Llegué al extremo del balcón, pasé la pierna derecha por encima de la barandilla, encajé el pie entre los barrotes, pasé la otra pierna. Me estiré hacia la barandilla del balcón contiguo y salvé la distancia en el preciso instante en que se encendía la luz de la habitación de Wendell. Ya notaba los efectos taquicárdicos de la adrenalina, pero por lo menos estaba a salvo en el balcón del vecino.
Sólo que el vecino había salido a fumar un cigarrillo.
No sé cuál de los dos se sorprendió más. Él, desde luego, se quedó estupefacto, porque yo sabía lo que yo hacía allí, pero él no. Además contaba con la ventaja adicional de que el miedo me había aguzado los sentidos y extremado la percepción de sus características. La verdad de aquel hombre irradió hacia mí igual que los mensajes subliminales que se introducen en los reportajes deportivos.
Era blanco.
Tenía el pelo ralo y sesenta y tantos años. El poco pelo que le quedaba era cano y lo llevaba peinado hacia atrás.
Llevaba gafas de montura de concha, de esas tan gruesas que parecen tener un sonotone en cada extremo.
Olía tanto a alcohol que por los poros parecía despedir chorros prácticamente visibles.
Tenía la presión sanguínea tan alta que la rubicunda cara le brillaba; y una nariz de boxeador tan rojiza que parecía un Santa Claus de supermercado.
Era más bajo que yo y en consecuencia no me pareció peligroso. Por el contrario, me miraba con tal desconcierto que estuve tentada de acariciarle la calva para que se tranquilizase.
Caí en la cuenta de que había visto un par de veces a aquel sujeto en el curso de mis peregrinaciones por el hotel en busca de Wendell y su acompañante. Le había visto las dos veces en el bar: la primera vez solo, con el brazo medio levantado y con la punta del cigarrillo oscilando en todas direcciones mientras orquestaba un largo monólogo; la segunda, en una reunión de picarones de su edad, todos gordos e hinchados, todos fumando puros y contándose los típicos chistes que provocan carcajadas alcohólico-escandalosas.
Tenía que tomar una decisión.
Me acerqué a él con desenvoltura. Alargué la mano, le quité las gafas con precaución, cerré las patillas y me las guardé en el bolsillo de la camisa.
– Hola, semental. ¿Cómo te encuentras? Tienes buen aspecto esta noche.
Alzó las manos en un impotente ademán de protesta. Me desabroché el puño derecho mientras lo miraba de arriba abajo con detenimiento.
– ¿Quién eres? -preguntó.
Le sonreí y le parpadeé como una odalisca mientras me desabrochaba el puño izquierdo.
– Sorpresa, sorpresa. ¿Dónde te habías metido? Llevo buscándote desde las seis.
– ¿Te conozco?
– Bueno, Jack, estoy segura de que acabarás conociéndome. Porque esta noche nos lo vamos a pasar de fábula.
Negó con la cabeza.
– Aquí tiene que haber un error. Yo no me llamo Jack.
– Todos los nombres se llaman Jack para mí -dije mientras me desabrochaba la blusa. Me la abrí y dejé al descubierto tentadores retazos de carne pura y casta. Por suerte me había puesto el único sostén que no tengo que sujetar con imperdibles. Y con aquella oscuridad, ¿cómo iba a saber que estaba ya descolorido de tanto lavarlo?
– ¿Me devuelves las gafas? Sin ellas no te veo bien.
– ¿De veras? Bueno, pues es una pena. Pero vamos a ver, cuéntame lo que tienes. ¿Miopía? ¿Hipermetropía? ¿Astigmatismo?
– Astigmatismo -dijo en son de excusa-. Además soy un poco miope y este ojo no me funciona. -Como si quisiera demostrármelo, la mirada de su único ojo sano se desvió hacia el exterior, siguiendo el vuelo de un insecto invisible.
– Bueno, no tienes por qué preocuparte. Estaré tan cerca de ti que me verás a la perfección. ¿Listo para la marcha?
– ¿Marcha? -El ojo sano me enfocó directamente.
