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– Es probable -dijo-. No quiero hablar con él, eso lo tengo claro. Era un buen amigo. Por lo menos yo pensaba que lo era.

Hubo otra explosión de carcajadas. Eckert se removió con nerviosismo y apartó el vaso con la mano.

– Vamos al barco. Aquí hay demasiado ruido.

Se puso en pie sin esperar respuesta y se alejó. Cogida por sorpresa, me hice con el bolso y fui tras él.

El ruido disminuyó de una manera radical en cuanto cruzamos la puerta. El aire era frío y limpio. Volvía a soplar el viento y las olas se estrellaban contra la escollera en una serie de explosiones espumosas. ¡Bum! Y un encaje de plumas blancas coronaba la cima del rompeolas y lanzaba, chorros de agua que aterrizaban en el paseo como si Neptuno estuviera achicando el agua del océano con un cubo.

Cuando llegamos a la verja que daba acceso a la dársena 1, sacó una tarjeta, la introdujo en la cerradura y la verja se abrió. Con actitud raramente caballerosa, me cogió por el codo y me condujo por la resbaladiza rampa de madera. A mis oídos llegaban los crujidos y ocasionales tintineos metálicos que producían las embarcaciones que se bamboleaban en las aguas del puerto. Mientras avanzábamos por la pasarela, nuestros pasos sonaban con ritmo irregular.

Las cuatro dársenas tenían en total unos mil cien amarraderos y abarcaban una superficie de treinta y cinco hectáreas. A un lado del puerto se encontraba el muelle principal, que se curvaba hacia el interior, en busca del también curvo rompeolas, que se encontraba en el otro lado; en conjunto casi completaban una circunferencia en cuyo interior estaban amarradas las embarcaciones. Además de los visitantes ocasionales que ocupaban temporalmente algunos amarraderos, estaban los «residentes» habituales, no muy numerosos, que vivían principalmente en los yates. En las cerradas instalaciones donde estaban los servicios había duchas y lavabos y en el muelle del combustible había un surtidor siempre disponible. Al llegar al muelle J, doblamos a la izquierda y recorrimos otros treinta metros hasta llegar al barco.

El Captain Stanley Lord era una goleta Fuji de quince metros, derivada de un velero diseñado por John Alden que tenía el palo principal en el sector de proa. El casco estaba pintado de verde oscuro con una cenefa azul marino en la borda. Carl se aupó para subir a la estrecha cubierta y me tendió la mano para ayudarme a hacer lo propio. En la oscuridad distinguí la vela mayor y el palo de mesana, pero no mucho más. Metió la llave en la cerradura y empujó hacia delante la trampa de la escotilla.

– Cuidado con la cabeza -dijo mientras se sumergía en las profundidades de la cocina-. ¿Sabe usted algo de barcos?

– Muy poco -dije. Bajé con cuidado cuatro peldaños alfombrados y empinados y accedí a la cocina detrás de mi guía.

– Este tiene tres foques; el petifoque, la trinquetilla y el foque volante, además de la vela mayor y la mesana.

– ¿Por qué tiene el nombre que ostenta? ¿Quién es el capitán Stanley Lord?

– Historia marinera. A pesar de los pesares, Wendell tenía sentido del humor. Stanley Lord era el capitán del Californian, que al parecer fue el único barco que estuvo lo bastante cerca del Titanic para prestarle ayuda. Lord dijo que en ningún momento detectó señal alguna de socorro, pero investigaciones posteriores revelaron que hizo caso omiso del SOS. Se le acusó de responsabilidad en la catástrofe y el escándalo destrozó su vida profesional. Wendell empleó las iniciales del nombre del barco a la hora de bautizar la compañía: CSL Inversiones. Yo no acabé de entender el chiste, pero a él le parecía gracioso.

El interior tenía el aire irreal de las casas de muñecas, esa distribución del espacio que más me gusta, todo de una pieza, empotrado y ordenado con sentido de la economía y la eficacia. A mi izquierda tenía una cocina eléctrica y a mi derecha una serie de cacharros imprescindibles para la navegación: una radio, una brújula, un extintor de incendios, contadores para la velocidad del viento y los sistemas eléctricos, la calefacción, el conmutador general y la batería del motor. Percibí un ligero olor a barniz y advertí que uno de los cojines de la litera ostentaba aún la etiqueta del precio. Todo se había tapizado en lona de color verde oscuro y las costuras estaban cosidas con cordoncillo blanco.

– Es precioso -dije.

Se ruborizó de placer.

– ¿Le gusta?

– Me parece estupendo -dije. Me acerqué a una litera, dejé el bolso encima y tomé asiento. Estiré la mano y palpé el cojín-. Es cómoda -observé-. ¿Cuánto hace que lo tiene?

