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– Suena lógico -dije-. No hago más que pensar que si Jaffe se ha puesto en contacto con alguien, ha tenido que ser con su antiguo socio, Carl Eckert.

– En efecto, es probable, pero no quisiera arriesgarme a predecir la clase de acogida que obtendría. Antes eran muy amigos, pero cuando Wendell desapareció por arte de magia, quien se quedó para pagar las consecuencias en solitario fue Eckert.

– Me han dicho que lo metieron en la cárcel.

– Sí señora, allí fue a parar. Por media docena de estafas y robo. A continuación, los inversores se le echaron encima y lo demandaron por estafa, incumplimiento de contrato y un montón de cosas más. No sirvió de nada. Por entonces se había declarado insolvente y los damnificados se quedaron sin nada que reclamar.

– ¿Cuánto tiempo estuvo entre rejas?

– Dieciocho meses, pero no creo que la condena sirviera para pararle los pies a un ladrón de mala muerte como él. No sé quién me contó que lo había visto hace poco. He olvidado dónde, pero sigue en la ciudad.

– Tendré que localizarlo.

– No le será difícil -dijo-. Mientras tanto, ¿podría usted venir para dar las indicaciones pertinentes a nuestro dibujante, con objeto de confeccionar un retrato robot? Hace poco contratamos a un joven llamado Rupert Valbusa. Es un manitas con el dibujo.

– Naturalmente -dije-. Desde luego. -Pero por otra parte me puse a pensar en los inconvenientes resultantes de hacer público un retrato robot de Wendell Jaffe-. A La Fidelidad de California no le gustaría que nuestro hombre pusiera pies en polvorosa.

– Lo entiendo y, créame, a nosotros tampoco -dijo-. Conozco a muchas personas que sentirían un entusiasmo especial si lo viesen en la picota. ¿Tiene alguna foto suya reciente?

– Sólo las fotos en blanco y negro que me entregó Mac Voorhies, pero son de hace seis o siete años. ¿Y ustedes? ¿No tienen una ficha en alguna parte?

– No, pero sí una foto de la época de su desaparición. No creo que sea difícil envejecerle los rasgos. ¿Sabe qué clase de cirugía se ha hecho?

– Creo que le han puesto un injerto en la barbilla y en las mejillas y que le han rebajado la nariz. En las fotos que me dieron da la sensación de que tiene la nariz algo más ancha. Además, ahora tiene el pelo blanco como la nieve y ha engordado. Por lo demás, parece estar sano como un roble. No me gustaría tener un tropiezo con él.

– Le diré lo que vamos a hacer. Voy a darle el teléfono de Rupert y ya se apañarán entre los dos. No lo hemos contratado a jornada completa y sólo viene cuando lo necesitamos. En cuanto Rupert lo tenga listo, imprimiremos un cartel de SE BUSCA. Me pondré en contacto con la Comisaría del Sheriff del Condado de Perdido y con la oficina local del FBI para que repartan carteles por su cuenta.

– Tengo entendido que todavía está vigente cierta orden de búsqueda y captura.

– Sí señora. Lo comprobé antes de llamarla. Puede que los nacionales también lo estén buscando. A ver si hay suerte. -Me dio el teléfono de Rupert Valbusa y añadió-: Cuanto antes lo pongamos en circulación, mejor.

– Entiendo. Gracias.

Llamé a Rupert y se puso el contestador automático. Dejé mi nombre, mi teléfono y un mensaje que comprendía una sinopsis del caso. Sugerí un encuentro para primera hora de la mañana si su agenda laboral lo permitía y pedí confirmación telefónica. Cogí a continuación la guía telefónica y busqué el apellido Eckert. Había once y dos variantes, un Eckhardt y un Eckhart, que no me parecieron candidatos probables. Llamé a los trece ciudadanos, pero ninguno respondía al nombre de Carl.

Llamé a Información de Perdido/Olvidado. Sólo figuraba un Eckert entre los abonados, pero se llamaba Frances y me respondió con educada cautela cuando le dije que buscaba a Carl.

– Aquí no hay nadie que se llame así -dijo la mujer.

Noté que se me enderezaba una oreja tal como le sucede a los perros cuando captan una señal auditiva imperceptible para el oído humano. Porque la mujer no había dicho que no lo conociera.

– ¿Es usted pariente de Carl Eckert, por casualidad?

Se produjo un momento de silencio.

– Es mi ex marido. ¿Puedo saber quién le busca?

