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– ¿De verdad? No me había enterado. ¿Cómo ha sido?

Me quedé donde estaba, apoyada en la jamba de la puerta. La cocina era la única estancia que al parecer recibía de pleno la luz solar. También estaba más limpia que el resto de la casa. El fregadero estaba presentable. El frigorífico era mastodóntico, estaba viejo y amarilleaba, pero por lo menos no estaba salpicado de huellas dactilares. Los armarios estaban abiertos y dejaban al descubierto la vajilla heterogénea.

– No lo sé -dije-. Pensé que a lo mejor usted me lo podía decir. Habló con él el otro día.

– ¿Quién dice eso?

– La novia de Wendell. Estaba presente cuando éste le llamó a usted.

– La infame señora Huff -dijo.

– ¿Cómo la localizó?

– Muy sencillo. Usted me reveló su nombre la primera vez que hablamos por teléfono.

– Es verdad. Apuesto a que le mencioné incluso que vivía en Perdido Keys. Lo había olvidado.

– Yo no olvido casi nada -dijo-, aunque empiezo a notarme los achaques de la edad.

Sentí cierta comezón por dentro. El individuo parecía demasiado indiferente.

– Hablé anoche con Carl. Me dijo que le había dado los cien billetes que le debía.

– Es verdad.

– ¿Por qué discutió con Wendell?

Dio la vuelta a los pedazos de pollo, de color marrón caoba con un caparazón moteado de especias. Para mí ya estaban hechos, pero cuando los pinchó con el tenedor, los agujeros rezumaron un líquido sanguinolento. Redujo la llama y volvió a tapar la sartén.

– Me peleé con Wendell antes de recibir el dinero. Por eso abordé a Eckert y le dije que viniese a mi casa aquella noche.

– No entiendo la relación.

– Wendell me dice que la historia se ha acabado. Quiere limpiar su conciencia antes de ir a la cárcel. Total, un montón de sandeces. Yo no me lo creo. Wendell tiene intención de contar lo del dinero que él y Eckert han almacenado. De pronto me doy cuenta de que todo se va al garete. Estoy acabado. Cuando el juez dicte sentencia, yo no veré ni un centavo. De modo que me lanzo en picado sobre Eckert y le digo que venga a mi casa con el dinero en la mano.

– ¿Por qué no había exigido usted antes el dinero?

– Porque creía que había desaparecido. Eckert afirmaba que los dos se habían quedado sin blanca. Cuando me enteré de que Wendell estaba vivo, me dije que ya estaba bien. Presioné a Eckert y confesó que habían guardado un poco. Wendell sólo se llevó consigo un millón más o menos cuando desapareció. Eckert escondía el resto. ¿Se lo imagina? Lo había tenido desde el principio, cogiendo sólo lo que necesitaba de tarde en tarde. Un tío listo, sí señor. Vivía como un infeliz para disimular.

– ¿No era usted uno los demandantes?

– Pues claro, pero es un dinero que no puede recuperarse íntegramente. Sabe a lo que me refiero, ¿no? Con un poco de suerte, diez centavos por dólar. Primero hay que pasar por Hacienda y luego están los doscientos cincuenta inversores. Todos quieren sacar algo. Que Wendell devolviera el dinero me importaba una mierda, siempre y cuando yo recuperase antes el mío. Los demás que se vayan al infierno. Ese dinero es mío porque lo gané con el sudor de mi frente y me costó años reunirlo.

– ¿Y cuál fue el trato? ¿Qué hizo usted a cambio?

– Nada. Ahí está la cosa. En cuanto tuve el dinero, me olvidé de que existía la parejita.

– Era lo único que le interesaba.

– Exactamente.

Cabeceé confusa.

– No lo entiendo. ¿Por qué tenía que darle Carl Eckert una cantidad tan elevada? Más aún: ¿por qué tenía que darle ni siquiera un centavo? ¿Hubo algún chantaje por medio?

– Desde luego que no, señora. Soy policía. Eckert no me dio un centavo. Me devolvió lo que era mío. Invertí cien billetes y él me los devolvió. Hasta el último centavo -dijo.

– ¿Le dijo a Carl Eckert que Wendell quería poner el dinero en manos de la policía?

– Claro que lo hice. Wendell iba a presentarse en Jefatura aquella noche. Yo ya había avisado a Carl. Éste tenía que pasar con el dinero el viernes por la mañana, o sea que lo tenía ya consigo. Y yo quería cerciorarme de que iba a recuperar el dinero antes de que el loco de Wendell abriera la bocaza. Pero qué majadero era, Señor, qué majadero.

