Titus nos interrumpió.
– Kinsey cree que ha muerto -dijo a Mac, con un asomo de diversión en las comisuras de la boca. Arrancó un cheque de la matriz del talonario.
– Se nos quiere hacer creer que está muerto -dijo Mac-. Es lo que hizo la otra vez y entonces no nos lo creímos ni locos. Seguramente está ahora navegando tranquilamente, rumbo a las islas Fidji, y riéndose de nosotros.
Gordon cerró el talonario y arrastró el cheque por encima de la mesa, en mi dirección.
– Un momento, Mac. El miércoles por la noche se entretuvieron disparando sobre nosotros. Wendell consiguió llegar a su casa, pero ¿y si al día siguiente le obligaron a salir? Puede que dieran con él y lo mataran. -Recogí el cheque y lo miré por encima. Era por dos mil quinientos dólares y estaba extendido a mi nombre-. Muchas gracias. Es toda una sorpresa. No suelo pasar factura hasta finales de mes.
– Es la liquidación -dijo Titus, que cruzó las manos ante sí, en la mesa-. He de reconocer que no veía con buenos ojos la idea de contratarla, pero ha hecho usted un buen trabajo. No creo que la señora Jaffe vuelva a causarnos más problemas. En cuanto entregue usted el informe, dejaremos el asunto en manos de nuestro abogado para que se encargue de tomar las declaraciones oportunas. Lo más seguro es que no haya necesidad de llevar el caso a los tribunales. Si devuelve el dinero restante, nos olvidaremos de la historia. Por lo demás, no veo motivo alguno por el que no podamos volver a colaborar en el futuro; caso por caso, se entiende, nada de contratos fijos.
Me lo quedé mirando.
– Lo siento, pero esto no puede terminar así. No sabemos dónde está Wendell.
– El paradero actual de Wendell carece de interés. La contratamos para que lo localizara y ya lo ha hecho… con mucha habilidad, lo reconozco. Lo único que queríamos era demostrar que estaba vivo y ya lo hemos conseguido.
– Pero ¿y si ha muerto? -dije-. Dana tendría derecho al dinero, ¿no?
– Ah, pero tendría que demostrarlo antes. ¿Y qué pruebas tiene? Ninguna.
Miré a Mac, insatisfecha y confusa. Mi amigo evitaba mirarme a los ojos. Se removió en la silla con nerviosismo, esperando seguramente que fuera discreta. Recordé las quejas sobre LFC que había formulado en mi despacho el primer día del caso Wendell.
– ¿A ti te parece bien esto? A mí me parece muy raro.
Si resulta que le ha pasado algo a Wendell, la mujer tiene derecho a cobrar la póliza. No tendrá que devolver el dinero.
– Sí, eso es verdad, pero tendrá que volver a presentar la reclamación -dijo Mac.
– ¿Y no consiste nuestro trabajo en comprobar la justicia de las reclamaciones? -Miré a ambos por turno. La cara de Titus era totalmente inexpresiva: era su forma de disimular su malestar crónico, no respecto de mí, sino del mundo en general. La expresión de Mac reflejaba sentimientos de culpa. Nunca se atrevería a enfrentarse con Gordon Titus. Nunca se atrevería a quejarse en voz alta. Nunca se atrevería a tomar partido-. ¿Qué pasa? ¿A nadie le interesa la verdad? -pregunté.
Titus se levantó y se puso la chaqueta.
– Encárguese usted de responder -dijo a Mac. Y a mí-: Agradecemos su ética profesional, Kinsey. Si alguna vez nos interesa demostrar que se adeuda a la compañía medio millón de dólares, la primera persona en quien pensaremos será usted, se lo prometo. Gracias por venir. Esperamos su informe a primera hora de la mañana del lunes.
Cuando se fue, Mac y yo nos quedamos en silencio durante unos instantes, sin mirarnos. Entonces me levanté y me fui sola.
Cogí el coche y puse rumbo a Perdido. Tenía que saber la verdad. Por nada en el mundo iba a perderme el desenlace de la historia. Puede que aquellos dos tuvieran razón. Puede que se hubiese largado apresuradamente. Puede que hubiese fingido todos y cada uno de sus escrúpulos para no defraudar a la ex mujer, a los hijos, al nieto. No era ningún modelo de fortaleza. Como hombre, carecía de principios y de fines morales, pero yo no podía dejar las cosas tal como estaban. Tenía que saber dónde se encontraba aquel individuo. Tenía que saber lo que le había pasado. Era un hombre con más enemigos que amigos, un detalle que no le beneficiaba, antes bien le volvía el panorama inquietante y amenazador. ¿Y si todo había sido un montaje? Yo ya había cobrado y cumplido las premisas del contrato. Mi tiempo era mío y podía emplearlo en lo que se me antojara. Antes de que acabase el día iba a resolver más de una incógnita.
