Se recostó sobre el respaldo del sillón con los ojos cerrados.
– Necesito creer en él. Necesito creer que le importa algo más que el dinero. Porque si en realidad es la clase de hombre que parece, ¿dónde estoy yo? -Abrió los ojos.
– No creo que lo que haga Wendell Jaffe tenga que ver con nada en concreto -puntualicé-. Le he dicho lo mismo a Michael. No te lo tomes personalmente.
– ¿Lo denunciará la compañía de seguros?
– La verdad es que ya no hay nada que LFC considere en peligro a estas alturas. Salvo lo que ya sabemos, como es natural. Quien se quedó con el dinero de la póliza fue Dana y la compañía negociará con ella a su debido tiempo. Por lo demás, se han lavado las manos.
– ¿Y la policía?
– Bueno, puede que lo busquen, y hablando con sinceridad, espero que lo hagan; pero no sé cuánto personal movilizarán. Aunque se trate de estafa y robo mayor, hay que coger primero al individuo. Luego, demostrarlo. Ha transcurrido tanto tiempo que es imposible no preguntarse por el sentido y el objeto de toda la operación.
– Me rindo. ¿Cuál es el sentido y el objeto de toda la operación? Pensé que trabajabas para la compañía de seguros.
– Trabajaba, pero ya no. Te lo diré de otro modo. Tengo por el asunto lo que se suele llamar intereses creados. Ha absorbido mi vida entera en los últimos diez días y no quiero dejarlo sin concluir. Tengo que terminarlo, Renata. Tengo que saber lo ocurrido.
– Dios mío, una fanática. Lo que faltaba. -Cerró los ojos otra vez y se pasó el vaso frío por la sien como si quisiera reducirse la fiebre-. Estoy agotada -dijo-. Me gustaría dormir un año entero.
– ¿Te importa si echo un vistazo?
– Haz lo que se te antoje, eres mi invitada. Wendell se lo llevó todo, pero tampoco yo me he molestado en comprobar si fue así totalmente. Tendrás que perdonarme por el estado emocional en que me encuentro. Aún me cuesta hacerme a la idea de que me ha abandonado después de cinco años juntos.
– No estoy segura de que sea eso lo que ha pasado, pero enfócalo de la siguiente manera: si se lo hizo a Dana, ¿por qué no a ti?
Sonrió sin abrir los ojos; tuvo un efecto extraño. No sabía si me oía en realidad. Puede que ya estuviese dormida. Le quité el vaso de la mano y lo dejé en la mesa de vidrio.
Pasé los siguientes cuarenta y cinco minutos registrando todos y cada uno de los rincones de la casa. En situaciones así, nunca se sabe lo que puede encontrarse: papeles personales, notas, correspondencia, teléfonos, un diario, un cuaderno de direcciones. Cualquier cosa puede servir. Renata tenía razón. Wendell se lo había llevado todo. No tuve más remedio que desistir con un encogimiento de hombros. Es cierto que habría podido encontrar algún secreto fabuloso en relación con su paradero; y quien no busca, no encuentra.
Bajé la escalera y crucé en silencio la sala de estar. Renata se movió y abrió los ojos al pasar yo ante el sofá.
– ¿Ha habido suerte? -Tenía la voz espesa, fruto del agotamiento alcohólico.
– No, pero valía la pena probar. ¿Necesitarás algo?
– ¿Quieres decir cuando me recupere de la humillación? No, estaré perfectamente.
Guardé silencio durante unos instantes.
– ¿Llamó alguna vez a Wendell un sujeto llamado Harris Brown?
– Sí. Le dejó un recado, Wendell lo llamó a su vez y se pelearon por teléfono.
– ¿Cuándo?
– No me acuerdo. Ayer quizá.
– ¿Sobre qué fue la pelea?
– Wendell no me lo dijo. Por lo visto había muchas cosas que no quería compartir con nadie. Si das con él, no quiero saberlo. Mañana seguramente cambiaré la cerradura de la puerta.
– Es domingo. Te costará el doble.
– Entonces hoy. Esta tarde. En cuanto me levante.
– Llámame si necesitas algo.
– Un poco de diversión -dijo.
