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– Para comprobar lo que acaba de decirme. -Se encogió de hombros y consultó en un cuaderno de direcciones de tapas de piel. Anoté la dirección. Si se trataba de un farol, se le iba a caer el pelo-. ¿Por qué tenía prisa?

– Eso tendrá que preguntárselo a él. Fue como si le hubiesen encendido una mecha en el culo e insistió en que fuese a verle. A mí me molestó bastante porque andaba escaso de tiempo. A las siete de la mañana tenía una reunión, pero no quise discutir con él. Cogí el coche, pisé el acelerador y entonces me paró el patrullero y me puso la multa.

– ¿A qué hora llegó a casa de Brown?

– A las nueve. Estuve allí una hora nada más. Serían las once y media cuando llegué al hotel de San Luis Obispo en que me hospedaba.

– Por si le interesa -dije-, cualquiera de ustedes dos tuvo tiempo suficiente para dirigirse a Perdido y hacer prácticas de tiro con Wendell y conmigo.

– Cualquiera de los dos; pero yo no fui. De él no respondo.

– ¿No vio a Wendell anoche en ningún momento?

– Ya hemos aclarado ese detalle.

– Lo que usted llama aclarar, yo lo llamo mentir descaradamente. Antes juraba que había estado fuera de la ciudad, pero ahora resulta que estaba en Colgate, a un paso, como quien dice. ¿Por qué he de creerle?

– No tengo poder alguno sobre lo que usted cree o deja de creer.

– ¿Qué hicieron usted y Brown cuando llegó a su casa?

– Hablamos y me volví.

– ¿Se limitaron a hablar? ¿De qué? ¿No habrían podido hablar por teléfono?

Desvió la mirada durante los segundos que necesitó para sacudir la ceniza del cigarrillo.

– Quería recuperar su dinero. Y se lo di.

– El dinero.

– Lo que había invertido en CSL.

– ¿Cuánto era?

– Cien billetes.

– No lo entiendo -dije-. Perdió esa cantidad hace cinco años. ¿Por qué de pronto estaba tan seguro de poder recuperarlo?

– Porque averiguó que Wendell estaba vivo. Puede que hablase con él. ¿Cómo quiere que lo sepa?

– ¿De qué pudo enterarse hablando con Wendell? ¿De que había fondos disponibles?

Apagó el cigarrillo, encendió otro y me miró fijamente y con los ojos entornados a través del humo.

– Mire, eso no es asunto suyo.

– Pero abandone de una vez esa actitud, diantre. Yo no represento ninguna amenaza contra usted. La Fidelidad de California me ha contratado para localizar a Wendell Jaffe y así demostrar que está vivo. Lo único que me interesa es el medio millón de dólares que hemos pagado por su seguro de vida. Si tiene usted por ahí un zulo lleno de dinero, a mí me trae sin cuidado.

– Perfecto. Ahora dígame el motivo por el que he de revelarle los secretos de mi vida.

– Pues para entender lo que pasa aquí. Es lo único que me interesa. Usted tenía el dinero que reclamaba Harris Brown y fue a su casa anoche. ¿Qué pasó después?

– Le di el dinero y volví a San Luis Obispo.

– ¿Suele usted ir por ahí con tanto dinero en metálico encima?

– Sí.

– ¿Cuánto es en realidad? Bueno, no responda si no quiere. Lo pregunto por pura curiosidad personal.

– ¿En total?

– En números redondos -dije.

– Unos tres millones.

Parpadeé.

– ¿Va usted por ahí con todo ese dinero encima? ¿En metálico?

– ¿Qué quiere que haga? No lo puedo ingresar en el banco. La Administración se enteraría. Fuimos a juicio, ¿no se acuerda? Si corriera la voz, los acreedores se echarían sobre él como una bandada de buitres. Y lo que no se llevaran ellos se lo quedaría Hacienda.

La indignación me subió por el esófago como los humores de una gastritis.

– Desde luego que se echarían sobre él. Es el dinero que les estafaron ustedes.

La mirada cínica que me dirigió fue de antología.

– ¿Sabe por qué invirtieron en CSL? Querían llenarse los bolsillos por su cara bonita. Pero fueron por lana y volvieron trasquilados. Vamos, Kinsey, utilice el cerebro. Casi todos sabían que era el timo de la estampita y Harris no lo ignoraba. Lo que pasa es que Brown esperaba sacar tajada antes de que el negocio se viniera abajo.