– ¿Por qué dice «era»?

– Porque ha vuelto a largarse, ¿no? Lo ha dicho usted misma.

– Puede que recuperar el dinero no fuera suficiente.

– ¿Adónde quiere ir a parar?

Me encogí de hombros.

– Puede que deseara usted su muerte.

Se echó a reír.

– No exagere, oiga. ¿Por qué iba yo a desear su muerte?

– Según me han contado, por culpa de Wendell la relación con sus hijos y con su mujer se fue a pique. Y su mujer murió poco después.

– No me venga ahora con ésas. Mi matrimonio era una auténtica basura desde el principio y mi mujer hacía años que estaba enferma. Lo que espantó a mis hijos fue perder el dinero. Pero desde que pasé a cada uno veinticinco de los grandes por debajo de la mesa, incluso me sonríen.

– Muy simpáticos.

– Por lo menos sé qué terreno piso -replicó con indiferencia.

– Lo que usted quiere decirme es que no lo mató.

– Lo que le digo es que no tenía necesidad de ello. Pensaba que lo haría Dana Jaffe cuando averiguase lo de la otra mujer. Que abandone a la familia tiene un pase, pero que encima esté por ahí con otra… eso es intolerable, vamos.

Puesto que mi casa está sólo a una manzana del mar, estacioné el coche enfrente y fui andando hasta el puerto. Estuve esperando un rato delante de la puerta cerrada que conducía a la dársena 1. Habría podido saltar la verja por la parte exterior, como había hecho al ir con Renata, pero había suficiente tráfico peatonal a aquella hora para suponer que aparecería alguien con un medio de acceso. El día se estaba poniendo feo. No creía que fuese a llover, pero las nubes eran de un gris que daba miedo y el aire del mar se había vuelto frío. Los veranos de Santa Teresa son un convite.

Por fin se acercó un ciudadano en pantalón corto y camiseta. Llevaba la tarjeta magnética en la mano y abrió la puerta. Incluso la sostuvo para dejarme pasar cuando me vio interesada por colarme.

– Gracias -dije, mientras echaba a andar a su lado por el camino-. ¿Conoce usted por casualidad a Carl Eckert? El propietario del barco robado el viernes por la mañana.

– Estoy enterado. Pues sí, conozco a Carl de vista. Creo que ha ido en busca de la goleta, ahora que lo menciona. Hace un par de horas lo vi salir con la lancha motora. -El individuo dobló por la segunda pasarela a la izquierda, hacia la fila de amarraderos que ostentaba la letra D. Yo continué hasta la letra J, que estaba a mano derecha. La plaza de Eckert estaba todavía vacía, naturalmente, y no había forma de adivinar a qué hora volvería.

Era casi la una y aún no había comido. Volví a casa y saqué del coche la máquina de escribir. Me preparé un emparedado de huevo duro cortado en rodajas sobre una capa de mahonesa Best Foods. Pan integral, sal por arrobas, un corte por la mitad. Las normas son las normas. Me relamí en silencio y me chupeteé los dedos mientras abría el estuche de la Smith-Corona. Comí sentada ante el escritorio y le di a las teclas entre bocado y bocado. Rellené una serie de fichas de cartulina de seis centímetros por tres en las que resumí todo lo que sabía del caso. Las clasifiqué por temas y las clavé con chinchetas en el tablón que colgaba en la pared, encima de la mesa. Encendí la lámpara. Abrí una Pepsi Light. Como si se tratase de las damas o el ajedrez, organicé de distintas maneras una serie específica de fichas. En realidad no tenía idea de lo que hacía, sólo mirar la información, ordenándola y reordenándola con la esperanza de que se manifestase por sí sola una clave.

Cuando volví a mirar el reloj eran las siete menos cuarto. Empecé a ponerme nerviosa. Mi intención inicial había sido estar un par de horas sentada para consumir el tiempo hasta que volviese Eckert. Me metí un puñado de dólares en el bolsillo de los tejanos y me puse una camiseta mientras cruzaba la puerta. Volví al puerto a paso ligero bajo esa luz crepuscular que crea el cielo encapotado. Me pegué a una señora que bajaba la rampa hacia la dársena 1. Me miró con desinterés mientras abría la puerta.