Advertí la habilidad con que trataba de salirse por la tangente. Me hablaba de un embarazo imprevisto, de una boda precipitada y de los problemas económicos resultantes. Ni una sola palabra acerca de la fuga del hijo encarcelado y de la persecución a tiros hasta la frontera; al parecer eran casualidades, incidentes, hechos misteriosos de los que nadie era responsable.
Creo que se dio cuenta de lo que me pasaba por la cabeza porque cambió de conversación inmediatamente. Salió al pasillo, cogió el aspirador y lo arrastró; las ruedas del aparato producían un chirrido agudo. Mi tía decía siempre que donde hubiese un aspirador sencillo, de palo, manguera y bolsa, que se quitaran los de carrito. Me pregunté si no estaría aquí la metáfora axial que gobernaba la vida de Dana. Buscó la toma de corriente más próxima y tiró del cordón para enchufarlo…
– Puede que lo que le pasa a Brian sea culpa mía. Dios sabe que ser madre viuda es lo más duro que me ha tocado en este mundo. Cuando además no se tiene ni un centavo, es imposible salir adelante. Brian debería haber tenido lo mejor. En cambio, no ha tenido ni siquiera quien le aconsejara. Sus problemas han sido fruto de una confabulación de circunstancias y no creo que sea totalmente responsable.
– ¿Podría hablar con sus hijos de mi parte? No quiero inmiscuirme, pero voy a tener que hablar con Brian.
– ¿Por qué? ¿Para qué? Si Wendell aparece, ello nada tiene que ver con él.
– Puede que sí, puede que no. Lo del tiroteo de Mexicali apareció en todos los periódicos. Sé que Wendell leía la prensa en Viento Negro. Es lógico pensar que haya tomado esta dirección.
– Pero usted no tiene pruebas de eso.
– No. Pero supongamos que es así. ¿No cree que Brian debería saber lo que ocurre? No querrá usted que cometa ninguna tontería, ¿verdad?
Pareció meditar aquello. La vi barajar las distintas posibilidades. Quitó del aspirador el accesorio para la tapicería, le puso el de suelos y moquetas, y acopló el manillar.
– Creo que tiene razón. Tal como están las cosas, no es probable que empeoren. Pobre criatura -dijo.
Preferí ocultarle que la imagen que yo tenía de Brian se parecía más bien al cebo de una ratonera.
Sonó el teléfono en el pequeño despacho de la planta baja. Dana se enzarzó en una descripción de las desdichas de Brian, pero yo tenía el oído puesto en el mensaje que le dejaban en el contestador automático y que me llegaba racheado por el hueco de la escalera.
«Hola, Dana. Soy Ruth. ¿Sabes que Bethany tiene un pequeño problema con la encargada de catering que recomendaste? Dos veces le hemos pedido una lista detallada de lo que nos va a costar por cabeza la comida y la bebida de la recepción y hasta ahora no ha respondido. Pensamos que tal vez sería conveniente que tú misma hablases con ella y la convencieses. Estaré aquí toda la mañana, o sea que me localizarás en este número. Gracias. Luego hablaremos. Hasta pronto.»
Me pregunté por encima si Dana explicaría a las jóvenes novias los problemas que tendrían cuando terminara el jaleo de la boda: aburrimiento, celulitis, desinterés, fricciones por el tema sexual, dinero, vacaciones en familia y quién recoge la ropa sucia. Puede que se tratara de mi natural escepticismo que afloraba a la superficie, pero una lista detallada de los costes por persona de la comida y la bebida me parecía una minucia en comparación con los conflictos que generaba el matrimonio.
– … generoso, atento y servicial. Encantador y divertido. Con un coeficiente intelectual muy elevado. -Se refería a Brian, el presunto asesino adolescente. Sólo una madre habría calificado de «encantador y divertido» a un joven que acababa de escaparse del reformatorio dejando tras de sí un reguero de cadáveres. Se me quedó mirando con cara de expectación-. Quiero volver a instalar aquí mi dormitorio y tengo que adecentar la habitación. ¿Tiene más preguntas que hacerme antes de que me ponga a pasar el aspirador?
No se me ocurría ninguna, así de pronto.
– Por ahora no.