25
La dirección de Harris Brown que obraba en mi poder indicaba una pequeña zona residencial de Colgate, consistente en una calle de casitas preciosas al borde mismo de los acantilados que daban al océano. Conté ocho viviendas en total en una calle sin asfaltar y flanqueada de eucaliptos. Paredes recubiertas de listones de madera, tejados a dos vertientes con una buhardilla en cada vertiente y porches totalmente cerrados en la fachada. Con una estructura semejante a la de las barracas, seguramente habían sido construidas hacía mucho para uso de los criados de alguna gran mansión que el paso del tiempo había borrado de la faz de la tierra. A diferencia de las restantes fachadas, pintadas de rosa y verde, la de Harris Brown era… bueno, eso precisamente, brown [«marrón», «pardo» en inglés], y sin duda una manera coquetona de llamar la atención. No era fácil calcular si la casa había estado destartalada desde el principio o si su desolación general era consecuencia de la viudez del propietario. Puesto que creo en la discriminación sexual, me costaba creer que una mujer pudiera vivir en un lugar así sin mejorar su aspecto. Avancé hacia el porche.
La puerta de la calle estaba abierta, aunque cerrado el cancel de tela metálica y marco de madera. Habría podido abrir éste con un cortaplumas, pero río quise hacerlo y di unos golpes en el marco. La radio de la cocina emitía música clásica a todo volumen. Distinguí parte de una repisa de mármol y las cortinas de cuadros blancos y pardos que colgaban sobre el fregadero. Percibí olor a pollo que se freía con grasa de panceta, produciendo silbidos y miniexplosiones que constituían un suculento contrapunto de la música. Si Harris Brown no acudía enseguida, me pondría a gimotear y a sacudir el cancel.
– ¡Señor Brown! -llamé.
– ¿Sí? -respondió el aludido. Se asomó por la puerta de la cocina con un trapo alrededor de la cintura y un tenedor gigante de dos dientes en la mano-. Aguarde un segundo. -Desapareció, por lo visto para regular la llama del quemador. Si me invitaba a pollo, le perdonaría cualquier cosa que hubiese hecho. Primero está el estómago, después, la justicia. Así hay que jerarquizar los fenómenos del mundo.
Seguramente puso una tapa encima de la sartén porque los aparatosos silbidos del pollo quedaron de pronto amortiguados. Fue a la pared del fondo, bajó el volumen de la radio y se dirigió a la puerta limpiándose las manos en el trapo. Como me tenía a contraluz, supuse que no distinguiría mis rasgos hasta que estuviera muy cerca. Me miró a través del cancel.
– Usted dirá, señora.
– Hola, ¿me recuerda? -dije. Sospechaba que había sido policía hasta el extremo de que nunca olvidaba una cara, pero creo que me reconoció aunque sin acabar de concretar el contexto. Lo que sin duda aumentaba la confusión era que últimamente habíamos hablado por teléfono. Si reconocía mi voz, no creo que la relacionase con la puta del balcón del hotel de Viento Negro, aunque le chisporrotearía desagradablemente en el fondo de la cabeza.
– Refrésqueme la memoria.
– Kinsey Millhone -dije-. Quedamos para comer.
– Aaaaah, claro, claro. Disculpe. Pase, pase -dijo. Quitó el gancho del cancel y lo abrió con expresión concentrada-. Nos habíamos visto ya, ¿no es cierto? Su cara me suena.
Me eché a reír de la misma vergüenza que me daba.
– Viento Negro. El balcón del hotel. Le dije que me enviaban los muchachos, pero era una trola como una casa. En realidad buscaba a Wendell, igual que usted.
– Madre mía -dijo, alejándose de la puerta-. Estoy friendo pollo. Será mejor que venga.
Solté el cancel para que se cerrase a mis espaldas e inspeccioné el salón mientras lo recorría. Linóleo guarro en el suelo, sillones paquidérmicos de los años treinta, estanterías atestadas de libros. No sólo desorden, sino también suciedad. No había cortinas ni lámparas de mesa, pero sí una chimenea que no funcionaba. Llegué a la cocina y me asomé.
– Parece que Wendell Jaffe ha desaparecido otra vez.
Harris Brown estaba ante la sartén medio tapada de la que brotaba un chorro de humo. Al lado de la sartén, en el borde de la encimera, había un plato hondo de vidrio lleno de pan rallado. Al trasladar los pedazos de pollo del plato de vidrio hasta la sartén, había dejado una serie de regueros blancos en la encimera. Si se le ocurría clavarme el tenedor que empuñaba, parecería como si me hubiese picado una serpiente.