– Es la verdad.
Su hilaridad se redujo al cincuenta por ciento.
– No diga tonterías. ¿De qué está usted hablando? ¿De una sesión de espiritismo o algo parecido? Wendell está muerto, querida.
– Tengo entendido que Dick Mills frecuentó a su marido durante la tramitación de la póliza. De aquí infiero que conocía a Wendell lo suficiente para poder identificarlo.
En los labios le seguía bailoteando una sonrisa, pero se trataba de una forma sin contenido. Se me quedó mirando con curiosidad.
– ¿Habló directamente con él? Tendrá que perdonar mi incredulidad, pero el asunto se las trae. ¿Habló Mills con mi marido?
Negué con la cabeza.
– Dick iba a coger el autobús del aeropuerto y no quiso que Wendell lo viera. En cuanto llegó, llamó al vicepresidente de LFC, que a su vez me contrató para que fuese al pueblo mexicano. Hasta el momento no hay una identificación por encima de toda duda, pero hay muchas probabilidades. Según las apariencias, no sólo está vivo, sino que además se dirige a esta zona.
– No me lo creo. Tiene que tratarse de una confusión. -Se expresaba con vehemencia, pero en su cara se leía el deseo de que todo fuese una broma, ya que no había abandonado del todo la sonrisa. Me pregunté cuántas veces habría ensayado mentalmente la escena. Con un agente de la policía local o un inspector del FBI sentado en aquella misma salita y comunicándole que Wendell estaba vivo y coleando… o que por fin el cadáver había sido encontrado. Seguramente había olvidado lo que quería oír. Advertí que forcejeaba con una sucesión de actitudes encontradas, casi todas negativas.
Dio una calada nerviosa al cigarrillo, expulsó una bocanada de humo y curvó los labios en una sonrisita artificiosa, dispuesta a ensayar otra actitud de repertorio.
– Permítame aventurar una hipótesis. ¿A que hay dinero de por medio? Una pequeña recompensa, ¿verdad que sí?
– ¿Por qué iba a hacer yo una cosa así? -pregunté.
– ¿Qué quiere entonces? ¿Por qué me cuenta todo esto? No me importa en absoluto.
– Esperaba que me avisase si Wendell trata de ponerse en contacto con usted.
– ¿Cree que Wendell se pondría en contacto conmigo? Es ridículo. No sea absurda.
– No sé qué decirle, señora Jaffe. Entiendo lo que siente…
– Pero ¿de qué habla usted? ¡Wendell está muerto! Era carne de presidio, un estafador vulgar y corriente. Ya he tenido problemas de sobra contendiendo con todas las personas a quienes estafó. No me venga ahora con que todavía está vivo.
– Creemos que preparó su propia muerte, sin duda para evitar que le juzgaran por estafa y robo. -Cogí el bolso-. He traído un retrato robot por si quiere verlo. Lo ha hecho un dibujante de la policía. No es matemáticamente exacto, pero se le parece mucho. Lo he visto personalmente. -Saqué la fotocopia del retrato robot, la desdoblé y se la tendí.
La miró con una atención embarazosa.
– No es Wendell. Ni siquiera se le parece. -Dejó la fotocopia en la mesita de un manotazo-. Pensaba que estas cosas se hacían por ordenador. ¿Qué pasa? ¿No tiene dinero la policía de aquí? -Volvió a hacerse con mi tarjeta y leyó mi nombre. Me di cuenta de que la mano le temblaba-. Escúcheme, Millhone. Tal vez deba decirle algo. Wendell me dejó en la ruina. Desde mi punto de vista, que esté muerto o vivo carece de sustancia para mí. ¿Quiere saber por qué?
Me di cuenta de que se esforzaba por dominar la crispación.
– Tengo entendido -dije- que hizo usted que lo declarasen oficialmente muerto.
– Blanco. Exacto. Muy bien -dijo-. He cobrado el dinero de su póliza, eso ha significado su muerte para mí. Y se trata de un caso terminado y archivado, ¿entiende? Trato de rehacer mi vida. ¿Comprende lo que le digo? No me interesa Wendell ni en un sentido ni en otro. Tengo otros problemas que afrontar ahora y en lo que a mí respecta…
Se puso a sonar el teléfono y volvió la cabeza con irritación.
– El contestador recogerá la llamada.