Le dio al interruptor y el aspirador se puso en marcha, emitiendo un zumbido ensordecedor que imposibilitaba toda charla. Cuando crucé la puerta de la calle, seguía oyendo el zumbido.
11
El reloj me indicó que era casi mediodía. Puse rumbo a la Penitenciaría del Condado de Perdido.
El Centro Administrativo del condado de Perdido se construyó en 1978 y es una creciente masa de hormigón claro que alberga el Centro de Justicia Criminal, el edificio gubernamental y el Palacio de Justicia. Dejé el coche en uno de los espacios reservados para aparcar que había en el océano de asfalto que rodea el complejo. Me dirigí a la entrada principal y crucé las puertas de vidrio que daban al vestíbulo inferior. Giré a la derecha. La ventanilla pública para asuntos carcelarios estaba al final de un pasillo corto. En la misma planta estaban la oficina de personal del sheriff, el Registro Civil, la ventanilla de licencias y la ventanilla del Servicio de Patrullas del Condado Occidental.
Me identifiqué ante el funcionario y poco después me enviaron a la inspección, donde me presenté. Me identifiqué enseñando el carnet de conducir y la licencia de detective. Se produjo una pausa mientras otro funcionario cogía el teléfono y preguntaba por el administrador de la penitenciaría. En cuanto oí el nombre del individuo, supe que era mi día de suerte. Tommy Ryckman y yo habíamos ido juntos al instituto. Iba dos cursos por delante de mí, pero habíamos cometido juntos algunas fechorías tremendas en la época en que podían cometerse sin peligro de morir o contraer enfermedades. El sargento Ryckman accedió a verme en cuanto se me autorizó la entrada. Me condujeron por el pasillo y entré en el pequeño despacho que tenía a la derecha.
Nada más verme cruzar la puerta, se levantó de la silla giratoria y alzó la cabeza a dos metros del suelo con la cara arrugada por una sonrisa radiante.
– Cuánto tiempo ha pasado, criatura. ¿Cómo estás?
– De fábula, Tommy. ¿Y tú?
Nos dimos la mano por encima de la mesa, cambiamos interjecciones sentimentales y nos hicimos un breve resumen de los años transcurridos desde que nos habíamos visto por última vez. Tenía alrededor de treinta y cinco años, la cara totalmente afeitada y un ralo pelo castaño con raya lateral y peinado en sentido paralelo a una frente dilatada por las entradas. Llevaba gafas de montura metálica y su barbilla parecía despedir el inconfundible aroma de los after-shaves de limón. El uniforme caqui de las fuerzas del sheriff se lo habían almidonado y planchado a conciencia, y los pantalones le quedaban tan bien que parecían hechos a medida. Tenía los brazos largos, las manos grandes y, lógico y natural, anillo de casado.
Me indicó con la mano una silla e hizo lo propio en la suya. Incluso sentado tenía la constitución de un jugador de baloncesto y unas rodillas de saltamontes que le asomaban por el borde de la mesa. Sus zapatos negros tenían que ser del número 45. Hablaba todavía con cierto dejo del Medio Oeste, de Wisconsin según creo, y recordé que se había matriculado en el Instituto de Enseñanza Media de Santa Teresa a mitad de curso. Encima de la mesa había una foto de estudio: una mujer con aspecto de ama de casa y tres niños, dos chicos y una chica, los tres de pelo castaño y peinado hacia atrás con agua, los tres con gafas de montura de plástico transparente; dos estaban en la edad de los dientes saltones.
– Estás aquí por lo de Brian Jaffe.
– Más o menos -contesté-. En realidad me interesa más el paradero del padre.
– Eso me han dicho. El teniente Whiteside me ha contado lo que ocurre.
– ¿Conoces el caso? Yo sólo lo conozco fragmentariamente y por encima.
– Tengo un amigo que trabajó en el asunto con el teniente Brown y le pedí que me lo explicara. Aquí casi todo el mundo está al corriente, ya que fueron muchos los ciudadanos de la localidad que cayeron víctimas de CSL Inversiones. Perdieron hasta la camisa. No dejo de pensar que fue una estafa como de novela. A mi amigo lo trasladaron hace tiempo, pero si no encuentras aquí lo que buscas, el hombre que más puede ayudarte es Harris Brown.