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A todo esto, Jonah seguía trabajando en la sección de personas desaparecidas. Se puso al habla sin avisar, con sus pragmáticos modales de policía.

– Teniente Robb -dijo.

– Ya eres teniente, mi madre. Te han ascendido. Enhorabuena. Te habla una voz del pasado. Soy Kinsey Millhone -dije.

Disfruté el instante de silencio estupefacto que se produjo mientras mi interlocutor situaba mi identidad en el casillero mental correspondiente.

– Ah, hola. ¿Qué tal?

– Perfectamente. ¿Y tú?

– Tirando. ¿Estás resfriada? No reconocía tu voz. Suena como si lo tuvieras todo congestionado.

Proseguimos las formalidades y cambiamos información básica, operación que duró poco. Le conté que había dejado La Fidelidad de California. Me contó que Camilla había vuelto con él. Me di cuenta de que era más o menos como perderse quince episodios de la telenovela de la tarde. Cuando tratas de recuperar el hilo semanas después, te das cuenta de que no te has perdido gran cosa.

Jonah me puso al corriente en estilo sintético.

– Pues sí, encontró trabajo el mes pasado. Está de administrativa en los juzgados. Parece más feliz. Tiene algo de dinero propio y todo el mundo simpatiza con ella. Camilla lo encuentra interesante, ya sabes a qué me refiero. La ayuda a comprender mi trabajo y eso es útil para los dos.

– Oh, magnífico. Todo bien, pues -dije. Creo que se dio cuenta de que no le preguntaba por los detalles. Noté que la conversación quedaba en suspenso, como un avión a punto de caer en picado. Resulta desconcertante cuando advertimos que tenemos muy poco que decir a una persona que antaño ha ocupado un lugar destacado en nuestra cama-. Seguro que te preguntas por qué te he llamado -dije.

Se echó a reír.

– Pues sí. Quiero decir que me alegro de oírte, pero ya supongo que me habrás llamado por algo concreto.

– ¿Te acuerdas de Wendell Jaffe, el individuo que desapareció del velero en que…?

– Ah, sí, sí, sí. Claro que sí.

– Lo han visto en México. Y cabe la posibilidad de que esté camino de California.

– Bromeas.

– No bromeo. -Le hice un resumen de mi aventura mexicana, pasando por alto el detalle de que había entrado ilegalmente en la habitación de Jaffe. Cuando hablo con policías, no siempre doy información gratis. Puedo ser una ciudadana respetuosa de la ley cuando me conviene, pero no había sido el caso. Además, estaba cabreada conmigo misma por haber dejado que se me escapara la caza. Si hubiera hecho las cosas como es debido, Wendell jamás se habría dado cuenta de que andaban tras él-. ¿Con quién tengo que hablar? Pensé que debía notificárselo a alguien, a ser posible al inspector que se encargó del caso en su momento.

– Fue el teniente Brown, pero ya no está. Se retiró el año pasado. Lo mejor será que hables con el teniente Whiteside, de la Brigada de Estafas. Si quieres, te paso la comunicación. Ese Jaffe era un mal bicho. Un vecino mío perdió diez de los grandes por su culpa; y eso era insignificante en comparación con el grueso de sus actividades.

– Me lo imaginaba. ¿Pudieron hacer algo?

– Metieron al socio en la cárcel. Cuando se descubrió el pastel, todos los inversores presentaron la denuncia correspondiente. Como no había manera de encontrar a Jaffe, al final hicieron pública la citación y lo que se le reclamaba. No compareció y se le juzgó en rebeldía, pero los demandantes no obtuvieron ni un centavo. Jaffe había limpiado todas sus cuentas corrientes antes de desaparecer.

– Eso tenía entendido. Menudo bellaco.

– No sabes hasta qué punto. Había hipotecado hasta sus propios riñones, de modo que su casa no tenía valor alguno. Conozco personas a quienes les gustaría enterarse de que aún está vivo y coleando. En cuanto asomara la cabeza, darían parte en diez segundos, lo llevarían al juzgado a correazos y le quitarían hasta los calcetines. Después se le detendría. ¿Qué te hace pensar que es lo bastante imbécil como para volver?

– Tiene un hijo que anda metido en líos, según dice la prensa. ¿Sabes lo de los cuatro reclusos que se fugaron de Connaught? Uno era Brian Jaffe.