Perdido tiene aproximadamente noventa y dos mil habitantes. Por suerte, algunos conciudadanos de Dana Jaffe se habían apresurado a llamarla en cuanto había saltado a la prensa el hallazgo del Lord. A todo el mundo le gusta compartir las desdichas de los demás. Hay una curiosidad excitante, mezclada con temor y gratitud, que nos permite experimentar la desgracia a una distancia confortable. Cuando llegué, colegí que el teléfono de Dana había sonado sin parar durante más de una hora. No quería ser yo quien le contara lo de la posible deserción de Wendell. La noticia de su muerte la habría animado una barbaridad, pero me parecía injusto revelarle mis sospechas sin pruebas en la mano. ¿De qué iban a servirle sin el cadáver de Wendell? A no ser que lo hubiese matado ella, naturalmente, en cuyo caso ya sabía más que yo.
El VW amarillo de Michael estaba estacionado en el sendero del garaje. Llamé a la puerta de la calle y me abrió Juliet. Brendan dormía sobre su hombro, demasiado cansado para quejarse de aquella incómoda postura vertical.
– Están en la cocina. Yo tengo que acostar a éste -murmuró.
– Gracias, Juliet.
Cruzó el vestíbulo y subió por las escaleras, aliviada sin duda por disponer de aquel pretexto para escapar. Una mujer dejaba un mensaje en el contestador automático con la voz más solemne de este mundo: «Bueno, querida, eso es todo. Sólo quería que lo supieras. Si nos necesitas para algo, no tienes más que llamar. Ya hablaremos. Chao».
Dana estaba sentada a la mesa de la cocina, pálida y hermosa. Su pelo rubio platino parecía de seda bañado por la luz; lo llevaba recogido en la nuca en un moño de aire descuidado. Llevaba unos tejanos azul claro y una camisa de seda de manga larga, de un matiz azul que armonizaba con el color de sus ojos. Apagó un cigarrillo y me miró sin hacer ningún comentario. El olor del tabaco flotaba en el aire, mezclado con el del azufre de las cerillas. Michael le preparaba una taza de café recién hecho. Si Dana parecía aturdida, Michael parecía transido de dolor.
Me habían visto tanto últimamente que nadie hizo preguntas sobre mi imprevista presencia en la casa. Michael se sirvió una taza para él, abrió un armario pequeño y sacó otra taza para mí. En el centro de la mesa había un cartón de leche y un azucarero. Di las gracias a Michael y me senté.
– ¿Alguna novedad?
Dana negó con la cabeza.
– No puedo creerlo.
Michael se apoyó en el mármol.
– No sabemos dónde está, mamá.
– Eso es lo que me saca de quicio. Se presenta de pronto, nos parte por la mitad y a los dos minutos desaparece.
– ¿Habló usted con él? -pregunté.
Pausa. Dana bajó los ojos.
– Estuvo aquí -dijo con un tono de voz ligeramente a la defensiva. Cogió un paquete de tabaco y encendió otro cigarrillo. Si no ponía fin a aquello envejecería prematuramente.
– ¿Cuándo?
Frunció el entrecejo.
– No sé, anoche no, anteanoche. El miércoles, creo. Después fue a casa de Michael para ver al niño. Me pidió su dirección.
– ¿Habló con él largo y tendido?
– Yo no calificaría de larga la conversación. Dijo que lo sentía. Que había cometido una equivocación imperdonable. Que haría cualquier cosa por recuperar los cinco años perdidos. Todo era mentira, pero parecía sincero y supongo que yo necesitaba oír cosas por el estilo. Yo estaba furiosa, como es lógico. Le dije que aquello era imposible, que no podía recuperar el tiempo perdido, así, por las buenas, después de todo lo que habíamos pasado por su culpa. Le dije que me importaban muy poco sus excusas y lamentaciones, que la situación en que nos había dejado ya era lamentable de por sí. Qué desfachatez.