– Iba a salir. Juliet se ha quedado sin tabaco y el niño no puede prescindir de los pañales de usar y tirar. Sólo quería preguntarte si querías algo de la calle.
– Ahora que lo dices, trae una botella de leche. Apenas queda en el frigorífico. Compra una botella de dos litros de semidesnatada y, si te viene bien, un envase de litro de zumo de naranja. Hay dinero en la mesa de la cocina.
– Ya tengo yo -dijo el joven.
– Pues guárdatelo. Voy por él. -Se alejó hacia la cocina.
Michael seguía al pie de la escalera y cogió una cazadora que estaba colgada del barrote último del pasamano. Me saludó con un tímido movimiento de cabeza., confundiéndome tal vez con una de las clientes prenupciales de su madre. Era curioso, pero a pesar de que me había casado dos veces, no sabía lo que era una boda como Dios manda. Mi experiencia más cercana había sido un disfraz de novia de Frankenstein que me había puesto durante la fiesta de Halloween cuando estaba en segundo de bachillerato. Llevaba colmillos, salsa de tomate que pasaba por sangre y mi tía me dibujó en la cara varios y bien marcados puntos de sutura. Llevaba el velo sujeto a la cabeza con horquillas de pelo, muchas de las cuales había perdido ya al caer la noche. El traje de novia era una versión abreviada de un vestido de bailarina, un atuendo más bien propio de El lago de los cisnes con la falda hasta el tobillo. Mi tía le había añadido brillo llenando de pegamento y rociando a continuación con purpurina. Nunca había estado tan radiante. Recuerdo que aquella noche me contemplé en el espejo envuelta en un halo de gasa y pensando extasiada que sin duda era el vestido más hermoso que me pondría en toda la vida. Y no andaba descaminada porque desde entonces no he tenido cosa igual, y no me refiero tanto al vestido como a los sentimientos que experimenté.
Dana volvió a la sala de estar y puso en la mano de Michael un billete de veinte dólares. Ultimaron los detalles del recado. Mientras esperaba, cogí una foto con marco de plata. Parecía Wendell en la época del bachillerato, lo que equivale a decir que tenía pinta de gaznápiro y la cabeza llena de trasquilones.
Michael se fue al supermercado y Dana se acercó a la mesa junto a la cual me encontraba. Me quitó la foto de la mano y la devolvió al mueble.
– ¿Es Wendell durante el bachillerato? -dije.
Asintió distraída.
– En el Instituto Cottonwood, que cerró inmediatamente después. Su curso fue el último que terminó los estudios. Su anillo de bachiller se lo di a Michael. El universitario se lo regalaré a Brian cuando llegue el momento.
– ¿Qué momento?
– Oh, cualquier ocasión especial. Les digo que es algo que su padre y yo comentábamos siempre.
– ¿Y no es exagerar demasiado?
Se encogió de hombros.
– Que Wendell sea un sinvergüenza no significa que ellos también tengan que serlo. Quiero que se sientan orgullosos de su padre, aunque tenga que darles una imagen falsa de él. Necesitan un modelo con quien medirse.
– ¿Y les ha dado usted una versión idealizada?
– Puede que sea una equivocación, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? -dijo ruborizándose.
– Sí, claro. Sobre todo cuando el buen hombre vale tanto.
– Sé que le he atribuido virtudes que no tiene, pero no quiero difamarlo ante sus hijos.
– Entiendo el impulso. Probablemente haría lo mismo si estuviera en su lugar -dije.
Alargó la mano instintivamente y me rozó el brazo.
– Por favor, déjenos en paz. Ignoro lo que ocurre, pero no quiero que les afecte.
– No la molestaré si puedo evitarlo, pero tiene usted la obligación de ponerles al corriente.
– ¿Por qué?
– Porque podría ocurrir que Wendell no le dejara otra salida y es posible que entonces no le gustara a usted la situación.
