– Quiero a mi padre, no a mi madre -dijo. Ahora sí era la voz del Brian Jaffe que yo conocía. Se limpió la cara con el dorso de la mano. Creí que iba a romper a llorar, pero tenía los ojos secos…, vacíos… de un azul tan frío como un frasco de gel. Aguardé con la esperanza de que dijera algo más. Recuperó el ritmo respiratorio normal poco a poco y también su personalidad anterior.
– El tribunal valoraría positivamente una entrega voluntaria -me arriesgué a decir.
– ¿Por qué tendría que entregarme? Me han dejado salir de la cárcel de manera legal. -Hablaba en tono malhumorado. El otro Brian había desaparecido, retrocedido hasta los oscuros recovecos de su mundo subacuático, igual que una anguila. El Brian que tenía ante mí no era más que un chiquillo empeñado en que todo fuera como él quería. En el patio de la escuela era el típico niño que exclamaría: «¡Has hecho trampa!», cada vez que perdiera en un juego, aunque en el fondo siempre era él el tramposo.
– Vamos, Brian. Sabes muy bien que no fue así. Ignoro quién metió la mano en el ordenador, pero en teoría no deberías estar en libertad. Tienes sobre tu cabeza varias acusaciones de homicidio.
– ¡Yo no he matado a nadie! -dijo con indignación. Con aquello quería decir, seguramente, que no había tenido intención de matar a la mujer cuando la tenía encañonada. ¿Y por qué iba a sentirse culpable después, si no había sido culpa suya? La muy imbécil. Habría tenido que tener la boca cerrada cuando se le ordenó que entregara las llaves del coche. Pero tuvo que replicar y discutir con él. ¡Mujeres!, siempre discutiendo.
– Mejor para ti -dije-. El sheriff está en camino, viene a detenerte.
No podía creer que se le hubiera traicionado y me lanzó una mirada ofendida.
– ¿Has avisado a la policía? Pero ¿por qué?
– Porque estaba claro que no ibas a entregarte.
– ¿Por qué tengo que entregarme?
– ¿Eres capaz de entender lo que te digo? Por lo que parece, crees que estás por encima de las leyes que gobiernan a los demás. Pero ¿sabes una cosa?
– Métetela en el culo. No quiero nada que venga de ti.
Se levantó del sillón y al pasar cogió la billetera, que estaba encima del televisor. Llegó a la puerta y la abrió. Un ayudante del sheriff, de raza blanca, estaba en el pasillo, con la mano levantada para llamar. Brian giró sobre sus talones y se dirigió a toda velocidad hacia la puerta de corredera. Otro ayudante del sheriff, de color, apareció en la tenaza. Contrariado, Brian tiró la billetera al suelo con tanta fuerza que rebotó como un balón de fútbol. El primer ayudante lo cogió y Brian se desasió con violencia.
– ¡No me toques!
– Vamos, chico, vamos -dijo el ayudante-. No quiero hacerte daño.
Brian jadeaba otra vez y retrocedió mientras cortaba con la mirada el aire que había entre una cara y otra. Se había encorvado ligeramente y había adelantado las manos como para repeler el ataque de los animales hostiles. Los dos ayudantes del sheriff eran hombres de cuerpo macizo y espíritu curtido por la experiencia, el primero casi cincuentón, el otro de unos treinta y cinco años. Yo no habría bailado agarrada a ninguno de los dos.
El segundo ayudante tenía la mano en la culata del revólver, aunque no había desenfundado. Últimamente, los enfrentamientos con las fuerzas del orden acaban con el asfalto sembrado de cadáveres, es así de sencillo. Los dos agentes cambiaron una mirada y el corazón empezó a latirme con fuerza ante la perspectiva de que sucediese lo peor. Los tres defensores de la ley estábamos inmóviles, a ver qué pasaba.
– No pasa nada -dijo el primer ayudante en voz baja-, todo está bajo control. Conservemos la calma y no habrá nada que lamentar.
En los ojos de Brian chisporroteaba la incertidumbre. La respiración se le fue normalizando y recuperó el dominio de sí. Se enderezó. Yo no creía que todo hubiera pasado, pero la tensión desapareció. Brian esbozó una sonrisa despectiva y dejó que le esposaran sin oponer resistencia. Evitaba mirarme a la cara; más valía así. Verle derrotado de aquel modo me daba no sé qué.
