Llamé a la puerta de Brian y me situé en un ángulo inaccesible para la mirilla. Descendió el volumen del televisor. Miré a ambos lados del pasillo y esperé. Lo lógico era que pegase el ojo a la mirilla.
– ¿Sí? -en voz baja y apagada.
– Servicio de limpieza -dije. Lo había aprendido durante la primera semana del cursillo de español, ya que muchas alumnas tenían un notable interés por comunicarse directamente con sus criadas de origen mexicano. De otro modo, las criadas hacían lo que se les antojaba y las señoras de la casa se veían obligadas a seguirlas por toda la mansión, tratando inútilmente de explicarles de manera práctica las técnicas de limpieza que las otras fingían no «captar».
Tampoco captó Brian. Abrió la puerta hasta donde daba de sí la cadena de seguridad y miró por la rendija.
– ¿Cómo?
Alcé el montón de toallas para ocultar la cara.
– Tauletas -canturreé en spanglish.
– Ah, ya. -Cerró la puerta para quitar la cadena. Retrocedió mientras abría. Entré en la habitación. No me miró a la cara. Me señaló el cuarto de baño, que estaba a la izquierda, con la atención puesta otra vez en la pantalla. Al parecer daban una película antigua en blanco y negro: hombres de pómulos altos y rizos engominados, mujeres con cejas más depiladas que el bigote de Errol Flynn. Todos tenían expresión dramática. Se acercó al aparato y subió el volumen. Entré en el cuarto de baño y, ya que estaba allí, registré todo lo que pude. Ni ametralladoras ni sierras mecánicas ni sopletes de tubo recortado. Mucha crema protectora, lociones para el cabello, un cepillo, un secador y una afeitadora manual de plástico. ¿Para cortar qué?, porque el chico sólo tenía cuatro pelos en la cara. Puede que estuviera haciendo prácticas, como las doceañeras con el sostén de sus madres.
Dejé las toallas en el estante, salí del cuarto de baño y me senté en la cama. Al principio no pareció percatarse de mi presencia. La música de enfermedad terminal era ya una explosión apoteósica y la parejita protagonista llenaba la pantalla con las mejillas juntas. Él era más guapo que ella. Cuando Brian me vio, tuvo la suficiente sangre fría para reprimir cualquier señal de sorpresa. Cogió el mando a distancia y volvió a bajar el volumen. La escena continuó en silencio con un expresivo diálogo para sordomudos. Con frecuencia me he preguntado si aprendería a leer en los labios de aquel modo. «Él» y «ella» se hablaban con la nariz separada apenas por lo que mide un paquete de tabaco y no tuve más remedio que pensar en la halitosis. La boca de la mujer se movió, pero lo que oí fue la voz de Brian.
– ¿Cómo me has encontrado? -Me toqué la sien con el índice, haciendo un esfuerzo por apartar la mirada del aparato-. ¿Dónde está mi padre?
– Aún no lo sé. Quizá recorriendo la costa en tu busca.
– Ojalá consiga escapar. -Se retrepó en el sillón, levantó los brazos y cruzó los dedos mientras apoyaba las manos en lo alto de la cabeza. El ademán le hinchó los bíceps. Apoyó el pie en el borde de la cama, empujó y corrió el sillón un par de centímetros. De pronto encontré sexualmente excitantes los matorrales que tenía en las axilas. Me pregunté si no estaría entrando en una etapa en que todos los jóvenes musculosos me estimulaban la fantasía erótica. También me pregunté si no estaría en la etapa en cuestión desde la más tierna infancia. Estiró la mano y se hizo con unos calcetines limpios y enrollados en forma de bola. Tiró la bola calcetinesca contra la pared y la recogió al rebote.
– ¿No has tenido noticias suyas?
– No. -Volvió a tirar y recoger los calcetines.
– Dijiste que lo habías visto anteayer. ¿Te dijo algo susceptible de sugerir que pensaba marcharse? -pregunté.
– No. -Soltó la bola en el aire y estiró el brazo de súbito para golpearla con la parte superior del antebrazo. La recogió con la mano y repitió la operación. Tenía que estar muy atento para que no se le cayera al suelo. Rebote. Captura. Rebote. Captura.
