Me habría mirado en el espejo (la llegada de Mac ya me había impulsado a ello), pero nunca llevo encima ninguno y, por otra parte, ya sabía el aspecto que tenía: pelo negro, ojos castaños y ni pizca de maquillaje. Como siempre, vestía tejanos y un jersey de cuello de cisne y calzaba botas camperas. Me humedecí la palma con saliva y me pasé la mano por las revueltas guedejas con la esperanza de alisar lo que ya era una corona de espinas. La semana anterior, en un ataque de nervios, había cogido las tijeras de las uñas y me había cortado todos los pelos que sobresalían. El resultado fue exactamente lo que estáis pensando.
Giré a la izquierda para acceder al pasillo y pasé ante varios despachos mientras avanzaba hacia la entrada. Mac estaba en recepción, junto a la mesa de Alison. Tiene sesenta y tantos años, es alto y muy serio, y le cubre el cráneo una semiesfera de pelo rizado y gris. Tiene los ojos negros y meditabundos, situados a distinto nivel en su cara alargada y huesuda. Fumaba un cigarrillo en vez del puro de costumbre y la ceniza le caía por la pechera del chaleco. Jamás se ha preocupado por estar en forma y tenía una complexión que parecía dibujada desde el punto de vista de un niño; brazos y piernas largos, y tronco corto y coronado por una cabeza pequeña.
– ¿Mac? -dije.
– Hola, Kinsey -dijo con un tono fabulosamente hostil.
Me dio tanta alegría verle que me eché a reír a carcajadas. Con la gracia de un cachorro salté sobre él y caí en sus brazos. Mi actitud le hizo esbozar una de sus infrecuentes sonrisas, que puso al descubierto una dentadura ennegrecida a causa del tabaco.
– Ha pasado mucho tiempo -dijo.
– No puedo creer que estés aquí. Vamos a mi despacho y charlaremos un rato -dije-. ¿Te apetece un café?
– No, gracias. Acabo de tomar uno. -Se volvió para apagar la colilla, pero entonces se dio cuenta de que no había ceniceros a la vista. Miró a su alrededor con desconcierto y fijó su mirada en la maceta que decoraba el escritorio de Alison. Ésta se adelantó.
– Traiga, ya me encargo yo. -Alison le cogió la colilla de la mano, se acercó a la ventana abierta y la tiró a la calle. Un segundo después se asomó para comprobar que no había aterrizado en el interior de algún descapotable estacionado en el aparcamiento del edificio.
Mac me siguió por el pasillo, emitiendo respuestas tan educadas como convencionales a los detalles que le iba dando sobre mis circunstancias actuales. Cuando llegamos a mi despacho estábamos ya en sintonía. Pasamos al chismorreo y cambiamos noticias sobre los amigos comunes. El intercambio de impresiones me permitió observarle con detenimiento. El tiempo parecía haber corrido muy deprisa por sus facciones. Estaba más pálido. Calculé que había perdido alrededor de cinco kilos. Parecía cansado e inseguro, cosas ambas muy impropias de él. El Mac Voorhies de los viejos tiempos había sido brusco e impaciente, libre de ideas preconcebidas, decidido, sin sentido del humor y cauto. Era un hombre con quien daba gusto trabajar y yo admiraba su irritabilidad fácil porque nacía de su pasión por el trabajo bien hecho. Pero la chispa había desaparecido y no podía por menos de preocuparme.
– ¿Te encuentras bien? Te noto cambiado.
Hizo un ademán indignado con un inesperado brote de energía.
– Le están quitando toda la alegría al trabajo; es la verdad, te lo juro. Esos malditos ejecutivos que no hacen más que hablar de saldos finales. Conozco el mundo de los seguros… mierda, me he dedicado a esto durante mucho tiempo. LFC era antes una familia. Había una empresa que dirigir, pero lo hacíamos con humanidad y cada cual respetaba el terreno del otro. No nos apuñalábamos por la espalda ni estafábamos a los reclamantes. Pero ahora no sé qué pasa, Kinsey. El movimiento de personal resulta absurdo. Se aprieta tanto a los agentes que apenas tienen tiempo de sacar los bolígrafos del maletín. Todas las conversaciones sobre márgenes de beneficios y mantenimiento de los costes. En los últimos tiempos se me han quitado incluso las ganas de trabajar. -Hizo una pausa; parecía avergonzado y las mejillas se le riñeron de rojo-. ¿Te das cuenta? Parezco ya un viejo cascarrabias y la verdad es que no soy otra cosa. Me han propuesto una «jubilación anticipada negociada» y el diablo sabrá lo que esto significa. Lo que pasa es que quieren eliminar de la plantilla a los veteranos. Ganamos demasiado y estamos demasiado asentados en nuestras costumbres.
– ¿Y vas a aceptar?
– Todavía no he decidido nada, pero puede que sí. Puede que lo haga. Tengo sesenta y un años y estoy cansado. Me gustaría dedicarles algún tiempo a mis nietos antes de quedarme frito en una silla de ruedas. Marie y yo podríamos vender la casa y comprarnos una caravana, recorrer el país y visitar a toda la tribu. La visitaríamos por turnos para no cansar a nadie. -Mac y su mujer tenían ocho hijos ya mayores, todos casados y con un tropel de hijos. Arrinconó el tema con un aspaviento y con la atención fija en otra cosa-. Pero basta de historias. Me queda un mes para decidirme. Entretanto ha pasado algo y me he acordado de ti.
Esperé mientras Mac se tomaba su tiempo para abordar el asunto debidamente. Resultaba mucho más eficaz cuando preparaba el escenario a su gusto. Sacó una cajetilla de Marlboro y la sacudió para que sobresaliera un cigarrillo. Se secó los labios con la falange de un dedo y cogió el cigarrillo con los dientes. Sacó una caja de cerillas, encendió una y la apagó con una bocanada de humo. Cruzó las piernas y utilizó el dobladillo de los pantalones como cenicero, circunstancia que me hizo temer por la seguridad ígnea de sus calcetines de nailon.
– ¿Recuerdas la desaparición de Wendell Jaffe hace unos cinco años?
– Por encima -dije. Por lo que recordaba, el velero de Jaffe había sido encontrado, abandonado y a la deriva, frente a las costas de la Baja California -. Refréscame la memoria. Es el tipo que se esfumó en el mar, ¿no?
– Al parecer sí. -Movió la cabeza con lentitud como si se preparase para hacerme un resumen del caso-. Wendell Jaffe y su socio, Carl Eckert, fundaron una sociedad inmobiliaria con objeto de explotar terrenos vírgenes, construir comunidades de propietarios, edificios de oficinas, centros comerciales, etcétera, etcétera. Aseguraban a los inversores la recuperación inmediata del quince por ciento, más la devolución de la inversión inicial en un plazo de cuatro años, todo ello sin que los socios percibieran beneficios. Como es lógico, se habían asignado un salario elevadísimo y un régimen de dietas a prueba de bancarrota. Como los beneficios tardaban en producirse, acabaron por amortizar a los inversores primitivos con el dinero de los inversores de última hora, de manera que el líquido pasaba de operación en operación y no había más remedio que buscar nuevos contratos para mantener el negocio a flote.
– En otras palabras, el timo de la pirámide -comenté.
– Sí. En el fondo creo que comenzaron con buenas intenciones, pero así es como acabaron. Wendell comprendió que no podían continuar de aquel modo hasta la eternidad y se cayó por la borda del velero. No se pudo recuperar el cadáver.
– Creo recordar que dejó la típica carta de los suicidas -dije.