– Un año aproximadamente -dijo-. Hacienda lo embargó poco después de la desaparición de Wendell. Viví a costa de la Dirección General de Prisiones durante dieciocho meses, me soltaron, reuní algo de dinero y busqué al individuo que lo había comprado en una subasta de la Administración pública. Me costó lo indecible convencerlo. Apenas lo utilizaba, pero tardó mucho tiempo en acceder. No sé por qué la gente ha de ser tan obstinada. -Se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata y se desabrochó el botón del cuello de la camisa-. ¿Le apetece más vino blanco? Tengo una botella en el frigorífico.

– Medio vaso -dije. Estuvo hablando un rato sobre asuntos de marinería hasta que volví a sacar a colación el tema de Wendell-. ¿Dónde encontraron el barco?

Abrió un frigorífico en miniatura y sacó una botella de Chardonnay.

– Frente a la costa de la Baja California. Hay por allí bancos de arena que se adentran hasta diez kilómetros en el mar. Al parecer había encallado y gracias a la marea había vuelto a navegar a la deriva. -Quitó el precinto metálico del gollete de la botella y la abrió con un sacacorchos.

– ¿No tenía tripulación?

– Wendell prefería manejarlo solo. Le vi partir aquel día. Cielo naranja, agua naranja y el acoso constante de la mareta. Producía una sensación extraña. Como El poema del viejo marinero de Coleridge. ¿No se lo hicieron aprender de memoria en el instituto?

– Lo único que aprendí de memoria en el instituto fue una lista de tacos y a fumar marihuana.

Sonrió.

– Cuando se aleja uno de las Channel Islands, * hay que salir por alguno de los espacios que dejan libres las torres de los pozos petrolíferos. Se volvió para despedirse con la mano mientras se alejaba. Lo estuve contemplando hasta que salió del puerto. Fue la última vez que le vi. -Hablaba con voz monótona, como hipnotizado, con una mezcla de envidia tibia y tibio pesar. Me sirvió el vino en una copa y me la tendió.

– ¿Sabía usted lo que se proponía Wendell?

– Pero ¿qué se proponía? Porque yo sigo sin saberlo en la actualidad.

– Por lo visto, largarse sin pagar -dije.

Se encogió de hombros.

– Sabía que se sentía con el agua al cuello. No creí que tuviera intención de jugar sucio. Por entonces, y en particular cuando se hizo pública la última carta que escribió a Dana, me esforzaba por aceptar la idea de que se había suicidado. No pegaba con su carácter, pero todo el mundo estaba convencido, ¿quién era yo para ponerlo en duda? -Se sirvió media copa de vino, apartó la botella y se sentó en el banco que había delante del mío.

– Todo el mundo no -le corregí-. A la policía no le salían las cuentas y a la compañía de seguros tampoco.

– ¿Será usted una heroína al final?

– Sólo si se recupera el dinero.

– Eso no parece probable. Lo más seguro es que Dana se lo haya gastado ya todo.

No quería pensar en aquello.

– ¿Y qué pensó usted de la «muerte» de Wendell entonces?

– Me pareció terrible, como es lógico. A decir verdad, le eché de menos a pesar de lo que me dejó en herencia. Y parecerá extraño, pero me dijo algo en ese sentido. No le creí, pero se esforzó por hacérmelo comprender.

– ¿Le dijo que iba a largarse?

– Bueno, lo insinuó. Quiero decir que en ningún momento lo expuso abiertamente. Fue una de esas afirmaciones que pueden interpretarse según la propia conveniencia. Un día, creo que de marzo, unas seis o siete semanas antes de que desapareciese, va y me dice: «Carl, compañero, abandono. Esta maldita historia se nos viene encima y ya no puedo más. Es demasiado». Me lo dijo con estas u otras palabras, pero con esta orientación. Pensé que hablaba por hablar, para desahogarse. Teníamos problemas tremendos, pero no era la primera vez que ocurría y hasta entonces siempre habíamos salido airosos. Desde mi punto de vista se trataba de otro emocionante episodio de «El show de Carl y Wendell». Antes de saber lo que pasaba ya habían encontrado su barco navegando a la deriva por el océano. Al mirar atrás, es lícito pensar… bueno, cuando dijo que «abandonaba», ¿quiso decir que iba a matarse o a largarse para desentenderse de todo?

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* Archipiélago que comprende todas las islas (San Miguel, Santa Cruz, Santa Catalina, San Clemente, etc.) que hay ante la costa californiana entre San Diego (sur) y Santa Barbara (norte), la «Santa Teresa» de las novelas protagonizadas por Kinsey Millhone; el «canal» a que alude el nombre es el formado por el mismo archipiélago y la costa continental. (N. del T.)