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– Ya he tratado de localizarlo, pero me dijeron que se había retirado.

– En efecto, pero estoy convencido de que te ayudará en lo que pueda. ¿Sabe el chaval que su padre a lo mejor está vivo?

Negué con la cabeza.

– Acabo de hablar con su madre y aún no se lo ha dicho. Tengo entendido que lo han trasladado aquí hace nada.

– Sí. El fin de semana enviamos a un par de agentes a Mexicali, donde les fue entregado por las autoridades mexicanas. Lo trajeron en coche. Anoche le leyeron la cartilla.

– ¿Es posible verlo?

– Hoy no, vamos, no creo. Es la hora de la comida de los reclusos y después tiene que someterse a revisión médica. Vuelve mañana o pasado; siempre que él no ponga objeciones.

– ¿Cómo se las arregló para escapar de Connaught?

Se removió con nerviosismo y desvió la mirada.

– Será mejor que no hablemos de eso -dijo-. Antes de que te des cuenta, la información salta a los periódicos y se convierte en el tema de conversación de todo el mundo. Digamos que los reclusos descubrieron un pequeño fallo en el sistema y lo aprovecharon. No volverá a ocurrir, te lo aseguro.

– ¿Va a ser procesado como ciudadano mayor de edad?

Estiró los brazos hacia arriba con una sucesión de crujidos.

– Tendrás que preguntárselo al fiscal del distrito, aunque personalmente pagaría la entrada por estar en primera fila. Ese muchacho es un retorcido. Creemos que fue quien ideó el plan de fuga, pero ¿quién va a contradecirle a estas alturas? Dos colegas se le murieron por el camino y el tercero está en la UCI. Dirá que es una inocente víctima de las circunstancias. Ya sabes cómo son estas cosas. Esos críos nunca se responsabilizan de nada. Su madre le ha contratado ya un picapleitos de los caros, un tipo de Los Angeles.

– Utilizando probablemente el dinero del seguro de vida del padre -dije-. Me gustaría ver a Wendell Jaffe asomar discretamente la cabeza por el foro. No creo que se atreva, pero confirmaría mis intuiciones punto por punto.

– Bueno, pues te vas a encontrar con no pocos problemas. Será un caso sonado, con mucha publicidad, el juicio se celebrará seguramente a puerta cerrada y se tomarán medidas de alta seguridad. Ya sabes cómo son estas cosas. El abogado presentará argumentos ingeniosos y afirmará que a su cliente ha de juzgarlo el tribunal tutelar de menores. Solicitará que algún funcionario de la junta de concesión de libertad condicional investigue. Querrá que se le entreguen los informes junto con pruebas de peso. Organizará la de Dios es Cristo y hasta que se emita el veredicto sostendrá que su cliente tiene derecho a la protección del tribunal tutelar de menores.

– Supongo que no hay forma de acceder a su historial delictivo -dije. Era subrayar lo evidente, pero a veces la policía depara sorpresas imprevistas.

Enlazó las manos en la nuca y me sonrió con complacencia fraternal.

– No podemos hacerlo sin más ni más -dijo con dulzura-. Pero siempre puedes recurrir al periódico. Estoy seguro de que los periodistas locales podrán proporcionarte cualquier cosa que quieras. No sé cómo se las apañan, pero tienen sus trucos. -Se adelantó y se apoyó en la mesa-. Iba a ir a comer al self-service. ¿Me acompañas?

– Con mucho gusto -dije.

Cuando volvió a ponerse en pie me di cuenta del tiempo que había pasado desde la época en que sólo medía uno ochenta. Ahora encorvaba un poco la espalda y parecía ladear la cabeza, tal vez para evitar un golpe tonto con el dintel de la puerta al entrar o salir de una habitación. Habría apostado el sueldo de un año a que su mujer sólo medía uno sesenta y cinco y se pasaba la vida contemplando su reflejo en la hebilla del cinturón del gigante. Seguro que cada vez que se ponían a bailar en público parecían enzarzados en un acto obsceno.

– Mientras vamos, quiero solucionar un par de trámites por el camino. ¿Te importa?

– De ningún modo -dije.

