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Volví a mi habitación y me puse los zapatos. Fui al cuarto de baño, me cepillé los dientes y me peiné. Cogí una deshilachada toalla del hotel, la saqué al balcón y la colgué en la barandilla, junto al lateral derecho. Dejé encendidas las luces, salí al pasillo y bajé con los prismáticos en la mano. Busqué en la cafetería, en el quiosco de prensa del vestíbulo y en el bar de la planta baja. No vi el menor rastro de Wendell ni de la mujer que le acompañaba. Ya en el camino de la entrada me di la vuelta, alcé los prismáticos y barrí con ellos la fachada del hotel. Vi la toalla, que parecía del tamaño de una sábana, colgada en el balcón de mi cuarto, en el tercer piso. Conté dos balcones hacia la izquierda. No vi signos de actividad, pero había luz en las dependencias de Wendell y la puerta de corredera parecía abierta. ¿Estarían fuera o durmiendo? Fui a la cabina del vestíbulo y llamé al 312. No contestó nadie. Regresé a mi habitación, me metí en el bolsillo del pantalón la llave, un bolígrafo, papel y mi linterna portátil. Apagué la luz.

Salí al balcón, apoyé los codos en la barandilla y me puse a contemplar la noche. Puse cara de meditación trascendental, como si estuviera en comunión íntima con la naturaleza, cuando en realidad trataba de dar con la forma de colarme en la habitación que estaba a dos balcones de distancia. No es que hubiera gente espiando. Los balcones iluminados no llegaban al cincuenta por ciento. Había algún que otro huésped acomodado en el balcón y de tarde en tarde brillaba la punta de un cigarrillo en medio de la oscuridad. Ya era noche cerrada y las dependencias del hotel estaban sumidas en sombras. Los caminos exteriores estaban flanqueados por farolas de pocos vatios. La piscina centelleaba como una piedra preciosa, aunque el sistema de filtración probablemente estaba ya en funcionamiento para eliminar el hollín. En el lado más alejado de la piscina acababa de dar comienzo una especie de acto sociaclass="underline" música, rumor de conversaciones y aroma de carne asada. Seguro que si saltaba de un balcón a otro igual que una mona, nadie se daría cuenta.

Me incliné hacia delante todo lo que pude y miré a la derecha. La terraza contigua estaba a oscuras. La puerta de corredera estaba cerrada y las cortinas corridas. No había forma de saber si la habitación estaba ocupada, pero me dio la sensación de que no. No iba a tener más remedio que aventurarme. Pasé la pierna derecha por encima de la barandilla y encajé el pie entre los barrotes para afianzar la posición antes de mover la pierna derecha. Había cierta distancia entre un balcón y otro. Me sujeté a la barandilla e hice un amago experimental para comprobar si soportaba mi peso. Sabía que a mis pies se abría un abismo de tres plantas y noté en la boca del estómago la natural aversión que siento hacia las alturas. Si resbalaba, los arbustos de abajo probablemente no amortiguarían la caída. Me imaginé empalada por un arbolito de adorno. No me gustó la imagen: una investigadora privada, terca como una mula, atravesada por las ramas de un arbusto. Me sequé la palma en el pantalón y volví a estirarme. Introduje el pie izquierdo entre los barrotes del balcón contiguo. Hay cosas que es preferible hacer sin pensar.

Puse la mente en blanco y me lancé como un saco de patatas hacia el balcón de al lado. Crucé la terraza en silencio y repetí la operación al llegar al otro extremo, sólo que esta vez me detuve lo suficiente para asomar la cabeza y convencerme de que la habitación de Wendell estaba vacía. Las cortinas estaban descorridas y aunque la habitación propiamente dicha estaba a oscuras, advertí un rectángulo de luz que brotaba del cuarto de baño. Me estiré hasta la barandilla del enemigo y volví a comprobar la resistencia de los materiales antes de dar el salto.