– Mierda, es verdad. No los había vinculado. Conocí a Dana cuando iba al instituto.

– ¿Es su mujer? -pregunté.

– Sí. Su apellido de soltera era Annenberg. Se casó inmediatamente después de acabar el bachillerato.

– ¿Puedes conseguirme la dirección?

– No creo que sea difícil encontrarla. Seguramente figurará en la guía telefónica. Lo último que supe de ella era que vivía en P/O.

P/O era la forma santateresiana de aludir a las dos poblaciones contiguas, Perdido y Olvidado, que estaban a cincuenta kilómetros al sur, por la Autopista 101. Las dos parecían iguales; la única diferencia era que una tenía arbustos en su lado de la autopista y la otra no. Solíamos pronunciar la abreviatura como si fuese una sola sílaba, introduciendo mentalmente la barra entre las dos letras. Yo tomaba notas sin parar en un cuaderno.

El tono de voz de Jonah experimentó un cambio.

– Te he echado de menos.

No le hice caso y opté por inventar una excusa que me liberase antes de que la charla se volviera personal.

– Rayos, qué tarde es. Tengo cita con un cliente dentro de diez minutos y me gustaría hablar antes con el teniente Whiteside. ¿Puedes ponerme desde ahí con su extensión?

– Claro. -Oí cómo apretaba el botón varias veces seguidas.

Cuando le atendió la operadora, hizo que me pasaran la llamada al despacho del teniente. Whiteside no estaba en aquel momento, pero no tardaría en volver. Dejé mi nombre y mi teléfono y dije que por favor me llamara lo antes posible.

6

Sentí el gusanillo a mediodía y fui al supermercado de la esquina, donde compré un bocadillo de ensaladilla rusa, una bolsa de patatas fritas y una Pepsi Light. Supongo que no era el mejor momento para obsesionarse por la nutrición y sus trampas. Volví al despacho y comí sentada ante el escritorio. De postre me tomé unas gotas para la tos con sabor a cereza.

El teniente Whiteside me llamó a las dos y treinta y cinco y se excusó por la tardanza.

– Dice el teniente Robb que tiene usted una pista sobre el paradero de nuestro viejo amigo Wendell Jaffe. ¿De qué se trata?

Por segunda vez aquel día hice una versión resumida de mi aventura en México. A juzgar por el silencio que siguió a mis últimas palabras, colegí que el teniente Whiteside estaba tomando notas.

– ¿Sabe si utiliza algún nombre falso? -dijo.

– Si no me pide detalles, le confesaré que eché un vistazo a su pasaporte; se había expedido a nombre de Dean DeWitt Huff. Viaja con una mujer llamada Renata Huff, que probablemente es su compañera legal.

– ¿Compañera legal?

– Por lo que sé, Jaffe no se ha divorciado. Su primera mujer consiguió que lo declarasen oficialmente muerto hace un par de meses. Un momento, un momento. ¿Pueden los muertos volver a casarse? No se me había ocurrido pensarlo. Cabe la posibilidad de que en el fondo no sea bígamo. En cualquier caso, a juzgar por los datos que vi, los pasaportes se tramitaron en Los Angeles. Puede que Jaffe esté ya en el país. ¿Se puede seguir el rastro de los nombres a través de la Jefatura Superior de allí?

– No es mala idea -concedió el teniente Whiteside-. Deletréeme el apellido, por favor. ¿Es H, o, u, g, h?

– H, u, f, f.

– Estoy tomando nota de todo -dijo-. Voy a llamar a Los Angeles a ver qué me cuentan en la oficina de pasaportes. También podemos avisar a los funcionarios de aduanas de San Diego y del Aeropuerto Internacional de Los Angeles para que estén alerta por si aparece nuestro hombre. Y avisaré también a San Francisco por si acaso.

– ¿Quiere el número de los pasaportes?

– Claro, aunque sospecho que son falsos o falsificados. Si Jaffe va de aquí para allá clandestinamente, y todo parece indicar que lo hace, es posible que utilice una docena de identidades distintas. Hace mucho que está ausente y cabe la posibilidad de que haya preparado varias documentaciones por si las cosas se le ponen feas. Yo lo haría si estuviera en su pellejo.