Recorrimos un laberinto de pasillos que intercomunicaba los distintos despachos y departamentos del lugar, y cruzamos varios puestos de control que parecían las cámaras de vacío de las naves espaciales. En todos los pasillos había cámaras de vídeo en funcionamiento y supe que nos vigilaba el funcionario que estaba a cargo del control del nivel 1. Los olores cambiaban poco a poco de una zona a otra. Comida, lejía, ácidos corrosivos, como si hubieran prendido fuego al plástico de las cajas de seis latas de refrescos, mantas mohosas, cera del suelo, neumáticos de caucho. Ryckman solucionó un par de gestiones administrativas, detalles al parecer sin trascendencia pero con mucha jerigonza profesional. Me sorprendió la cantidad de mujeres que trabajaban en el sector administrativo: de todas las edades y todos los tamaños, por lo general con tejanos o pantalones de poliéster. Había un agradable aire de camaradería entre las personas que vi. Muchos teléfonos sonando, mucho movimiento de un departamento a otro mientras nosotros íbamos a lo nuestro.

Por último desembocamos en el pequeño self-service de los empleados. El menú de aquel día consistía en lasaña, sándwiches de jamón y queso, patatas fritas y maíz. No contenía suficientes grasas e hidratos de carbono para mi gusto, pero se aproximaba. Había además un mostrador con un surtido de ensaladas donde podía elegirse entre el contenido de los distintos recipientes de acero inoxidable: lechuga troceada y más congelada que un iceberg, zanahoria rallada, aros de pimiento verde y cebolla. Para beber se podía optar por zumo de naranja, por gaseosa o por un cartón de leche. El menú de los reclusos figuraba en un tablón que había encima del mostrador de los platos calientes: caldo con judías, sándwiches de jamón y queso, filete a la Stroganoff o lasaña, pan blanco, patatas fritas y el omnipresente maíz. A diferencia de la comida que se daba en la cárcel de Santa Teresa, que se servía al auténtico estilo de los self-services, la comida la preparaban y distribuían allí los mismos reclusos en bandejas que transportaban, a su vez, en grandes carros de acero inoxidable. Había visto varios carros en los ascensores de tamaño industrial, camino de los niveles carcelarios 3 y 4.

Ryckman no había perdido el hambre indiscriminada de los adolescentes. Le vi llenar su bandeja con una lasaña del tamaño de un ladrillo de nueve agujeros, dos sándwiches, una colina de maíz, un cerro de patatas fritas y una cordillera de ensalada, que regó con una catarata de aliño Thousand Islands. En el espacio sobrante de la bandeja empotró dos cartones de leche descremada. Yo iba tras él en la cola y cogí los cubiertos de plástico de un recipiente de metal. Elegí un sándwich de jamón y queso y un modesto montón de patatas fritas, aunque tenía más hambre de lo que habría creído posible, dada la naturaleza institucional del establecimiento. Encontramos una mesa libre en un rincón y fuimos hacia ella con las bandejas por delante.

– ¿Trabajabas ya en Perdido cuando Wendell fundó CSL Inversiones? -pregunté.

– Bingo -dijo Ryckman-. Claro que yo nunca meto dinero en esas historias. Mi padre siempre me decía que el dinero renta más cuando se guarda en una lata de café. Mentalidad de la Depresión, pero no es mal consejo. Por la cuenta que le trae a Jaffe, más le vale que no cunda el rumor. Conozco a un par de funcionarios que perdieron dinero en aquella estafa. En cuanto asome la nariz, se formará un pelotón de voluntarios indignados que lo buscará de aquí hasta Alaska.

– Pero ¿cómo lo hacen? -pregunté-. No entiendo cómo se las apañan esos individuos. -Se echó un chorro de salsa de tomate en las patatas fritas y me pasó el frasco. Comprendí que compartíamos la misma pasión por la comida recauchutada.

Ryckman comía deprisa, con la atención concentrada en un plato grande cuyo contenido disminuía.

– El sistema se basa en el crédito: cheques, tarjetas, letras, contratos de todas clases. Los estafadores no sienten ninguna obligación moral de cumplir lo convenido. Operan a lo largo de una cadena que va de la irresponsabilidad financiera hasta la mentira delictiva, pasando por el engaño del ciudadano medio y la estafa. Es la cosa más normal de este mundo. Banqueros, agentes de la propiedad inmobiliaria, consejeros de inversiones… todos arriesgan grandes sumas. Al cabo del tiempo parece que no pueden resistir la tentación de ensuciarse las manos.