El aparato se puso en funcionamiento y la voz de Dana recitó el saludo estándar y la frase que pedía el nombre, el teléfono y el mensaje. Sin darnos cuenta, las dos nos habíamos puesto a escuchar. «Hable después de oír la señal», sugirió la grabación del aparato. Esperamos la señal en silencio. Se oyó entonces una voz femenina que hablaba con el tonillo artificial a que incitan las máquinas.
«Hola, Dana, soy Miriam Salazar. Judith Prancer me dijo que es usted asesora de novias. Mi hija Angela se casa en abril del año que viene y quería concertar una cita previa. Le agradecería que la llamara. Gracias y hasta pronto.» -A continuación recitó un número de teléfono.
Dana se alisó el pelo y comprobó la firmeza del pañuelo que tenía anudado en la nuca.
– Es un verano de locura -comentó involuntariamente-. He tenido hasta dos y tres bodas por semana y encima he de asistir a una boda colectiva al final de la temporada.
La miré sin pronunciar palabra. Al igual que muchas personas, parecía propensa a dar información secundaria en medio de una conversación de intensa carga emocional. Ignoraba lo que iba a pasar a continuación. Esperar, supongo, hasta que comprendiese que La Fidelidad de California le reclamaría el dinero de la póliza si se demostraba que Wendell estaba vivo. No tendría que haberlo pensado, porque, nada más pasárseme la idea por la cabeza, pareció leerme el pensamiento.
– Un momento, un momento. Acabo de cobrar medio millón de dólares. Espero que la compañía de seguros no querrá que lo devuelva.
– Eso tendrá que discutirlo con la compañía. No es normal pagar por una defunción si la persona no está realmente muerta. Las compañías de seguros son así de retorcidas.
– Un momento, un momento. Si está vivo, cosa que no creo ni por un instante, pero si resulta que está vivo… yo no tengo la culpa.
– Bueno, la compañía tampoco.
– He esperado ese dinero durante años. Me habría muerto de hambre sin él. No sabe usted la larga lucha que he sostenido. Tenía dos hijos que mantener y nadie me ayudaba.
– Lo más prudente sería consultar con un abogado -dije.
– ¿Un abogado? ¿Para qué? No he hecho nada. Ya he sufrido bastante por culpa de ese miserable de Wendell Jaffe y si cree usted que voy a devolver el dinero, está apañada. Si quiere recuperarlo, pídaselo a él.
– Señora Jaffe, yo no tomo decisiones en nombre de La Fidelidad de California. Lo único que hago es investigar y presentar informes. No tengo ni voz ni voto en lo que la compañía hace y…
– Yo no he estafado a nadie -me interrumpió.
– Nadie la ha acusado de estafa.
Se llevó la mano al oído.
– Todavía. ¿No ha dicho usted «todavía» al final de la frase?
– Lo que usted quiere oír tendrá que discutirlo con la compañía. Yo sólo estoy aquí porque se me ocurrió que debería estar informada de lo que ocurre. Si Wendell se pone en contacto con usted…
– ¡Señor! ¿Le importaría ahorrarme esa monserga? ¿Por qué motivo iba a querer llamarme? Vamos, dígamelo.
– Porque sin duda ha leído en todos los periódicos mexicanos lo de la fuga de Brian.
Aquello le cerró la boca por el momento. Se quedó mirándome con la expresión asustada de quien está en un coche atascado en una vía y ve acercarse un tren de mercancías a toda velocidad.
– Lo siento, pero no puedo seguir hablando. Por lo que a mí respecta, se trata de una solemne insensatez. No tengo más remedio que pedirle que se marche. -Se puso en pie e hice lo propio.
– ¿Mamá?
Dana dio un respingo.
El hijo mayor, Michael, bajaba por la escalera. Al verme se detuvo.
– Oh, perdón. No sabía que estabas acompañada. -Era flaco y desgarbado y llevaba una mata de pelo que necesitaba un corte con urgencia. Era delgado de cara, casi guapo, tenía los ojos grandes y las pestañas largas. Vestía tejanos y una camiseta estampada con un falso escudo universitario, y calzaba zapatillas deportivas de empeine alto.
Dana le sonrió de oreja a oreja para ocultar la agitación que la atribulaba.
– Ya hemos terminado. Dime, cariño. ¿Queréis cenar ahora?