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– ¿Por qué está tan contento?

– Ha pedido la mano de Rosie.

Me quedé mirando a Henry entre atónita y estupefacta.

– Bromeas. ¿De veras lo ha hecho? Dios mío, es increíble. Qué golpe, Señor, qué golpeeee.

– «Golpe» no es la palabra con que yo lo describiría. No es más que la consecuencia lógica de «vivir en pecado».

– Viven en pecado desde hace una semana. Ahora quiere convertirla en una mujer «decente», sea esto lo que fuere. A mí me parece encantador. -Le puse la mano en el brazo y le di una sacudida-. Pero a ti no te importa, ¿verdad que no, Henry? Quiero decir en el fondo.

– Te lo diré de otro modo. No me ha escandalizado tanto como esperaba. Me resigné a la posibilidad de que sucediese el día que se instaló en mi casa. Es un hombre demasiado convencional para comportarse como es debido.

– ¿Y cuándo será el feliz acontecimiento?

– Ni idea. Aún no han fijado la fecha. Ha hecho la petición esta misma noche. Rosie no le ha dado aún el sí.

– Por tu forma de hablar, creía que ya lo había hecho.

– Pues no, pero no creo que rechace a un caballero del calibre de William.

Le di un manotazo en el dorso.

– Con franqueza, Henry. Eres un poco clasista.

Me miró con una sonrisa y arqueando las cejas que le coronaban los ojos azules.

– No soy un poco clasista, sino un clasista total. Anda, vamos, te acompaño a casa.

Nada más llegar me tomé unos cuantos productos para los variados síntomas del resfriado que me aquejaba, así como un chupito de NyQuil, que garantizaba una noche completa de sueño. Salté mareada del catre a las seis de la mañana, me puse ropa deportiva y me confeccioné una agenda mental mientras me cepillaba los dientes. Tenía aún el pecho congestionado, pero la nariz había dejado de moquear y cuando tosía ya no sonaba como si fueran a estallarme los pulmones. La piel se me había puesto ya algo más clara, del matiz dorado de los albaricoques, y probablemente recuperaría el tono habitual en un par de días. Nunca había añorado tanto mi palidez cotidiana.

Me abrigué para afrontar el frío matutino con una sudadera gris, casi del mismo color que el océano. La arena de la playa estaba blancuzca, moteada de espuma procedente de la bajamar. Las gaviotas, grises y blancas, se quedaban inmóviles y contemplaban las aguas como una ristra de adornos verbeneros. El cielo componía en el horizonte una fusión perfecta de color crema y plateado, y la bruma lo tapaba todo menos el oscuro perfil de las islas. Era temporada de huracanes en todos los rincones del Pacífico, pero hasta el momento no habíamos visto el menor indicio de oleaje tropical. El silencio era absoluto y sólo lo rompía el blando murmullo de las olas. No había ni un alma en los alrededores. La carrera de cinco kilómetros se convirtió en meditación, a solas con mi respiración dificultosa y la sensación de que los músculos de las piernas respondían a la velocidad exigida. Cuando volví, estaba preparada para afrontar el día.

Oí que sonaba el teléfono a través de la puerta de la calle. Entré a toda velocidad y descolgué al tercer timbrazo, sin aliento a causa del ejercicio. Era Mac.

– ¿Te pasa algo? No sabía que madrugaras hasta tal extremo. -Enterré la cara en la camiseta para reprimir la tos.

– Anoche hubo reunión. Gordon Titus se ha enterado del asunto del tal Wendell Jaffe y quiere hablar contigo.

– ¿Conmigo? -grazné.

Se echó a reír.

– No muerde.

– Porque nadie se le pone a tiro -dije-. No me aguanta y el sentimiento es recíproco. Me trata como si fuera…

– No empecemos.

– ¡Iba a decir como si fuera una mierda!

– Bueno, bueno.

– Como la mierda que se caga por el culo -dije para redondear el pensamiento.

– Será mejor que te presentes aquí lo antes posible.

Invertí cinco segundos en hacerle muecas al auricular, la técnica adulta que empleo normalmente para tratar con el mundo. No corrí hacia la puerta, según me habían aconsejado. Antes me desvestí, me di una ducha caliente, me lavé el pelo a conciencia y me vestí. Comí algo mientras leía el periódico por encima. Lavé el plato y la cuchara, y saqué la bolsa de la basura, que dejé en el contenedor de la calle. Cuando hube agotado todas las formas posibles de soslayar lo insoslayable, cogí el bolso, un cuaderno y las llaves del coche, y crucé la verja. La operación me dio cien patadas en el estómago.

Las oficinas no habían cambiado gran cosa, pero advertí que por vez primera se había introducido el espíritu de la dejadez. La moqueta era de tejido sintético, pero el estilo se había seleccionado pensando en el uso, lo que quería decir que sus motas y dibujos imitaban la suciedad y que de aquel modo no se ensuciaba nunca. El espacio parecía un laberinto de «áreas de actividad», docenas de cubículos intercomunicados donde trabajaban los analistas y contratistas de seguros. El perímetro estaba compuesto por una cadena continua de despachos de paredes vítreas donde se apoltronaban los ejecutivos de la empresa. Las paredes necesitaban una mano de pintura y los marcos, zócalos y cenefas empezaban a desconcharse. Vera levantó los ojos de la mesa cuando pasé por su lado. Dada la situación espacial en que estaba, sólo yo pude ver sus morros hinchados, su bizqueo y el trozo de lengua que sacó para expresar el asco que sentía.

La reunión se celebró en el despacho de Titus. No le ponía el ojo encima desde la entrevista en que nos habíamos conocido. No sabía qué esperaba ni acababa de resolverme por una conducta o por otra. Simplificó las cosas acogiéndome con amabilidad, como si nos viésemos por vez primera y hasta entonces no hubiéramos cruzado ningún insulto. Fue una táctica feliz porque eliminó toda necesidad de defenderme o excusarme y me ahorró tener que aludir a nuestras relaciones en el pasado. Al cabo de sesenta segundos me consideré desconectada y comprendí que aquel hombre ya no tenía ningún poder sobre mí. Habíamos saldado las deudas por ambas partes y los dos habíamos acabado por salimos con la nuestra. Él había eliminado de la nómina de la empresa lo que denominaba «paja inútil» y yo volvía a insertarme en un entorno laboral que me gustaba.

En lo tocante a los restantes aspectos de la compañía, Mac Voorhies y Gordon Titus se parecían tanto como un huevo a una chincheta. El traje marrón de Mac estaba tan arrugado como una hoja en otoño y los dientes y el flequillo canoso le habían cambiado de color por culpa de las propiedades tintóreas de la nicotina. Gordon Titus llevaba una camisa y se había subido las mangas hasta el codo. Le habían planchado los pantalones grises con una raya más recta que la cuerda de un arco y el matiz de la prenda casaba a la perfección con el de su pelo prematuramente cano. Llevaba la corbata como si fuera un enérgico signo de admiración que subrayase sus métodos administrativos, que eran concisos y prácticos. A Mac ni se le habría ocurrido encender un cigarrillo delante de él.