Miré el reloj de la mesilla de noche. Sólo eran las diez menos cuarto. Cogí el teléfono y llamé a casa de Mac Voorhies.
5
– Hola, soy Kinsey -dije cuando Mac descolgó.
– Pareces otra. ¿Desde dónde llamas?
– Desde Santa Teresa -dije-. Acabo de llegar con un resfriado y estoy que me muero.
– Lástima. Bienvenida a casa. No sabía cuándo ibas a volver.
– Entré por la puerta de casa hace cuarenta y cinco minutos -dije-. He repasado los periódicos y he comprobado que os habéis divertido durante mi ausencia.
– ¿Verdad que es increíble? No sé qué diantres pasa. Hacía dos o tres años que no sabía nada de esta familia y de pronto aparece el maldito apellido por todas partes.
– Pues agárrate, muchacho. Hemos tenido suerte con Wendell. Lo vi exactamente en el mismo lugar que Dick Mills.
– ¿Seguro que era él?
– Por supuesto que no, Mac. No lo había visto en mi vida, pero a juzgar por las fotografías, el sujeto se le parece muchísimo. Además, es estadounidense y la edad coincide. No emplea el apellido Jaffe. Se hace llamar Dean DeWitt Huff, en estatura se le acerca y en peso también. Está algo más gordo, pero sería normal si se tratara de nuestro hombre. Viaja con una mujer y no se relacionan con nadie en absoluto.
– Resulta algo impreciso.
– Pues claro que es impreciso. No iba a salirle al encuentro para presentarme.
– En una escala del uno al diez, ¿cuál sería tu índice de seguridad?
– Dando cierto margen a la edad y a posibles intervenciones quirúrgicas, yo diría que nueve. Quise hacerle unas fotos, pero sufre de manía persecutoria en lo que se refiere a la atención ajena. Tuve que mantenerme a distancia y fuera de su campo visual -dije-. Por cierto, ¿te ha dicho alguien por qué estaba encerrado Brian Jaffe?
– Según he averiguado, por allanamiento de morada con intención de robar. Seguramente nada de alta tecnología, de lo contrario no lo habrían cogido -dijo Mac-. ¿Y Wendell? ¿Dónde está ahora?
– Buena pregunta.
– Se te ha escapado -dijo Mac con tristeza.
– Más o menos. Se marchó con la mujer en plena noche, pero no te pongas a dar gritos todavía. ¿Sabes lo que encontré? Estaba en su habitación después de que la dejasen. Un periódico mexicano con la noticia de la detención de Brian Jaffe. Wendell la leyó sin duda en la última edición porque la pareja cenó fuera a la hora de costumbre. Antes de que me diese cuenta ya estaban de regreso y muy alterados. Esta mañana ya se habían ido. Encontré el periódico en la basura. -Mientras recitaba los hechos, caí en la cuenta de que había algo allí que me llamaba la atención. Había demasiadas coincidencias: Wendell Jaffe cómodamente instalado en un oscuro pueblo turístico de México… Brian que se escapa del correccional y sale disparado hacia la frontera. Era imposible no percibir el chisporroteo del reconocimiento al yuxtaponer los dos cables-. Mac, un momento, Mac, acaba de visitarme la inspiración. ¿Sabes qué acaba de ocurrírseme? Hasta que lo perdí de vista, Wendell no hizo más que repasar la prensa; inspeccionaba cinco o seis periódicos a la vez y revisaba todas las páginas. ¿Y si sabía que Brian preparaba la fuga? Puede que estuviese esperándole. Cabe incluso la posibilidad de que le ayudara a planear la huida.
Mac se aclaró la garganta con una tosecilla de escepticismo.
– Eso es muy rebuscado. No hay que sacar conclusiones hasta conocer los hechos con exactitud.
– Ya lo sé. Y tienes razón, pero tiene su lógica, ¿verdad? Arrinconaré la hipótesis por el momento, pero puede que la compruebe más tarde.
– ¿Alguna idea sobre el paradero actual de Jaffe?
– Pregunté al empleado de recepción en mi español espantoso, pero sólo obtuve una sonrisita de condescendencia. Si quieres saber mi opinión, creo que es muy probable que se dirija hacia aquí.
