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Oí un golpecito tímido.

– Oye. ¿Estás ahí?

Volvió a pegar el ojo a la mirilla, taponando el angosto círculo de luz que llegaba del pasillo. Habría jurado que olía su aliento a través de la madera. Volví a ver luz a través de la mirilla, me acerqué con cautela y pegué el ojo para verle yo a él. Había retrocedido y miraba a ambos lados del pasillo con desconcierto. Se alejó hacia mi izquierda y al cabo de un momento oí que cerraba su habitación de un portazo.

Me acerqué de puntillas a la puerta de corredera, me pegué a la pared de la izquierda y me asomé. De pronto… muy furtivamente… la parte superior del cráneo del viejo apareció por el extremo del tabique que separaba ambos balcones y sus ojos escrutaron el interior de la habitación a oscuras.

– Yujuuu -murmuró con voz ronca-. Soy yo. ¿Empieza la marcha o qué?

El vecinito tenía la sangre realmente alterada. No tardaría en arañar el suelo y lanzar gruñidos.

Permanecí inmóvil y esperé a que se fuera. Se retiró al cabo de un momento. Diez segundos más tarde sonaba el teléfono, una llamada interior, habría apostado cualquier cosa. Dejé que sonara mientras me dirigía al cuarto de baño, donde me cepillé los dientes a oscuras. Volví al dormitorio, me quité la ropa y la dejé en la silla. No me atrevía a salir. No podía leer porque no quería arriesgarme a encender la luz. A todo esto, estaba con los nervios tan de punta que me daba la sensación de tener todo el pelo erizado. Por último me acerqué de puntillas al minibar y cogí dos frasquitos de ginebra y una lata de zumo de naranja. Me senté en la cama y estuve chupando ginebra hasta que me caí de sueño.

Cuando salí al pasillo por la mañana, en el tirador de la puerta del borracho habían colgado el letrero de NO MOLESTAR. La puerta de Wendell estaba abierta y la habitación vacía. Entre ambas puertas se encontraba el carrito del servicio. Me asomé y vi a la doncella fregando con paciencia el suelo de baldosas. Dejó el mocho contra la pared, junto a la puerta del cuarto de baño, cogió la papelera y salió al pasillo.

– ¿Dónde están? -le pregunté en español, con la esperanza de que me entendiera.

Sin duda sabía demasiado de la vida para ponerse a conjugar participios de pasado y pluscuamperfectos. Y si no se hubiera concentrado en lo esencial, yo no habría entendido ni media palabra.

– Ido. Marchado. No aquí ya.

– ¿Permanente? ¿Completamente vamos? -chapurreé.

– Yes, yes -dijo, asintiendo con vehemencia y repitiendo lo del principio.

– ¿Le importa si echo un vistazo? -La verdad es que no esperé a que me diera permiso. La aparté con el brazo y entré en la habitación 312; miré en los cajones del tocador, en la mesilla de noche, en el escritorio, en el minibar. ¡Rediós! No me habían dejado nada. La doncella me miraba con curiosidad. Se encogió de hombros y entró en el cuarto de baño, debajo de cuya pila volvió a poner la papelera.

– Gracias -le dije y salí de la habitación.

Al pasar junto al carrito de la limpieza, me fijé en la bolsa de plástico adosada a un extremo y que contenía la basura recién acumulada. La solté del gancho y me la llevé a la habitación, cerré la puerta nada más entrar. Fui a la cama y vacié el contenido sobre la colcha. No había nada interesante: periódicos de la víspera, Q-Tips, pañuelos de papel usados, un envase de laca vacío. Revolví todo aquello con no poco asco y con la esperanza de que aún surtieran efecto mis últimas inyecciones antitetánicas. Mientras recogía la basura a puñados y la volvía a meter en la bolsa me fijé en la primera plana de un periódico, que estaba dedicada a una ola de crímenes. Desplegué la página, la alisé y me quedé mirando los renglones escritos en español.

