo han contado. La cuestión es qué se propone. Hasta dónde piensa llegar.
– Supongo que no tenemos más remedio que esperar a ver qué sucede -dije-. Bueno, me voy. Me queda un paseo de cuarenta y cinco kilómetros en coche y hace tiempo que debería estar en la cama. ¿Hay alguna otra salida? No quiero encontrarme otra vez con Dana Jaffe. Empiezo a estar harta de la familia.
– Hay que ir al otro departamento. Venga. Se lo enseñaré -dijo, poniéndose en pie. Rodeó la mesa y giró a la izquierda para acceder a un pasillo interior. Fui tras él. Había creído que me pediría discreción, que me haría prometer silencio sobre la charla que habíamos sostenido, pero no dijo ni una sola palabra al respecto.
Era casi la una de la madrugada cuando entré en Santa Teresa. Había pocos peatones y menos tráfico. Las farolas bañaban las aceras con círculos secantes de luz grisácea. Los comercios estaban cerrados, pero iluminados. De vez en cuando divisaba a un vagabundo en busca de algún callejón donde pasar la noche, pero en términos generales las calles estaban vacías. La temperatura comenzaba por fin a descender y la suave brisa del océano alteraba ya hasta cierto punto el índice de humedad.
Me sentía picajosa e inquieta. En realidad no ocurría nada. Con Brian en la cárcel y Wendell en paradero desconocido, ¿qué había que investigar? La búsqueda del Captain Stanley Lord estaba ya en manos de la policía del puerto y de la Guardia Costera. Aun en el caso de que alquilara un avión y efectuase un rastreo aéreo (gasto que Gordon Titus no autorizaría jamás de los jamases), no sabría distinguir una embarcación de otra desde las alturas. Tenía que haber algo que pudiese hacer mientras tanto.
Casi sin darme cuenta, di un rodeo y pasé por todos los aparcamientos de los moteles que había entre mi casa y el puerto. Vi el deportivo de Carl Eckert en el Beachside Inn, un motel de una sola planta y en forma de T; el brazo corto era la fachada y el largo se prolongaba hacia el interior. Las plazas para aparcar estaban dispuestas en fila, una por habitación y con el número de ésta pintado en el suelo para que nadie se equivocase. Todas las habitaciones de la fachada estaban a oscuras.
Dí la vuelta el callejón y volví a salir a Cabana. Aparqué en la calle, a media manzana del motel. Me guardé la linterna de bolsillo en el ídem de los tejanos y salvé la distancia andando; suerte que las zapatillas deportivas eran de suela de goma y no hacían ruido. El aparcamiento estaba iluminado para seguridad de los huéspedes y los apliques estaban orientados de modo que la luz no diese directamente en las ventanas. Vi mi propia sombra, semejante a una compañera crecidita, que me seguía por el aparcamiento. Carl había echado la capota del coche. Hice una inspección visual en sentido giratorio, sin olvidar las ventanas oscurecidas y los puntos menos iluminados del aparcamiento. No percibí el menor rastro de movimiento. Ni siquiera percibí reflejado en las cortinas el característico parpadeo grisáceo que emite la televisión cuando se ve a oscuras. Tragué una profunda bocanada de aire y me puse a forzar los cierres de la capota, empezando por el lado del conductor. Introduje la mano y la metí en el compartimento interior de la portezuela. El interior estaba limpio como una patena, lo que quería decir que el coche tenía algún sistema para eliminar el polvo y las filtraciones del aceite. Palpé un cuaderno de espiral, un mapa de carreteras y un libro. Lo saqué al exterior como si mi mano fuese una excavadora. Volví a mirar a mi alrededor, pero todo parecía tan tranquilo como antes. Encendí la linterna de bolsillo y miré el cuaderno. Al parecer, Eckert llevaba la cuenta de la gasolina que consumía cada tantos kilómetros. El cuaderno era un dietario donde Eckert consignaba kilometrajes, puntos de destino, objetivo de las reuniones, el nombre y el cargo de los asistentes. Los gastos personales y profesionales estaban claramente divididos en columnas. No pude por menos de sonreír. Que hiciera aquello un artista de la estafa que había pasado en la cárcel varios meses. Puede que el presidio hubiera tenido sobre él algún efecto rehabilitador. Carl Eckert se comportaba como un ciudadano modelo. Por lo menos, a juzgar por lo que veía, no estafaba a Hacienda. En un bolsillo de la contracubierta del forro del dietario vi la cuenta del hotel Best Western, dos recibos de gasolina, cinco comprobantes de tarjeta de crédito y, ¡oh, cielos!, una multa por exceso de velocidad que le habían puesto la noche anterior en las afueras de Colgate. Según la hora puntualmente anotada por el patrullero de carreteras que le había puesto la sanción, Carl Eckert había podido recorrer fácilmente la distancia que faltaba hasta Perdido con tiempo de sobra para dispararnos a Wendell y a mí.
– ¿Le importaría decirme qué diablos hace aquí?
Di un respingo, los papeles volaron y apenas pude contener un grito. Me llevé la mano al pecho, encima del corazón que latía con fuerza. Era Carl Eckert. En calcetines y con el pelo revuelto de quien acaba de levantarse de la cama. ¡No soporto a los furtivos! Me agaché y me puse a recoger los papeles.
– Mierda. ¡Avise antes, caramba! Me ha dado un susto de muerte. Y lo que estoy haciendo es destruir su coartada de anoche.
– No necesito ninguna coartada. Anoche no hice nada en particular.
– Pues alguien sí hizo algo. ¿Le he contado que se me paró el coche y que Wendell y yo nos quedamos encallados en la avenida de la costa, en un tramo particularmente oscuro?
– No. No me lo contó. Siga -dijo con voz cautelosa.
– Que siga. Fabuloso. Como si no lo supiera ya. Alguien se puso a disparamos. Wendell desapareció poco después.
– Y usted cree que fui yo.
– Creo que es posible. ¿Por qué cree que estoy aquí a estas horas?
Metió las manos en los bolsillos, miró a su alrededor y se dio cuenta de que, tal como hablábamos, nos iban a oír en todas las habitaciones.
– Hablemos dentro -dijo y se dirigió a su habitación.
Fui tras él mientras me preguntaba cómo terminaría la aventura. Una vez dentro, encendió la lámpara de la mesilla de noche y llenó un vaso hasta el borde con la botella de whisky que había en el escritorio. Levantó a continuación la botella a modo de invitación silenciosa. Negué con la cabeza. Encendió un cigarrillo; esta vez recordó que no tenía que molestarse en ofrecerme tabaco. Se sentó en el borde de la cama, yo en el sillón tapizado en cuero. La habitación se parecía mucho a la de Brian Jaffe. Como cualquier embustero a la hora del careo, seguramente preparaba otra sarta de mentiras. Me sentía como una niña que va a dormir y espera que le cuenten el último cuento del día. Meditó durante un rato y adoptó una expresión seria y preocupada.
– De acuerdo. Seré sincero con usted. Volví anoche de SLO pero no fui a Perdido. Volví al hotel después de estar todo el día de reunión en reunión y llamé al servicio de mensajes de Telefónica. Había un recado de Harris Brown y lo llamé.
– Perfecto, acapara usted toda mi atención. No hago más que preguntarme qué pinta Harris Brown en todo esto. ¿Tendría la bondad de informarme? Soy toda oídos.
– Es un antiguo policía.
– Ese capítulo lo conozco ya. Le encargaron el caso y luego se lo quitaron porque perdió hasta la camisa invirtiendo en CSL, etcétera, etcétera, etcétera. Más cosas. ¿Cómo dio con Wendell en Viento Negro?