Me pareció oír el ruido que producía Mac al fruncir el entrecejo.
– Imposible. ¿De veras crees que pondría el pie en este estado? No creo que tenga tanta sangre fría. Tendría que estar loco.
– Sé que es muy arriesgado, pero su hijo está en apuros. Ponte en su lugar. ¿No harías tú lo mismo?
Silencio. Los hijos de Mac ya eran mayores, pero sabía que aún se sentía dominado por instintos protectores.
– ¿Y cómo se enteró de lo que sucedía?
– No lo sé, Mac. Siempre cabe la posibilidad de que estuviese en contacto con él. Ignoramos por completo lo que ha hecho todos estos años. Puede que aún tenga conocidos de confianza en la zona. Valdrá la pena investigar por aquí si queremos encontrar alguna pista sobre su paradero.
– ¿Qué juego tendríamos que seguir? -me interrumpió Mac-. ¿Tienes algún plan en marcha?
– Bueno, creo que lo primero que tendríamos que averiguar es la fecha en que extraditarán al hijo. Parece improbable que ocurra nada de interés durante el fin de semana. El lunes hablaré con algún funcionario de la penitenciaría. Puede que por ahí recuperemos el rastro de Wendell.
– Mucha casualidad sería.
– La casualidad fue que Dick Mills lo viese en México.
– Es verdad -admitió, aunque a regañadientes.
– También he pensado que deberíamos hablar con la policía de aquí. Dispone de multitud de recursos que no están a mi alcance.
Me di cuenta de que titubeaba.
– Acudir ya a la policía me parece prematuro, pero puedes actuar según tu criterio. No es que desdeñe su ayuda, pero no me gustaría espantar la liebre. Si aparece, claro.
– Tendré que buscar a sus antiguos conocidos. Y tendremos que correr el riesgo de que alguien dé la voz de alarma.
– ¿Crees que cooperarán sus compinches?
– Ni idea. Tengo entendido que en su día dejó arruinados a un montón de ciudadanos. Estoy convencida de que a más de uno le gustaría verlo entre rejas.
– Natural -dijo.
– En cualquier caso volveremos a hablar el lunes por la mañana; mientras tanto, no te pongas nervioso.
La carcajada de Mac fue de desesperación.
– Esperemos que Gordon Titus no se entere de lo que ocurre.
– ¿No me dijiste que te ocuparías de él?
– Partía de la base de que todo terminaría con una detención. Con mucha gloria pública para ti.
– Pues no desistas. Aún no hemos perdido la esperanza.
Guardé cama los dos días siguientes y las vacaciones se prolongaron estérilmente durante todo el fin de semana por culpa de mi malestar. Me gusta la soledad que procuran las enfermedades, el lujo del té caliente con miel, los sándwiches de jamón y queso fundido rociados con salsa de tomate en lata. Tenía una caja de Kleenex en la mesilla de noche y la papelera no tardó en llenarse hasta el borde de un esponjoso suflé de papel multicoloreado. Entre los escasos recuerdos de mi madre que guardo en la memoria hay uno en que me frota el pecho con Vicks VapoRub, y luego me lo cubre con un cuadrado de franela estampada que fija con imperdibles a la parte superior del pijama. El calor del cuerpo envuelve mis conductos nasales en una nube de gases asfixiantes mientras el ungüento aplicado a la piel me produce una sucesión intermitente y contradictoria de fuego abrasador y frío que pela.
Por el día dormitaba con el cuerpo aguijoneado por los dolores que produce la inactividad. Por las tardes bajaba la escalera de caracol arrastrando el edredón como si fuese la cola de un vestido de novia y durante dos horas me apoltronaba en el sofá-cama de la planta baja, encendía la tele y me quedaba viendo absurdas reposiciones de «El show de Lucille Ball» y «Dobie Gillis». Cuando llegaba la hora de volver a la cama, iba al cuarto de baño, me ponía ante el lavabo y llenaba el vasito de plástico con el nauseabundo jarabe de color verde que me haría dormir durante toda la noche. Jamás he probado una dosis de NyQuil sin sufrir un violento escalofrío a continuación. Soy consciente, a pesar de todo, de que presento todos los síntomas primerizos de una adicta a los fármacos sin receta.