8
Eran casi las diez de la noche cuando me adentré en los terrenos costeros que hay detrás del club náutico de Santa Teresa. Al salir de casa de Dana Jaffe cogí la 101 en dirección norte y conduje paralela a la playa hasta llegar a mi domicilio, donde me probé a toda prisa los trapos de segunda mano que me había dado Vera. Según su opinión imparcial, en lo tocante a las modas soy una palurda y se desvive por inculcarme los rudimentos del buen gusto. La especialidad de Vera son esos conjuntos al estilo de Annie Hall con los que parece que vaya una a pasarse la vida durmiendo en las cloacas. Chaquetas, chalecos, tejanos y camisas por fuera. Lo único que me faltaba era el típico carrito de la compra que llevan las mendigas.
Miré las prendas una por una mientras me preguntaba cuáles me convenían para mis fines. Cada vez que me enfrento a esta clase de dilemas necesito un asesor de imagen, una persona a quien explicar lo que me propongo. Puesto que Vera pesa diez kilos más que yo y es doce centímetros más alta, hice caso omiso de los pantalones, ya que no quería parecer un enanito de Blancanieves. Me había dado dos maxifaldas de cintura elástica y jurado que cualquiera de las dos me iría fenomenal con las botas negras de cuero. También me había dado un vestido estampado de rayón de cintura baja, que llegaba hasta los tobillos y que parecía de los años cuarenta. Me lo puse por la cabeza y me miré en el espejo. Había visto a Vera con él y la verdad es que le daba aspecto de vampiresa. A mí me quedaba como a una niña de seis años que jugara a disfrazarse con los trapos viejos de su tía.
Volví a las maxifaldas y me probé una de seda artificial negra. Vera me había aconsejado subirle el dobladillo, pero me limité a enrollármelo un poco por encima de la cadera, como si tuviera una cintura rolliza de tela. Me había dado asimismo una blusa suelta de un color que ella llamaba caquiapizarrado (una mezcla de gris y colilla de puro) y una chaqueta blanca para ponérmela encima de ambas prendas. Vera me había dicho que adornase el conjunto con complementos. Una sugerencia genial. Como si yo tuviese idea de cómo se hacían estas cosas. Busqué inútilmente algo de bisutería en los cajones y al final resolví aprovechar el tapete que mi tía me había bordado para que lo pusiera en el tocador. Lo sacudí para quitarle el polvo y los pelos acumulados y me lo enrollé en el cuello, dejando que los extremos me colgaran por delante. Qué garbo. Qué señorío. Era una aventurera, otra Isadora Duncan, otra Amelia Earhart.
El club náutico se alza sobre pilotes de cara a la playa y está cerca de la jefatura del puerto y del largo brazo de hormigón del rompeolas que se curva hacia la izquierda. El oleaje hacía un ruido atronador aquella noche, como si una columna interminable de coches circulara por un puente de madera. El océano estaba extrañamente agitado a causa de alguna lejana tormenta que seguramente no nos afectaría de lleno. En el aire pendía una niebla densa, semejante a una cortina de cretona a través de la cual entreveía retazos del horizonte bañado por la luna. La arena de la playa parecía blanca y las rocas amontonadas alrededor de los cimientos del edificio estaban cubiertas de mechones de algas.
Las sonoras carcajadas de los bebedores del club se oían incluso desde la acera de abajo. Subí los anchos peldaños de madera que conducían a la entrada y crucé la puerta de cristales. A la derecha ascendía otro tramo de escalones y fui al encuentro del humo y la música del bar del primer piso. Éste tenía forma de L, los que cenaban ocupaban el brazo mayor mientras que los bebedores estaban confinados en el brazo más corto, cosa que me pareció justa. El ruido era ensordecedor a pesar de que el comedor estaba casi vacío y el bar sólo lleno hasta la mitad. El suelo estaba enmoquetado y el recinto de todo el primer piso era una sucesión de ventanas que daban al océano. De día se invitaba a los miembros del club a contemplar las vistas panorámicas; de noche, los vidrios ahumados arrojaban unos reflejos tan sucios que pedían a gritos la inmediata intervención de la brigada limpiacristales. Me detuve al llegar a los dominios del jefe de camareros y vi que éste cruzaba el local y avanzaba hacia mí.
– ¿En qué puedo servirle, señora? -dijo. Deduje que le habían ascendido a jefe de camareros en fecha reciente porque aún se movía con el brazo izquierdo flexionado, como si aún llevara colgada la típica servilleta.