A quien vive en Santa Teresa le resulta imposible no aprender ciertas expresiones en este idioma, tanto si lo estudia como si no. Muchas palabras del español mexicano son adaptaciones del inglés y otras se escriben de modo muy parecido a vocablos ingleses que significan más o menos lo mismo. El reportaje que aparecía en la primera página de La Gaceta tenía que ver con un homicidio cometido en Estados Unidos. Lo leí en voz alta, de manera pausada como los párvulos, método que me ayudó a descifrar parte del significado. El cadáver de una mujer muerta había sido encontrado al norte de Los Angeles, en un tramo solitario de autopista. Cuatro jóvenes se habían fugado de un correccional del condado californiano de Perdido y se habían dirigido al sur por la costa. Por lo visto, habían hecho señas a la víctima y se habían apoderado de su vehículo después de matarla a tiros. Cuando se descubrió el cadáver, los fugitivos habían cruzado la frontera mexicana por Mexicali, donde habían vuelto a matar. Los federales habían salido en su persecución y en el curso de un feroz tiroteo habían muerto dos jóvenes y otro había quedado herido de gravedad. Había una morbosidad innecesaria en la foto en blanco y negro de la escena del tiroteo, donde podían apreciarse manchas de sangre en las sábanas que cubrían a los muertos. La cara de los cuatro delincuentes aparecía en una fila de lúgubres fotos tomadas de las fichas de la policía. Tres eran hispanos. El cuarto respondía al nombre de Brian Jaffe.

Reservé un pasaje para el primer avión que saliera.

Durante el vuelo se me hincharon las cavidades sinuosas y durante el descenso hacia Los Angeles creí que se me iban a romper los tímpanos. Llegué a Santa Teresa a las nueve con todos los síntomas de un resfriado a la antigua. Me picaba la garganta, me dolía la cabeza y tenía las fosas nasales como si hubiera sorbido por ellas una garrafa de agua de mar. No podía por menos de regocijarme, ya que podría tomar NyQuil en dosis nocturnas oficialmente autorizadas.

Nada más llegar a casa, cerré la puerta y subí la escalera de caracol con un montón de periódicos. Vacié el petate en el cesto de la ropa sucia, me desnudé y tiré al cesto la ropa del viaje. Me puse unos calcetines de deporte y el camisón de franela, me envolví en el edredón hecho a mano que la hermana de Henry me había regalado para mi cumpleaños y me enfrasqué en la lectura de las noticias relativas a la fuga carcelaria que traía el periódico de Santa Teresa. La noticia ya no era novedad y había pasado a la segunda sección, página tres. Volví a leerla, esta vez en inglés. Brian, hijo menor de Wendell Jaffe, y tres colegas se habían fugado espectacularmente en pleno día de un reformatorio de seguridad media denominado Connaught. Los fugados muertos habían sido identificados como Julio Rodríguez, de dieciséis años, y Ernesto Padilla, de quince. Ignoraba los tratados de extradición que estarían vigentes entre Estados Unidos y México, pero parecía que las autoridades mexicanas iban a devolver a Jaffe a su país de origen en cuanto se presentaran los ayudantes del sheriff. El cuarto fugado, un muchacho de catorce años, estaba hospitalizado en México con heridas de pronóstico reservado. El nombre del herido se ocultaba a causa de su minoría de edad. Recordé que el periódico en español lo había identificado como Ricardo Guevara. Las dos víctimas de los jóvenes eran estadounidenses y era muy probable que los federales se lavasen las manos. También era probable que un grueso fajo de billetes hubiera cambiado de dueño sin que nadie se enterase. Fueran cuales fuesen las circunstancias, los fugitivos podían considerarse afortunados por no haber sido encerrados de por vida en el sur. Según el periódico Brian Jaffe había cumplido los dieciocho años poco después de su detención, lo que significaba que en cuanto lo devolvieran a la Penitenciaría del Condado de Perdido sería confinado y acusado en calidad de adulto. Cogí unas tijeras, recorté todos los artículos y los guardé para llevármelos después al despacho.