– Valiente puñado de cabrones -murmuró, pero los ayudantes no le hicieron caso. Todo el mundo tiene derecho a salvar la dignidad. No hay ningún mal en ello.
Dana se presentó en la cárcel mientras se formalizaba el ingreso de Brian. Iba vestida de lo más elegante, con un imponente vestido gris de rayón y lino; era la primera vez que la veía sin los sempiternos tejanos. Eran las once de la noche y me encontraba en el vestíbulo con otra taza de café intragable cuando oí en el pasillo el repiqueteo de sus afilados tacones. Nada más verla me di cuenta de que estaba furiosa, no con Brian o los policías, sino conmigo. Yo había ido a la cárcel detrás del vehículo de los agentes del sheriff y me había quedado aparcando mientras introducían al detenido por la puerta lateral. Incluso me había molestado en llamar a Dana Jaffe, pensando que debía estar al tanto de la detención de su hijo menor. No estaba de humor para aguantar sus impertinencias, pero saltaba a la vista que la señora quería guerra.
– Ha causado usted problemas desde el momento en que la vi -dijo a modo de saludo. Llevaba el pelo recogido elegantemente en un holgado moño occipital en el que ni una sola mecha estaba fuera de sitio. Blusa blanca como la nieve, pendientes de plata, los ojos perfilados de negro.
– ¿Quiere conocer los detalles?
– No, no quiero conocer los detalles. Es usted quien me va a escuchar a mí. Han bloqueado mi cuenta bancaria por orden judicial. En este momento no puedo tocar ni un centavo. No tengo dinero. ¿Lo entiende? ¡Nada en absoluto! Mi hijo está en un aprieto y ni siquiera puedo comunicarme con su abogado.
Su vestido de lino era de cuento de hadas, inmaculado, sin una maldita arruga; el lino refuerza, según me han contado, incluso mezclado con otros tejidos. Bajé los ojos y miré el contenido de la taza. El café se había enfriado ya y en la superficie flotaban coágulos de leche en polvo. Me habría gustado tirárselo a la cara. Me observé la mano con atención para ver si se movía sola.
Dana, mientras tanto, seguía atormentándome y me soltaba una pulla tras otra por Dios sabe qué ofensas. Bajé el volumen del aparato con mi mando a distancia mental. Fue como ver una película muda. Escuchaba con un oído, pero rechazaba el sonido antes de que llegara al tímpano. Advertí que se me estaban cargando las baterías de la mano de tirar cafés a la cara. En la escuela de párvulos me daba por morder, pero el impulso era el mismo. Cuando trabajaba en la policía, tuve que detener en cierta ocasión a una mujer por tirar a la cara de otra un vaso de licor, acto que la ley califica de agresión intencionada. Código Penal de California, 242, canturreé para mí: «Se llama agresión intencionada al uso ilegítimo y voluntario de la fuerza o la violencia sobre otra persona… La fuerza o violencia que caracteriza la agresión intencionada no tiene por qué ser grande ni ha de causar necesariamente dolor o daño físico ni por qué dejar huellas». Salvo en el vestido de Dana; que era una marranaaaa.
Oí pasos en el corredor que había a mis espaldas. Al volverme vi al subinspector Tiller con un expediente en la mano. Me saludó con un ademán de la cabeza y desapareció por la puerta.
– ¿Tiller? ¿Me hace el favor?
Asomó la cabeza por el hueco de la puerta.
– ¿Me llamaba?
Miré a Dana.
– Siento interrumpirla, pero tengo que hablar con él -dije y me colé en el despacho del subinspector. La cara de contrariedad que puso Dana indicaba claramente que aún no había descargado sobre mí toda la bilis que me tenía reservada.
23
Tiller me miró con un frunce de interrogación desde el archivador donde iba a meter el expediente.
– ¿Qué pasaba entre ustedes dos?
Cerré la puerta y me llevé el dedo a los labios mientras le hacía una seña en dirección al fondo. Su mirada se desvió hacia el pasillo. Cerró el archivador y me hizo una seña con la cabeza. Fui tras él por un laberinto de mesas. Llegamos a un despacho menor y me señaló una silla. Tiré la taza de café en la papelera y me senté dando un suspiro.