Ya en el balcón de Wendell, me detuve a recuperar el aliento. La brisa me acarició la cara y el aire fresco hizo que me percatase de que sudaba a causa de la tensión. Me puse junto a la puerta de corredera y asomé la cabeza. La cama era de matrimonio, la colcha de algodón había sido apartada. Las sábanas estaban arrugadas y ostentaban la impronta del piscolabis sexual que precede a la cena. Percibí el persistente almizcle del perfume femenino, el olor húmedo del jabón donde se habían lavado después. Encendí la linterna de bolsillo para reforzar la luz que se filtraba del exterior. Fui a la puerta, eché la cadena de seguridad y pegué el ojo a la mirilla para escrutar el pasillo. Consulté la hora. Las ocho menos cuarto. Si la suerte estaba de mi parte, habrían tomado un taxi para ir a cenar al pueblo, tal como había hecho yo la noche anterior. Confiando en la providencia, encendí las luces principales de la habitación.

Lo primero que inspeccioné por encima fue el cuarto de baño, que era lo más próximo a la puerta. La mujer había llenado las repisas que flanqueaban el lavabo con toda suerte de cosméticos y objetos de aseo: champú, suavizante, desodorante, agua de colonia, crema para la cara, hidratante, tónico para la piel, base, colorete, polvos, sombra de ojos, rímel, cepillo para las pestañas, secador de pelo, laca, colutorio, cepillo de dientes, fijador, pasta de dientes, rizador de pestañas. ¿Cómo podía aquella mujer abandonar la habitación ni un minuto siquiera? Cuando acabara de «arreglarse» por la mañana ya tenía que ser hora de acostarse otra vez. Había lavado dos bragas de nailon, que había tendido en la barra de la ducha. Me la había imaginado con bragas y sostén negros y con encaje, pero las dos prendas tendidas eran de esas elásticas que tapan totalmente el ombligo, lencería tradicional. Seguramente llevaría sostén ortopédico.

Wendell había tenido que contentarse con la tapa de la taza del retrete, encima de la cual se encontraba su bolsa de aseo, cuero negro con un monograma dorado que decía DDH. Aquello despertó mi curiosidad. Dentro sólo había un cepillo de dientes, dentífrico, la maquinilla de afeitar y una cajita para las lentillas. Seguramente utilizaría el champú y el desodorante de la mujer. Volví a consultar la hora. Las siete y cincuenta y dos minutos. Pegué el ojo otra vez a la mirilla de la puerta. Aún no había moros en la costa. Se me había pasado la tensión y de pronto me di cuenta de que estaba disfrutando enormemente. Contuve una carcajada y di un par de pasos de baile. La situación me gustaba a rabiar. Era una fisgona de nacimiento. No hay nada más excitante que una noche de allanamiento de morada. Volví a la faena canturreando de alegría. Si no fuera porque me contrataban para hacer cumplir la ley, seguro que a estas alturas ya estaría en la cárcel.

4

La mujer era de las que deshacían todo el equipaje, sin duda minutos después de ocupar una habitación. Se había apoderado del lado derecho del tocador de doble hilera de cajones y había llenado hasta los topes todo el espacio disponible: las joyas y la ropa blanca en el cajón superior, junto con el pasaporte. Tomé nota del nombre, Renata Huff, del número de pasaporte, fecha y lugar de nacimiento, entidad que había tramitado el pasaporte y fecha de caducidad del documento. No quise seguir inspeccionando los efectos personales de la mujer y registré el cajón superior del lado de Wendell, donde encontré igualmente los documentos de identidad del individuo. Según el pasaporte, se hacía llamar Dean DeWitt Huff. Tomé nota de los datos que consignaba y volví a pegar el ojo a la mirilla de la puerta. El pasillo estaba vacío. Ya eran las ocho y dos minutos, hora de largarse. Cada minuto que pasara aumentaría el peligro, sobre todo porque ignoraba cuándo se habían marchado. No obstante, ya que estaba allí, me dije que bien valía la pena seguir husmeando a ver qué pasaba.

Volví sobre mis pasos y abrí los cajones restantes de manera sistemática, deslizando la mano por debajo y entre las prendas de vestir, que estaban ordenadas con toda pulcritud. La ropa y efectos personales de Wendell estaban aún en la maleta, que se encontraba abierta sobre una mesa pequeña. La registré deprisa y con todo el cuidado que pude, ya que no quería que se notara mi presencia. Alcé la cabeza ¿Había oído un ruido? De nuevo escruté por la mirilla de la puerta.