– Me han enviado los muchachos. Los tipos con los que te vas de copas. Dicen que hoy es tu cumpleaños y todos han querido contribuir para comprarte un regalo. Yo soy el regalo. ¿Verdad que eres Cáncer?
Había fruncido el ceño ligeramente y en los labios le bailoteaba una sonrisa que se iluminaba y se apagaba al instante. No acababa, de entender lo que sucedía, pero no quería ser grosero. Tampoco quería hacer el ridículo por si se trataba de una broma.
– Hoy no es mi cumpleaños.
En la habitación de al lado se encendían las luces una por una y alcancé a oír la voz de la mujer, que se elevaba con irritación y nerviosismo.
– Apuesto a que sí -dije. Me saqué los faldones de la blusa y me la quité como una profesional del strip-tease. Desde mi aparición no había dado ni una calada al cigarrillo. Se lo quité de la mano, lo arrojé al vacío, me acerqué al hombre y le apreté los labios como si fuese a darle un beso-. ¿Tienes algo que hacer esta noche?
Rió con nerviosismo.
– Creo que no -dijo, expulsando un aliento que apestaba a tabaco. Mmmmm, ooooh.
Lo besé en el hocico con algunas dosis de ese movimiento succionador de lengua y labios que todos hemos visto en las películas. No tenía por qué ser más erótico porque lo hiciesen otras personas.
Le cogí la mano y lo conduje al interior de la habitación, arrastrando la blusa como si fuese un boa de plumas. Wendell salió al balcón en el preciso instante en que yo cerraba la puerta de corredera.
– Relájate mientras me lavo. Luego volveré con jabón y agua caliente para lavarte a ti. ¿Te gustaría?
– ¿Así, acostado?
– ¿Siempre manifiestas tu entusiasmo con los zapatos puestos, corazón mío? Anda, quítate esos bermudas mientras piensas en lo que te espera. Yo voy al cuarto de baño a poner en su sitio lo que hay que poner y enseguida estoy contigo. Quiero encontrarte preparado, ¿me escuchas? Te voy a soplar la vela hasta que eche más llamaradas que un volcán.
Empezó a desatarse los cordones de un pesado zapato negro, pero acabó arrancándoselo del pie y tirándolo, tras lo cual se quitó a toda velocidad un calcetín negro de ejecutivo. Parecía un abuelito gordo, bajito y simpático. O un niño de cinco años, listo para colaborar si había caramelo a la vista. Oí chillar a Renata en la habitación de al lado. Luego, la voz de trueno de Wendell que articulaba palabras indescifrables.
Me despedí de mi amigo moviendo el meñique.
– Hasta lueguito -canturreé. Entré contoneándome en el cuarto de baño, dejé sus gafas junto a la bañera y abrí el grifo. El agua fría salió en forma de chorro ruidoso que eclipsó los sonidos restantes. Me puse la blusa, me dirigí a la puerta de la habitación y salí al pasillo, cerrando a mis espaldas con cuidado. El corazón me latía a cien por hora y noté en la carne desnuda la fría caricia del aire del pasillo. Me dirigí a toda velocidad a mi habitación, saqué la llave del bolsillo, la introduje en la cerradura, la giré, abrí la puerta y cerré a mis espaldas. Eché la cadena de seguridad y me quedé inmóvil durante unos momentos, con la espalda pegada a la puerta y el pulso acelerado mientras me abrochaba la blusa. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. No sé cómo lo harán las putas. Uf.
Fui al balcón y tiré de la puerta de corredera, que se cerró con un chasquido. Corrí las cortinas, volví a la puerta y observé a través de la mirilla. El viejo borrachín estaba en mitad del pasillo. Al igual que Mister Magoo, tenía los ojos exageradamente entornados (no había vuelto a ponerse las gafas) y miraba derecho al frente. Aún llevaba puestos los bermudas y un solo calcetín. Se quedó mirando mi puerta con curiosidad. De súbito me pregunté si estaría tan borracho como parecía a simple vista. Miró en derredor con disimulo, para cerciorarse de que nadie le veía, se acercó a la mirilla de mi puerta y pegó el ojo. Me aparté de manera instintiva y contuve el aliento. Sabía que no me podía ver. Desde su punto de observación tenía que ser como mirar por un telescopio por el extremo que no es.