– Usted y yo no hablamos el mismo idioma. Corramos un tupido velo ante la declaración de principios y centrémonos en los hechos. ¿Guardaba usted tres millones en metálico en el Lord?

– Oiga, no tiene por qué adoptar esa actitud conmigo.

– Usted perdone. Lo intentaré otra vez. -Cambié el tono de voz y el punto de vista moral cedió el paso a la neutralidad-. Usted tenía escondidos en el Lord tres millones de dólares en metálico.

– Eso es. Wendell y yo éramos los únicos que lo sabíamos. Ahora también lo sabe usted -dijo.

– ¿Y por eso ha vuelto Wendell?

– Naturalmente. Después de cinco años viajando, estaba sin blanca. Pero no sólo volvió por el dinero, es lo que se llevó consigo cuando me robó el barco. La mitad me pertenecía y Wendell lo sabía muy bien.

– Vaya, vaya. Tengo que darle una noticia, Carl. Se han burlado de usted.

– ¿Lo dice en serio? Es inconcebible que me haya hecho una cosa así.

– Bueno, parece que trata a todo el mundo por igual -dije-. ¿Y sus hijos? ¿Jugaban algún papel o sólo volvió por el dinero?

– Creo francamente que estaba preocupado por sus hijos. Era muy buen padre.

– El padre ideal, el que todos los niños necesitan. Se lo diré a los interesados, descuide. Será un buen punto para su terapia. ¿Y qué va a hacer usted ahora? -dije, levantándome de la silla.

Sonrió con amargura.

– Ponerme de rodillas y rezar para que la Guardia Costera le dé alcance.

Me volví en la puerta.

– Otra cosa. En algún momento se comentó que Wendell pensaba entregarse a la policía. ¿Cree que es cierto?

– Es difícil de decir. Creo que quería integrarse otra vez en su familia. Pero no estoy seguro de que haya sitio para él.

Conseguí meterme en la cama a las dos y cuarto con el cerebro sobrecargado de información. Pensaba que lo que había dicho Eckert era cierto, que ya no había sitio para Wendell en la familia que había abandonado hacía un lustro. En cierto modo estábamos en una situación parecida: ambos queríamos saber qué habría sido de nosotros si hubiéramos disfrutado de una vida familiar normal y corriente, contemplábamos los años mal invertidos y nos preguntábamos por lo que se nos había escapado de las manos. Por lo menos creo que algo de esto era lo que me pasaba por el fondo de la cabeza. Naturalmente, había diferencias que saltaban a la vista. Él había abandonado a su familia voluntariamente, mientras que yo no había conocido la existencia de la mía. Que él quisiera volver con su familia y yo no estuviese segura de querer dar este paso era un detalle más revelador. No acababa de entender por qué mi tía no me había dicho nunca nada. Puede que hubiera querido ahorrarme la humillación de conocer el desdén de Grand, aunque lo único que había conseguido así era posponer la revelación. En fin, allí estaba yo, diez años después de su fallecimiento y obligada a decidir por mí misma. En cualquier caso, no era una mujer experta en estos lances. Las imágenes empezaron a darme vueltas en la cabeza y acabé por dormirme.

El despertador sonó a las seis, pero no estaba de humor para levantarme y correr cinco kilómetros. Pulsé el botón de la alarma, me tapé con las sábanas y volví a dormirme. Me despertó el teléfono a las nueve y veintidós minutos. Descolgué y me aparté el pelo de los ojos.

– Qué pasa.

– Soy Mac. Siento haberte despertado. Sé que es sábado, pero creo que la cosa es importante.

Su voz sonaba extraña y una señal de precaución se puso a parpadearme por dentro igual que la intermitente luz ambarina de los semáforos. Me envolví en las sábanas, me incorporé y quedé sentada en la cama.

– Tranquilo, no te preocupes. Estuve levantada hasta las tantas y he querido recuperar el sueño. ¿Qué ha ocurrido?

– Han encontrado el Captain Stanley Lord de madrugada a unos diez kilómetros de la costa -dijo-. Es como si Wendell hubiese desaparecido otra vez. Gordon y yo estamos aquí, en las oficinas. Le gustaría que vinieras lo antes posible.