– Claro. Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada, de Santa Teresa, y busco la pista de algunos antiguos amigos de Wendell Jaffe.

– ¿Wendell? Creí que había muerto.

– Parece que no. La verdad es que quiero contactar con los amigos y conocidos de antaño por si Wendell quisiera localizarlos. ¿Sigue Carl en la zona?

– Vive en Santa Teresa, en un barco.

– No me diga. ¿Están divorciados?

– Desde luego. Pedí el divorcio hace cuatro años, cuando empezó a cumplir condena. No me hacía ninguna gracia estar casada con un presidiario.

– No se lo reprocho.

– Tanto si me lo hubieran reprochado entonces como si no, me habría divorciado igualmente. Menudo canalla. Si habla con él, puede decírselo de mi parte. Ya no hay nada entre nosotros.

– ¿No tendrá por casualidad algún teléfono donde localizarlo?

– Desde luego. Se lo doy a todo el mundo, sobre todo a sus acreedores. Es una satisfacción que me permito. Pero tendrá que localizarlo de día -añadió en son de advertencia-. No hay teléfono a bordo, pero suele estar allí hacia las seis de la tarde. Casi todas las noches cena en el club náutico y luego se va por ahí hasta medianoche.

– ¿Qué aspecto tiene?

– Bueno, lo conoce todo el mundo. Cualquiera le dirá quién es y se lo señalará con el dedo. Entre en el club y pronuncie su nombre. No tiene pérdida.

– ¿Me da el nombre de la embarcación y el número de amarradero, por si no estuviese en el club?

Me indicó la dársena y el número de amarradero.

– La embarcación es el Captain Stanley Lord, era de Wendell -dijo.

– ¿En serio? ¿Cómo es que fue a parar a Carl?

– Prefiero que se lo cuente él -dijo y colgó.

Acabé un par de minucias pendientes y puse punto final a la jornada. Tenía el ánimo por los suelos y el antihistamínico que había tomado comenzaba a producirme somnolencia. Puesto que había poca cosa que hacer, decidí irme a casa. Recorrí andando las dos manzanas que había hasta el coche, enfilé por State Street y giré a la izquierda. Mi casa está a una manzana de la playa, en una sombreada travesía. Encontré sitio para aparcar al lado mismo, cerré con llave el VW y crucé la verja.

El espacio que ocupo actualmente había sido antaño un garaje monoplaza, se había transformado en estudio y rematado con un altillo-dormitorio al que se accedía mediante una escalera de caracol. Dispone de una cocina como la de los barcos, de una sala de estar que hace de habitación de los huéspedes cuando es necesario, y de un cuarto de baño inferior y otro superior; y todo estructurado y distribuido con eficaz sentido de la economía. El propietario del inmueble había reconstruido la planta a raíz de la explosión de una bomba que me habían puesto en mi casa hacía dos Navidades y había insuflado a la decoración interior un espíritu náutico. Había mucho bronce y mucha teca, ventanas en forma de portilla y armarios y accesorios empotrados por todas partes. Parece una casa de muñecas para adultos, cosa que me gusta porque en el fondo soy una cría.

Al doblar la esquina, camino del patio trasero, vi que estaba abierta la puerta posterior de la casa de Henry. Crucé el patio que une mi estudio con el edificio principal de la propiedad. Golpeé en el marco del cancel y me asomé a la cocina, que al parecer estaba vacía.

– ¿Henry? ¿Estás ahí?

Por lo visto le había dado la vena culinaria porque percibí el aroma del sofrito de cebollas y ajo que, según parece, emplea como base de todo lo que prepara. Era una prueba contundente de que le había mejorado el ánimo. Hacía meses que no cocinaba, desde que había llegado William, entre otras cosas porque éste era un melindroso a la hora de comer. Con la actitud más despectiva que pueda imaginarse, William era capaz de afirmar que tal o cual plato tenían una pizca de sal por encima de lo que podía tolerar su hipertensión o ese minúsculo hilillo de grasa que no podía ingerir desde que le habían extirpado la vesícula. Con sus intestinos remilgados y su estómago caprichoso, rechazaba todo lo que estuviera demasiado ácido o contuviese demasiadas especias. Además estaban sus alergias, su intolerancia a la leche, y el corazón, y la hernia, y su incontinencia ocasional, y su tendencia a acumular cálculos renales. Henry había acabado por comer a base de bocadillos y por dejar que William hiciera lo que le diese la gana.