– ¿Qué te dijo? -pregunté.
Se le escapó la bola y me fulminó con la mirada, molesto por la distracción.
– No lo sé, hostia. Me estuvo sermoneando y repitiendo que en este país la justicia es un cachondeo. Luego va y me dice que nos entreguemos. Digo: «Que te crees tú eso. Haz tú lo que te dé la gana, pero conmigo no cuentes. Ni hablar».
– ¿Y él qué dijo?
– No dijo nada. -Volvió a tirar la bola de los calcetines contra la pared y la recogió en el aire.
– ¿Crees que se ha ido sin ti?
– ¿Por qué iba a hacerlo si pensaba entregarse?
– A lo mejor le ha dado miedo.
– ¿E iba a dejarme metido en la mierda hasta el cogote? -Tenía la incredulidad pintada en la cara.
– Brian, no me gusta lo que voy a decirte, pero tu padre no se ha hecho célebre precisamente por su capacidad para aguantar al pie del cañón. Cuando se pone nervioso, coge la puerta.
– No me dejaría en la estacada -dijo de mal humor. Tiró los calcetines hacia arriba, adelantó el tórax y cogió la bola entre la espalda y el sillón. Ya veía el título del nuevo best-seller: Los calcetines de la risa: 101 maneras de jugar con la ropa blanca.
– Creo que deberías entregarte.
– Lo haré cuando vuelva.
– ¿Y por qué no te creo? Brian, no quiero ponerme solemne, pero me juego aquí el respeto del mundo. Te busca la policía. Si no te entrego, me acusarán de complicidad. Me quitarían la licencia, compréndelo.
Se puso en pie a la velocidad del rayo y medio me levantó de la cama sujetándome por la camisa, con el puño en alto, listo para hacerme saltar los dientes. Su cara quedó a pocos centímetros de la mía. Como la pareja de la película. Cualquier atractivo que hubiera encontrado anteriormente en aquel joven se había esfumado ya. Era otro quien me miraba, un ser enfundado en otro ser. ¿Quién habría dicho que aquel «otro» perverso estaba oculto en la californiana y ojiazulada perfección de Brian? Ni siquiera era suya la voz, aquel susurro grave y guturaclass="underline"
– Óyeme bien, puta asquerosa. Te voy a enseñar lo que es complicidad. ¿Quieres entregarme? Anda, inténtalo. Antes de que des un solo paso estarás muerta. ¿Entendido?
Me quedé inmóvil, sin atreverme siquiera a respirar. Me volví invisible, me proyecté en el hiperespacio. Brian tenía la cara contraída de furia y supe que me daría un mazazo mortal si le presionaba. Su pecho subía y bajaba, bombeando adrenalina y distribuyéndola por todo el sistema nervioso. Era él quien había matado a la automovilista tras fugarse del correccional. Habría apostado hasta la última caja de compresas. Dad un arma a un joven así, ponedle una víctima delante, murmuradle cualquier pretexto que le abra las compuertas de la furia y en menos de un segundo habrá un cadáver a sus pies.
– Está bien, está bien -dije-. No me pegues, no me pegues.
Creía que el arrebato emocional le habría puesto todos los sentidos en alerta roja. Sin embargo, parecía aletargado, con las sensaciones embotadas. Retrocedió un poco. Sus ojos se concentraron en mi cara y arrugó el entrecejo.
– ¿Qué? -Parecía aturdido, como si se hubiera quedado sordo.
Mi mensaje acabó por abrirse paso hasta su cerebro tras recorrer algún inverosímil laberinto de neuronas sobrecargadas.
– Sólo quiero que estés a salvo cuando vuelva tu padre.
– A salvo. -Hasta la idea se le antojaba extraña. Se estremeció a causa de la tensión que le agarrotaba. Me soltó, se apartó de mí y se dejó caer en el sillón jadeando-. Dios mío, ¿qué me pasa? ¡Qué me pasa!
– ¿Quieres que te acompañe? -En el lugar de la camisa por donde me había cogido, se me había formado un fruncido perpetuo. Negó con la cabeza-. ¿Llamo a tu madre?
Agachó la cabeza y se pasó la mano por el pelo.